![Foto artículo Marchese](http://delicatessen.uy/wp-content/uploads/2020/04/marchese.jpg)
Cuando en la década del 40 una epidemia de poliomielitis sacudió al país, mi madre, séptima hija de una familia de estancieros de Paysandú, sufrió el contagio.
En la ambulancia que acude a llevarla al Hospital de Salto subió también mi abuela, y a causa de los baches en aquellos caminos de tierra, se abrió la puerta y abrazó a mi madre cuando fueron a parar a los caminos.
En la sala de infectados había varios niños atacados por aquella poliomielitis que te encorvaba como a un embrión. Quedó ciega, y hubieron de atarla a la cama para que no quedara encorvada para siempre si por milagro se recuperaba.
Seis meses pasó mi abuela al costado de la cama de su hija rezando, y por la convicción de sus palabras, o por los motivos que el lector quiera, llegó la ayuda de una manera que les contaré a continuación.
Quiso el Destino que un hermano de mi abuelo, llamado Alberto Devincenzi, fuera Jefe de PLUNA en Salto. Le prometió a mi abuela que hallaría un remedio para mi madre. Viajó a algún lugar de la Amazonia y trajo dieciséis preparados a base de sangre y acaso algo más, y se los dio a mi abuela, que le dio a tomar a su hija y luego distribuyó los otros quince.
No todos tomaron, y en especial, no lo tomó el hijo del Médico Jefe de aquel lugar, pues, argumentó, “antes que padre, soy médico”. Quienes lo tomaron, sanaron.
La sanación incluía un proceso de recuperación de los músculos, y entonces mi madre debió viajar a Montevideo, en donde cierto doctor era un maestro en esas artes. La terapéutica incluía introducir las piernas de mi madre en una suerte de barril lleno de luces calientes y luego aplicarle masajes. Mi madre recuperó la vista y durante años caminó ayudada por unos fierros, y luego caminó, aunque la enfermedad dejó secuelas.
Terminado el tratamiento en Montevideo vuelve a Salto a mitad de año. Está sentada en la última hilera de una fila con el profesor enfrente que pasa la lista hasta que llega a su nombre, María Eugenia Devincenzi, y cuando responde, le pregunta qué era de Mario Devincenzi y Ema Montero, y dice que es su hija, con lo que el profesor sale corriendo para burla de toda la clase. El bedel la lleva a la dirección, donde el profesor le cuenta, llorando y antes de abrazarla, que él fue el Médico Jefe de aquel Hospital de Salto.
Tiempo después viene a vivir definitivamente a Montevideo, y en lo alto de la escalinata del IAVA, ve que algunos ayudan a subir a un estudiante en silla de ruedas que resultó ser el hijo de aquel Médico Jefe.
Cierta vez, una persona muy inteligente, o algo más importante que atesora a la inteligencia, una persona muy sensible, me hizo ver una virtud de mi madre que no había apreciado. Me dijo, “tu madre es muy gauchita”, y de esa manera cayó un velo, o si querés, dos escamas de mis ojos, pues mi madre, y eso lo revelaría con creces, estaba y está dotada de una increíble fuerza de voluntad y un envidiable anhelo de vivir.
Una vez mi padre me confesó que le gustaba mi fuerza de voluntad, y que con la fuerza de la voluntad uno lograría todo lo que se propusiera. Estoy muy agradecido con mi padre por eso, pues de niño, no aprendí a leer en la escuela y de hecho, cuando hablaba, no lograba hacerme entender. A pura fuerza de voluntad me impuse a esos problemas y a otros, aunque siga luchando con varios monstruos reales o imaginarios. Tal vez heredé esa fuerza de voluntad de mi padre, pero con certeza, la heredé de mi madre, que enfrentó todo lo que hubo de enfrentar, años de ceguera, años de parálisis o de caminar gracias a fierros, hasta que venció y tuvo cinco hijos y los crió, en cierto sentido, o a partir de cierto momento, sola.
Pienso ahora en ese tío de mi madre, el hombre que viajó a la Amazonia por aquella cura y me pregunto qué pensaría de los aborígenes, cómo se le ocurrió ir en su ayuda, cuál era su mundo de ideas, pero sea como fuere, era un hombre que se había animado a pensar con su cabeza y siempre estaré agradecido con él. Sé que tuvo dos hijos antes de morir, y ahora quiero encontrarlos.
También le debo la vida a que mi padre y mi madre se encontraran, y es muy curioso, pues la vida de todos nosotros no sería lo que es, o no sería nada, si no se hubieran dado una suma de circunstancias cuya armonía secreta desconocemos.
La vida, por momentos, no merece la pena de ser vivida, y por momentos, se desnuda ante nosotros en toda su maravilla.
Mi abuelo le decía a mi madre cuando luchaba por caminar “agarrá esa flor, olela, admirala, esa maravilla te fue regalada. No pienses en lo que no tienes, o en lo que no tienes todavía, piensa en todo lo que se te ha regalado”, pues aquel abuelo hablaba con palabras de sabiduría.
Me despido de ti, pero debo agradecer a alguien más, el doctor que le hizo la fisioterapia a mi madre y en especial, a aquellos aborígenes de la Amazonia, que sin esperar nada a cambio, ayudaron a dieciséis niños desconocidos de una tierra acaso desconocida. Sin esos aborígenes, no sólo mis hermanos y mi madre y yo no estaríamos aquí, tampoco estarían mis hijos, ni estarían estas palabras que en este preciso instante, y para demostrarte que existe un vínculo secreto que nos une, estás leyendo.
Ahora, no sé que harás con ellas y eso, por suerte, no depende de mí. Yo sólo quise que mi madre, aquel tío peregrino, y unos desconocidos aborígenes de la Amazonia, fueran parte de tu vida como han sido parte de la mía