El silencio es amo y señor en este día. Como ayer, como seguramente mañana. Deberían escucharse las bocinas, los autos que van y vienen, ruidos, gritos, ladridos, la actividad de cada jornada. No se escucha ni a la vecina chusmeta, que mientras barre la vereda, pasa el parte de las aventuras amorosas del muchacho pintún, que vive en la casa de al lado, al resto de comadronas de la cuadra. Todo es silencio. Silencio, silencio, silencio. Y no es que este silencio se corte con cuchillo, como suele decirse, sino que pesa cinco toneladas y cae pesadamente sobre cada uno de los habitantes de la ciudad. Es el miedo que provoca que las personas no salgan de sus casas por el contagio. Es miedo del miedo. Para otros, es la responsabilidad ciudadana ante la pandemia. Se trata de un virus que invadió el planeta y que no deja un rincón sano. El virus no se ve, pero contagia, enferma y mata. Los medios de comunicación no hablan de otra cosa. Lo llaman el enemigo invisible, o silencioso. Es relativo. Sus consecuencias están a la vista. Hay ciudades donde los muertos están en las calles, apilados. En otros lugares, los depositan en pistas de patinaje de hielo, para aprovechar la temperatura bajo cero. Son verdaderos freezzer del tamaño de un gimnasio. En otros, los ataúdes están en fila, apilados, como fichas de dominó, en una sucesión que, por lo menos, se ve macabra. Los programas de radio, televisión y la prensa, hacen listas de libros y películas dedicadas a pandemias y pestes de todo tipo y color. Como consecuencia, las ventas de esos libros y el de esas películas se dispararon. Canciones sobre pestes, filósofos, historiadores, pitonisas, curas y curanderos, tarotistas, psicólogos de primera y de cuarta, hablan del tema. Estamos tapados de números, de estadísticas y proyecciones de contagiados, muertos y curados. Las palabras de los estadísticos, curvas y mesetas, se integraron al habla del barrio. Los técnicos se pelean a ver quién hace el mejor cálculo, mientras la gente se enferma, simplemente, por apoyar su mano en el mostrador de un almacén, una ferretería o una panadería. Es imposible escaparle. Todos acorralados. La catástrofe alimenta la catástrofe. El marketing de este tiempo es el que tiene que ver con el virus que llegó sin que lo llamen y que, seguramente se irá sin que lo echen.
Solo salgo a comprar agua. El calor de este otoño que parece verano, me hace consumir mucho más de lo que podría imaginar. Estar en casa, encerrado, hace perder las rutinas y los hábitos. No existe el reloj ni el almanaque. Estoy todo el día sentado, leyendo o mirando televisión sin culpa. O duermo más de la cuenta. Estoy bien aprovisionado de alimentos, por lo que seguramente como mucho más y mi actividad física se reduce a diez minutos diarios de bicicleta fija, porque, en realidad, no tengo constancia y me aburro fácilmente. La balanza, a la que no quiero ver ni cerca, lo reflejará en pocos días. Hay quienes se quejan y dicen que es como estar preso. Se equivocan. Este aislamiento es una limitación al movimiento y estamos encerrados, pero a no perder de vista que estar preso es mucho peor, pese a que en estos días muchos utilicen la metáfora para describir la situación. Piensen en las cárceles que, en este país, como en tantos otros, son un infierno. Estar en el lugar en el que vivimos no es estar preso. Aunque no soy tan necio y es verdad que para muchos, sus casas son un verdadero calvario. Eso es otro tema. No comentaré aquí la absurda comparación de aquellos que, como premio consuelo, indican con suficiencia, que “antes de criticar la cuarentena, acuérdense de Anna Frank”. ¿Qué tendrá que ver? “Que todos fueron encierros”, me dicen. Hay que comparar situaciones y contextos. Lo de la niña judía fue un acto de heroísmo en otra circunstancia límite, escapando del delirio nazi. Si quieren usar argumentos inconsistentes, piensen pues en el mago Houdini y sus actos de escapismo. Cuando se lo encerraba en una caja, atado, encadenado, seguramente estaba más incómodo que nosotros. Ese sí que estaba preso, inmóvil, incómodo, prisionero y cautivo. Así que con las lecciones, a otra ventanilla. Si es preocupante no salir a trabajar. Yo estoy sin ir al taller, no tengo ingresos. De a poco, voy consumiendo mis ahorros, que por suerte los tengo. Pero hay muchos que no. Eso si es jodido.
En todo este tiempo -tres semanas- no es tanto, aunque parezcan eternas. Hay que pensar que se dice que esto puede llevar cinco meses. Así que mejor no llevar la cuenta. He arreglado tres veces la casa en general y dos, la biblioteca en particular. Me di cuenta que me faltan libros que he prestado y no sé a quién. Eso me fastidia. No me gusta prestar los libros porque no me los devuelven. Uno de mis tesoros es mi biblioteca, sin embargo, algunos de mis preferidos no están. ¿Quién o quiénes serán los ingratos que no devolvieron lo que no es suyo?
Me aburro con facilidad, no logro concentrarme, esa es la verdad. Picoteo actividades, trato siempre de estar ocupado, pero no soy organizado. Nunca lo fui, menos ahora de viejo. Quizás, si viviera con otra persona que fuera todo lo contrario que yo, sería más fácil, pero la realidad es la que es. Y es mal momento para salir a buscar compañía, aunque sea ocasional.
Reviso varias veces los viejos videos VHS que tengo guardados en una caja, arriba del ropero, que jamás abrí desde que me mudé a esta casa. Muchos son películas de aquella época del furor de los clubes de videos, pero otros tiene grabadas viejas filmaciones familiares. Tuve momentos muy felices en familia y recorrerlos a través de las imágenes hace bien, aunque sepa que, como toda nostalgia, es algo que no se repite y mucho menos volverán. Están también algunos sobres llenos de fotos. No faltan las clásicas, las de los primeros cumpleaños y varias en el primer día de clase de varios años. Se nota que mis padres estaban orgullosos de verme prolijo con túnica y moña. Era el único día que me veían así. Después pasaba a ser el facineroso. También están las fotos con amigos del liceo y algunas salidas a parques. ¡Acá el primer viaje solo, a Buenos Aires! Era en la época de la plata dulce. Gastábamos sin miramientos en aquella época. Nunca viajé tanto a Argentina como entonces: con los amigos del barrio, con el club de fútbol, con mi novia de aquel momento, con mis padres, y varias veces solo. Cualquier pretexto servía para cruzar el charco. Nos sentíamos Rey Midas. Aunque claro, el revolcón vino enseguida y estalló a la economía de los países, pero eso es otra historia.
Entre las fotos aparece una de cuando yo tendría ocho o nueve años, en un parque que no recuerdo dónde sería. Estoy con el pelo rubio, bien rubio y lacio. Nada que ver con las canas y la calvicie que viene a los gritos a instalarse definitivamente. Miro fijamente la foto y veo, con una cándida sonrisa, un panadero que sostengo en mi mano. Los panaderos, esa suerte de estrella blanca, flor voladora que el viento obliga a viajar quién sabe cuántas distancias. Los panaderos casi siempre corridos de atrás por niños que los cazaban, como si fuesen pájaros o mariposas. De grande me enteré que esa flor, pertenece a una planta silvestre, de las que llamamos yuyos, casi que despectivamente. Su nombre es Diente de león, una planta de flores amarillas, un amarillo muy fuerte. Esa flor se transforma en una esfera blanca, que en el corazón de esa melena como rayos, tiene la semilla, a la que inocentemente de niños llamamos el pan, o el pancito. Esas flores blancas son las que, como si fueran paracaídas, viajan y viajan, a veces empujadas por el viento, otras por los soplidos y resoplidos de los niños que las corren de atrás.
Con la foto en la mano me pienso en aquellas corridas de infancia, cazando panaderos. Por momentos había cientos en el barrio. En otros, era un triunfo alcanzar al solitario que aparecía cada tanto y sacarle la semilla, como si fuera un trofeo. Miraba fijo, en la foto, el panadero que, de niño, tenía en la mano, hasta que un ruido en el ventanal de la sala interrumpe la hipnótica concentración. Voy, nervioso, sin tener claro el origen del estruendo. Mi sorpresa es tal, que en la ventana, un panadero del tamaño de un automóvil golpea los vidrios. El viento empuja y empuja, mientras la ventana cerrada impide su paso. Abro el ventanal, como primera reacción, porque los vidrios comienzan a resquebrajarse. Esto permite que la flor entre a la sala con fuerza. Con algunas de sus puntas, tira un par de estantes de libros y parte la lámpara de pie que está al lado del sillón. Me hago a un costado, con un salto insólito, motivado más por el miedo que por mi dudosa agilidad. Cierro el ventanal como puedo y la corriente de aire cesa, por lo que el panadero detiene su marcha, y se apoya en el piso, lentamente, porque nunca los movimientos de los panaderos son bruscos, salvo en medio de un temporal. Pero no es el caso. Mis ojos no dan crédito lo que sucede y respiro agitado. Observo con detenimiento, sin acercarme y descubro la semilla, ubicada en el centro de la inmensa bola de pelos. El pancito, como le decíamos de niño, es un objeto de unos treinta kilos. Parece un tanque de doscientos litros. Me meto entre el laberinto de cintas blancas y como puedo, saco el pan. Pesa más de treinta kilos. Más agitado todavía, voy al galpón de las herramientas y con un hacha lo parto en cuatro y lo dejo a un costado. Con la tijera de podar corto toda la cabellera blanca y armo unos improvisados fardos de pelos, y los quemo en la parrilla del fondo. El olor de los pétalos quemados es amargo y muy penetrante. No se parece a nada. Inoportuno, suena el teléfono. Atiendo y es la vecina chusmeta que al ver el humo, quería saber si pasaba algo, que si estaba todo bien. Le contesto que si, que se quede tranquila, que sólo quemo basura. Cuando se extinguió toda aquella basura me dedico a estudiar la semilla. Se trata de un pan con una consistencia interesante y muy sabrosa. Parece anís, pero un anís gigante y rico. Un sabor neutro, pero agradable. Vuelvo a trozar los pedazos y lleno la despensa de reservas de ese pan, caído del cielo. Lo pruebo y me hace mucho bien. Inmediatamente me siento más vigoroso, con ganas. Hasta diría alegre y feliz. Puedo decir que comer esta semilla me hace estar más decidido y con un entusiasmo que no conocía. Así perfectamente puedo encarar esta y mil cuarentenas. Tengo ganas de hacer ejercicio, me siento feliz. Siento que vuelvo a la adolescencia y que tengo toda una vida por delante.