No habrá misa el domingo | Mariana Sosa

cuento

Abrí con espanto los ojos, tras una siesta furtiva; la luz del cuarto me taladró. La voz me llamó y me exigió que me dirigiera a la cocina. Recuerdo que mi mente estaba en blanco, no había tenido tiempo de despertar aún, luego de haber trabajado parte de la mañana y hacer las tareas domésticas. La siesta había sido un pequeño regalo sabatino.

Era el final del otoño, y me había acostado con una polera. Caminé siguiendo la voz con la cara tapada, sumergida en la inmensidad de la lana y la tragedia. Alcancé a ver las facciones de su rostro. Sí, la voz tenía rostro y este comenzó a fruncirse como una pollera tableada y las manos parecían provenir de un espectáculo circense, montado con improvisación. Ademanes bruscos y gritos, señalaban una cocina mal ordenada y sucia en algunos sectores, pecados seguramente cometidos, al desoír los mandatos ancestrales. La polera seguía alta y atiné a subirla hasta las orejas.

El espectáculo continuaba: se abría un segundo acto en donde fluían los insultos. Mi polera y yo nos dimos vuelta. Le dimos la espalda al escenario y comenzamos a caminar lento y en silencio. Comencé a tapar el espacio con mi cuerpo andante y doliente pero firme, como una tabla nueva, con ese olor a madera nueva recién cortada. Mientras el aroma inundaba el camino, mis ojos comenzaron a pesar. Sentía las pestañas superiores rozando con furia los párpados inferiores. No lloraban. Los ojos no lloraban, pero aguantaban un manantial que solo el silencio fue capaz de contener por pura dignidad.

De la cocina, pasé por el living y llegué al cuarto, al punto de partida. Acomodé la cama y retomé la siesta, esta vez con las sábanas cubriéndome todo el cuerpo. Pude ver desde mi posición cómo danzaban las cuerdas con la ropa colgada y por primera vez en mucho tiempo pensé que ya no me importaría nunca más si la ropa se secaba o no para el lunes. Me di cuenta a su vez, que los pantalones del uniforme de la voz, no los había colgado a su gusto y me dio mucha gracia, como una especie de venganza silenciosa. Sí, con el invierno casi en la puerta de la casa, de la vida, de la terraza, los pantalones quedarían con olor a humedad y posiblemente, si hablaba y me reconciliaba con la voz, tendría otra cátedra de economía doméstica. Me pondría la ropa en la nariz, me restregaría el maldito pedazo de género confeccionado en China y me lo haría lavar otra vez.

Se me ocurrió mirarlo; lo vi a él, a él y a la voz, ahora muda y supina, como esperando algo. Mis ojos comenzaron a cerrarse, por su propio peso, por el agotamiento de tener que pensar si debía o no repetir todo el día de principio a fin. Lo último que recuerdo ver, fueron mis uñas, gastadas. Me llevé los dedos a la boca y sentí el estómago con todo ese asfalto pegado a las tripas. Después, todo negro.

En algún momento, los ojos volvieron a abrirse y cada vez que lo hacían, las luces biliosas del dormitorio me sofocaban de angustia. Yo parecía un licántropo agazapado entre las nubes. Abrí las piernas dentro de las sábanas; se me habían dormido de estar en una misma posición horas, no sé cuántas, pero parecían muchas.

Él y la voz permanecían allí. Éramos una diagonal sin besos ni disculpas en medio de un aire cargado de ruidos de autos y metralletas que venían del televisor. Siempre dormía así, con la luz prendida y el aparato a todo volumen, formando una esfera siniestra de intranquilidad.

Subsistíamos como dos horizontalidades mudas. Dirigí la mirada al techo y mi cuerpo se diluía en la luz permanente, como la antorcha de un atalaya, esperando a que el ejército apareciera para atacar. Me imaginé una montaña de lirios alrededor de mi cuello y la ansiedad hizo que bebiera agua. EL líquido se agolpaba y caía sobre el cuello. Finalmente, los ojos, volvieron a cerrarse.

La operación se repitió muchas veces, como un columpio desquiciado, hasta que la luz del día triunfó sobre la del cuarto. Separé las piernas, una mirando a la luz natural y la otra al opio amarillo.

-Me voy. – Fueron las primeras palabras en horas.
-Muy bien- respondió la voz, sin oponer resistencia.

El domingo amaneció radiante. Me hice de lo necesario y comencé a andar del dormitorio al living, a la puerta, a la calle. Se escuchaban las campanas de la iglesia que estaba cerca del apartamento, convocando la celebración. Me tapé los oídos y dejé atrás el barullo de mi vida anterior. Las piernas ahora eran libres para iniciar un nuevo acto.