El canto de los pájaros en el bosque y la luz de la madrugada que se filtraba por la ventana la despertaron cerca de las seis, antes de lo previsto. La suya era una habitación de espacios abiertos y el baño al que se dirigió solo estaba separado de ella por una pared que hace las veces de cabecera de la cama de un lado y un placard del otro.
Hizo sus ejercicios de rutina: estiramientos, respiración en posición de loto, respiración alterna para intentar paz y desintoxicar el cuerpo y, por último, savasana, la posición del muerto: y logró al fin impedirse pensar, dejarse ser un cuerpo adherido al piso. Todo con el mayor sigilo, cuidándose de no despertarlo a él. El hecho de que ella hubiera amanecido tan temprano —circunstancia poco habitual— quizá fuera un buen indicio, presagio de día largo.
Lourdes tiene constantes cambios de humor, un don que le fue dado. La vida es intensamente buena, tanto como mala. Depende del día. Siempre se levanta con el pie derecho, y también lo hace al comenzar a caminar ¿acaso todas las personas lo hacen de ese modo? Pero, a veces, pareciera que fuera con el izquierdo. Ayer fue un día muy malo. Lloró hasta hacer subir la marea, casi de tarde; acostada, desde su cama sentía que el mar picante a causa de sus lágrimas casi le tocaba los pies de uñas engrosadas. Pero la marea sube y siempre baja. En el mismo baño ventilado por grandes ventanales, ayer caminó delirante y sin cesar entre sollozos. Se miró al espejo, y se vio niña o fantasma, se sentó para intentar calmarse el dolor con inhalaciones profundas, volvió a levantarse, caminó, lo llamó a Víctor por teléfono para que su voz contenedora la arrullara como siempre. El azul vibrante del fin de la tarde la ensombrecía desde el vidrio por detrás de los pinos. Es tan difícil dominar el arte de vivir, pensó, en su remolino de cansancio y desesperación.
De noche llegó él y como otras veces la bañó y —también— le lavó con amor de madre la cabeza: hebra por hebra, idea por idea, hasta retornarla casi a sí misma. Cuando se conocieron, a pesar de su figura magra y su piel blanquecina, ella era una mujer fuerte. Pero algún día las cosas cambiaron y ninguno de los dos supo descifrar jamás por qué.
No cenaron. Se recostaron en la cama, con el agotamiento de uno en el cuerpo del otro: de un lado la acritud del día, del otro el peso de varias vidas. Fusionándose como tantas veces en el abrazo que ya no se ensaya ni prevé, es acto reflejo.
Creyó que sonaría el despertador de él, pero no, y fue justo luego de que terminara de guardar prolijamente la ropa, la suya más ordenada que de costumbre y con mayor cuidado aún la de él, estante por estante, cajón por cajón (aunque ella no lo sepa, siempre luego de las tempestades llega el ritual del orden): meticulosa, sabiendo que las camisas, la mayoría celestes, van colgadas con solo los dos botones superiores abrochados. Por último, calculando que faltaría un cuarto de hora para que él despertara, bajó silenciosa las escaleras y cortó unas hortensias lilas del jardín y las puso en un frasco limpio de mermeladas. Acomodó el florero silvestre en una bandeja y sumó una taza de café recién preparado más algunas tostadas.
La casa de playa suele ser un baño de tranquilidad. Pasan allí algunas temporadas, él sale a pescar, ella cocina. Un mecanismo de reloj en el que cada uno tiene su tarea asignada. Los médanos, al final de la estancia, le dan cierta intimidad, y detrás el mar, con su temple de dios. También hay pinos, enormes guardianes de una larguísima vida en común.
A menudo ella se pregunta ¿para qué vivimos, por quién, para quién? Son preguntas retóricas que se dicen sin mover los labios, en el mutismo de los atormentados. Pero hoy no, es un día majestuoso. Es el año nuevo chino y comienza la era de la rata. Lourdes repara en el detalle y siente que este tiene que ser el año de Víctor, rata de agua. Ella es búfalo, va desde el inicio de los tiempos detrás del primer animal del zodíaco oriental, aunque haya sido él (la rata) quien se subió al lomo del búfalo (ella) para llegar primero a Buda.
Suena el despertador. Al fin, dice en voz alta, y comienza su ascenso por las escaleras. Es persistente el sonido del móvil, como un llamado que se espera. Son casi las siete. Al llegar al descanso, Lourdes piensa con una sonrisa en qué sueño andará navegando Víctor para no lograr salir de él. Él oye un disparo. Lo siente. Siente la bala que la propia mano dirigió a su corazón. El ruido de la alarma no cesa y es ella quien, luego de apoyar la bandeja sobre la cama, por primera vez la apaga.