Belchite | Roberto Bennett

Guerra civil española
Foto: Antoni Campañà

A Pepeo

Nos conocimos cuando yo trabajaba en una carpintería de Zaragoza, a inicios de los años 80. Su nombre era Casimiro Arguello y estaba jubilado. Quizá por ese motivo se entretenía cada mañana viniendo a charlar con mi jefe, que era amigo suyo desde la infancia. Hablo en tiempo pasado porque no creo que aún siga vivo. De ser así, hoy superaría los cien años y aunque entonces era un viejo aragonés de aspecto sano y fornido, las huellas de la Guerra Civil le habían dejado maltrecho en algunos órganos internos. Sufría problemas estomacales por un balazo recibido en un costado e intensos dolores en las cervicales, cuando el tiempo estaba tormentoso. Tenía el pelo cobrizo, una cara grande de pronunciadas mandíbulas y sus ojos de bulldog, casi siempre ojerosos, se fijaban en los desconocidos con la fiereza de un hombre curtido en cien batallas. Casimiro Arguello era bajo de estatura, con cuello de toro, espalda ancha, manos enormes y piernas arqueadas.

Casimiro era viudo desde hacía doce años y evidentemente se aburría estando solo en casa. Sus dos hijos habían emigrado a Francia siendo jóvenes y muy a su pesar los veía poco, a veces por las Navidades o durante el período de vacaciones estivales, cuando ellos lo visitaban, pero esto sucedía muy esporádicamente. De sus hijos casi no hablaba. Eran dos varones y ambos vivían en Lyon. Él prefería hablar de su esposa, a quien era obvio que aún adoraba.

Creo recordar que un día contó, con lágrimas de emoción en sus ojos, cómo se habían conocido una noche de baile en la plaza del pueblo de Pina del Ebro, durante unas fiestas patronales. Según él, aquello había sido un flechazo a primera vista pero luego, lamentablemente, surgió un obstáculo casi insalvable. Dos días más tarde, cuando fue a hablar con su futuro suegro, tanto este como el hermano de su amada lo rechazaron por ser de izquierdas y le prohibieron continuar viéndola. En esa época, los vistos buenos familiares y religiosos eran fundamentales para entablar relaciones formales dentro de la familia española. Y la negativa paternal sólo dejaba dos opciones a los infelices enamorados: una fuga, con sus riesgos y potencialmente nefastas consecuencias o un desgarrador abandono, con todo el posterior trauma y dolor provocado por la forzosa separación. Esta negativa lo irritó de sobremanera y allí mismo juró que no lo vencerían. Continuaron viéndose a escondidas y llegaron a consumar su noviazgo una plácida tardecita de verano en medio de un pajar, pero luego vino la guerra y ella se mudó con su familia a Zaragoza. Casimiro partió a enrolarse en las filas leales al gobierno.

Él era republicano y miembro del Partido Socialista. De profesión ebanista, trabajaba con Inocencio Pérez, mi jefe, en una pequeña carpintería del pueblo de Quinto, cercano a la capital aragonesa. Cuando sucedió el levantamiento nacionalista, se unieron inmediatamente a las fuerzas gubernamentales. A Inocencio lo mandaron a Barcelona y allí permaneció durante todo el conflicto, en un destacamento que custodiaba el puerto. Casimiro en cambio se incorporó al frente de Aragón y luchó contra las tropas de Franco en toda esa zona.

De esos años trágicos en la vida de España, Casimiro tenía abundantes anécdotas y por fortuna para mí, era obvio que necesitaba hablar de ellas. Yo era su público más fiel, porque siempre me intrigaron esas terribles historias de lucha fratricida. Un período particularmente sangriento en la Europa del siglo XX, con todo lo intricado que fue esa brutal contienda, preámbulo de la Segunda Guerra Mundial.

Por todo ello, una mañana de invierno, sentados al sol en una cafetería ubicada frente al negocio de mi patrón y mientras desayunábamos los tres, el viejo Casimiro, dirigiéndose a su amigo y señalando en la distancia el humo negro que surgía de un horno de ladrillos, comenzó lo que para mí fue su relato más trascendental.

-– ¿Ese humo no te recuerda al de los cañones durante las batallas?
–Tienes razón– respondió Inocencio, girando su cabeza calva en dirección a la columna de humo negro.
Los tres miramos esa mancha oscura que se elevaba en el límpido cielo azul, teniendo como fondo el polvo amarillento de la tierra de Aragón, que se extendía por la ribera opuesta del Ebro, tan árida como un desierto africano.
–¿Y te acuerdas cuando tras la toma de Quinto, marchamos sobre Belchite? Vosotros desde la comodidad de Barcelona seguramente seguíais día a día nuestros movimientos…
Inocencio frunció el ceño y contestó:
–Bueno, aquello tampoco era una fiesta… Pero sí, estábamos pendientes de vuestras acciones. Dependíamos de ellas para no caer en manos de los fascistas.
–Claro, normal…– y dirigiéndose a mí, Casimiro aclaró:– A mí me asignaron como guía de los brigadistas internacionales, liderados por un tal Merriman. Un tío valiente y decidido. ¡Con un par de cojones! ¡Sí señor! Cuando dieron la orden de tomar Belchite, avanzamos rápidamente y al acercarnos a nuestro objetivo, nos echamos de bruces en el bosque que bordeaba al pueblo, moviéndonos a gatas, como los indios americanos en las películas del Oeste. Claro que nos cubría una intensa barrera de artillería, con bombas, granadas y morteros. Y de ese modo asaltamos la entrada, bajo un furioso fuego de ametralladoras y fusiles.

El fuego era tan intenso, explicó Casimiro, que si alzaban demasiado la cabeza, una de esas pequeñas cosas invisibles que les silbaban en los oídos y se esparcían con chasquidos a su alrededor, les levantaba la tapa de los sesos.

–Yo lo sabía porque lo había visto con otros compañeros caídos –, agregó con tono grave el anciano, que gesticulaba apasionado y dibujaba con sus dedos y manos sobre la mesa de la cafetería todo lo que relataba.
–Durante tres días luchamos de casa en casa, de habitación en habitación, derribando paredes con picos, abriéndonos paso con granadas desde cada esquina, ventana, tejado, agujero o pared, en persecución de los malditos fascistas, que iban en retirada. Aquello fue espantoso, algo indescriptible… matar o morir…
Bastante agitado, Casimiro se tomó un breve respiro y bebió un sorbo de anís, mientras yo lo escuchaba en silencio.
–Finalmente establecimos contacto con las tropas del gobierno que avanzaban por el otro lado y rodeamos la catedral, donde aún resistían cuatrocientos hombres de la guarnición rebelde. ¡Me jode admitirlo pero aquellos cabrones lucharon con desesperación y valentía! Y recuerdo a un oficial nacionalista que continuó disparando su ametralladora desde la torre hasta que una granada derrumbó sobre él un campanario de mampostería. ¡Lo aplastó como a un mosquito! Luchamos durante horas alrededor de la plaza, manteniendo el fuego de protección con rifles automáticos, hasta que realizamos el asalto final a la torre. Y así logramos que la guarnición se rindiese.
–¡Debe haber sido una carnicería!– comenté espantado.
–Lo fue… El total de bajas del gobierno en toda la ofensiva fue de dos mil, entre muertos y heridos.
–¿Y de los franquistas?
–Toda la guarnición de Belchite, tres mil hombres, fueron capturados o muertos. Los prisioneros con los que hablé, antes de que fuesen enviados a campos de concentración, dijeron que habían sufrido mil doscientas bajas sólo en Belchite.
–¡Qué matanza!
–El olor putrefacto de los cadáveres era tan fuerte que los pelotones de sepultureros no podían cavar tumbas sin llevar máscaras. Había cuerpos despedazados por todos lados. La ciudad entera quedó en ruinas, completamente arrasada. Y así permanece hasta el día de hoy, como un símbolo contra la guerra…
Esa noticia me sorprendió y despertó mi interés por conocer Belchite.
–¿Podremos ir algún día, jefe?– pregunté al viejo Inocencio, utilizando un tono de niño curioso.
–Puede ser– respondió este muy seco. Pero el gesto no me pareció extraño porque ese era su talante habitual.
–Te advierto que no será un paseo placentero, — agregó Casimiro pensativo. Evidentemente hacía mucho tiempo que no encontraba un joven interesado en escuchar sus antiguas historias de las batallas. –Ni te imaginas lo que fue aquella guerra… Y lo que vino después. ¡Cuarenta años de dictadura con Franco! ¡Tú no sabes lo que es vivir bajo un dictador vengativo! O quizá sí, porque tu país está bajo los militares, ¿verdad?

Yo respondí afirmativamente.
–Pero no debe ser igual. Este hijo de una gran puta mandó fusilar a decenas de miles después de acabada la guerra. A mí me arrestaron y condenaron a muerte, como a tantos otros, simplemente por haber ascendido al grado de sargento, pero luego me conmutaron la sentencia por treinta años de cárcel y al final pasé quince en prisión. Pero quedé marcado para siempre. Luego, cuando salí libre, me costó encontrar trabajo y tuve que dedicarme al “estraperlo”, pero mi suegro ya había fallecido y por fortuna me pude casar con Esperanza.
–Me imagino el sufrimiento…– repliqué, apenado por el relato de aquel viejo guerrero accidental. Sin embargo había una pregunta que me carcomía y decidí que debía hacerla, aunque me costara su amistad y quizá hasta la de mi jefe. –Pero dígame una cosa don Casimiro, entre tanta locura colectiva, ¿usted no tuvo que matar?
El viejo me miró y sentí sus ojos penetrantes sobre mi cara. Aquellos dos fondos profundos y oscuros, con bolsas de piel que le colgaban a un lado y otro de su nariz de boxeador me taladraban. Entonces, con una mueca de tristeza contestó en voz baja:
–Ya me parecía extraño que demorases tanto en preguntar eso… ¡Claro que tuve que matar! ¡Coño! ¡Era matar o morir, te lo dije antes! Maté a un muchacho que se me apareció de repente en una esquina, justo donde se hallaba la oficina de correos. Allí nos encontramos los dos, nos enfrentamos, nos miramos a los ojos y yo disparé primero. Cayó fulminado y seguí avanzando…

No pregunté nada más. Estaba todo dicho y no deseaba ahondar en su herida. Él tampoco habló más del tema.
Pasó el invierno y un domingo de abril por fin llegó la oportunidad que tanto anhelaba: una visita a las ruinas de Belchite. Don Inocencio lo propuso y acepté gustoso. El viejo Casimiro se acopló y hacia allí partimos una cálida mañana primaveral, en la pequeña camioneta Renault de la carpintería. Justo a la hora en que la llanura aragonesa adquiere ese color de piel de león y está tan desnuda como una oveja recién esquilada. Del lado norte del Ebro, vislumbramos tras las huertas y álamos de la ribera, unos altos peñascos resecos y cerros rojizos. En la ruta, que pasa por los pueblos de Pastríz y Mediana de Aragón, cantamos antiguas canciones republicanas y aún hoy me estremezco cuando oigo alguien que tararea: ….”El Ejercito del Ebro, rumba la rumba la rumba la, el Ejército del Ebro, rumba la rumba la rumba la, una noche el río pasó, ¡Ay Carmela! ¡Ay Carmela!”, para acto seguido continuar con “Si me quieres escribir, ya sabes mi paradero…” o arrancar con “Puente de los Franceses, Puente de los Franceses, mamita mía, nadie te pasa, nadie te pasa…” Era muy emocionante ver a Inocencio y Casimiro cantar a voz en cuello, como dos muchachones ingenuos rumbo a la batalla. Por eso, entusiasmado quise contribuir al jolgorio, entonando “A las barricadas, a las barricadas, por el triunfo…” pero de repente ambos callaron y me observaron con disgusto.

–No cantes canciones anarquistas en nuestra presencia– rezongó Inocencio.
–¿Acaso no sabes lo flojos que fueron?– agregó Casimiro; –¡Una vergüenza para la República! Ni me hables de los anarcos… estuvieron varios meses sin avanzar en el frente de Aragón. Ellos y los del POUM. Alardeaban de no haber perdido nunca un centímetro de terreno pero omitieron añadir que tampoco perdieron un solo hombre en seis meses de lucha ni conquistaron un solo metro de territorio enemigo. ¡En algunos lugares, las primeras líneas del POUM estaban a tres kilómetros de las alambradas enemigas! ¡Los muy cobardes!

Aquellos dos ancianos socialistas eran indomables en sus creencias y ni el paso del tiempo ni la represión del generalísimo habían logrado doblegarlos… Llegamos a Belchite Viejo al mediodía, bajo un cielo que parecía de talco por lo luminoso. Sobre la blancura se destacaban de forma espeluznante las casas color ocre, alineadas, semiderruidas, casi todas sin tejados, ni puertas ni ventanas, destripadas y mostrando al viento sus interiores. Como un esqueleto bajo el sol, despellejado por aves rapaces. Con los restos de sus estructuras tal cual eran cuarenta años atrás, cuando fueron impactadas por cientos de bombas y morteros. Sus calles de tierra o adoquines, estrechas y fantasmales, tampoco invitaban a un paseo. Y al final de todo aquello, las ruinas de la torre y la iglesia asomando por encima del pueblo derruido.

Inocencio y yo bajamos, decididos a recorrer lo que quedaba del viejo Belchite, pero Casimiro parecía algo dubitativo. Como temeroso de sus recuerdos. A pedido nuestro, nos acompañó un trecho, señalando lugares donde recordaba haber estado en aquellos días trágicos, pero al acercarnos a lo que una vez fue la oficina de correos de la ciudad, se detuvo y aduciendo fatiga, se sentó sobre un muro y nos dijo que esperaría allí hasta nuestra vuelta. No insistimos y recorrimos las ruinas en silencio, deteniéndonos un instante en cada fachada para tomar algunas fotografías.

–Mejor no se las muestres nunca a Casimiro– me imploró don Inocencio y súbitamente detecté un cierto aire de reproche. Matar a un hombre es un crimen pero estaban en guerra y él había dicho claramente que era cuestión de supervivencia. Un hombre sabe que en la guerra debe matar o morir… Uno de los dos soldados debía caer y nuestro amigo había sido el más rápido.
–¿Por qué motivo nunca quiere hablar en detalle de ese incidente?– pregunté intrigado cuando retornábamos a la camioneta. –Quizá le haría bien desahogarse… Al fin y al cabo está entre amigos, y ya han pasado muchísimos años.
–Porque ese chaval que mató era su cuñado…– replicó Inocencio, visiblemente molesto por mi impertinencia.
Los tres permanecimos callados el resto de la tarde.