Hace unos cuantos años, a lo alto de una colina de la ciudad en la que vivíamos, le tomé a Delfina una fotografía de vestido rojo, brazos abiertos y ojos cerrados. Para alguien de nuestro tipo, entrenados o nacidos para eso de captar y guardar instantes, aquella fue la expresión pura de la libertad. Un sentimiento descubierto o recobrado a través de mi hija, que es otra forma de vivir con un significado ampliado, construido desde otra mirada. Su cara de felicidad en medio de un viento que casi podía hacerla volar pero al que ella resistía con valor y alegría, me mostró una sensación de júbilo que mantengo intacta.
Un mes y varios días hace que estamos los cuatro en familia resistiendo la prohibición de salir, salvo para lo imprescindible. Imposible saber los aprendizajes que sacaremos cada uno de nosotros de esta historia doméstica en el perímetro de nuestras paredes que experimentamos como testigos y partícipes de la historia más amplia, universal, de este 2020.
En medio de las tragedias tangibles de muchas familias de medio mundo, con pérdidas de seres queridos, contagio y desvelo, desmembramientos y hambre, me deslumbra saber cómo sobrelleva cada niño de nueve años este tiempo. A esa edad todo está por descubrirse, cada día es una travesía de descubrimiento y nuevas habilidades, memoria, como la vida toda, pero con ojos nuevos y ávidos por entender el mundo.
Pienso en la abstinencia de Delfina a salir, en la prohibición de lo más preciado para ella, el colegio y sus amigos. Sus abuelos y primos. Las actividades que marcan la rutina y el ritmo de sus días. Y sus anheladas escapadas de esa misma rutina. Lo que va de un cumpleaños a otro, de una Navidad a la siguiente, en eso de hacerse grande.
Recuerdo también un viaje por otra montaña en la que pidió con insistencia subirse a una enorme hamaca que balconeaba a un precipicio altísimo sobre el cañadón de un río seco por acción de la obsecuencia humana. Su altura de entonces le impedía por solo medio centímetro acceder a esa mole de cemento y gruesos hierros, con todas las medidas de seguridad requeridas, que la harían simbólicamente volar por unos instantes. El encargado de autorizar su acceso consintió la excepción por sus ganas y determinación. El video del momento que grabó su padre sentado al lado suyo la muestra gritando eufórica y sin miedo alguno, y con los pulmones desbocados la palabra libertad.
Desde que supimos de la necesidad del confinamiento, fue ella quien se puso a cargo de la logística familiar improvisando un letrero que pegó en la heladera con tareas asignadas a cada uno como un juego adaptado a la más estricta realidad, como lo demostraban sus movimientos acelerados de ponerse en acción con cara adusta. Y cumplió, cumplimos. Lo que en vacaciones o los sábados era muchas veces moneda corriente, como hacer las camas, barrer, sacar la basura o preparar el desayuno… dejaba de ser una excepción para convertirse en la norma. Y lo poco conveniente o prohibido ya no venía de boca de los padres o maestros, sino de las autoridades que rigen los destinos del país y del mundo.
No llevo un diario o registro exhaustivo de las actividades o humor de cada uno de nosotros en la propia jaula, pero mi mirada se posa en las más chica, y no por privilegio o descrédito de sus habilidades. Al contrario. Será instinto de preservación propio de la especie, de la madre que se esfuerza por dar calor al crío más pequeño, aunque no sepa que es él mismo quien le asegura —con su propio acto de existir— la supervivencia.
En lo que va de este síndrome de Gran Hermano forzado y no elegido, y sin posibilidades de expulsiones, sigo conmovida por los recursos de Delfina para sobrellevar los días. Suele ser la que más temprano se levanta y pregunta qué queremos de desayuno, se va a dormir a las horas que intentamos sigan siendo la de la rutina habitual, incluso en estos tiempos, pero suele salir de la cama al rato diciendo que no puede dormir y cortando el aire nocturno con devaneos existenciales como «siento un gran vacío» o «estoy preocupada por el colegio, no por las notas, no sé bien por qué», que suele completar con un gran abrazo y el «te amo, gracias mami», de rigor. De día, a veces pone música alegre, acto que acompaña con un «vamos, chicos». Somos hoy sus nuevos amigos de juego y de comidas. Del día todo.
Hace unas noches recibí un mensaje de esos pseudo virales en el que se hablaba (de forma anónima), de las ventajas potenciales para los niños en este período y se ponía a la abstención de ir al colegio y rutinas agobiantes muy por debajo de las ganancias que adquirirán los centennials de este experimento impuesto y no deseado: la adquisición de una mayor empatía, apreciación por las pequeñas cosas, gratitud por quienes hacen tareas poco visibles o subvaloradas, mayor conexión con la naturaleza y la familia, entre otros. Creo que a esas ventajas pueden sumarse la de mayor capacidad a la colaboración, a los intereses generales de la tribu, la autonomía y la ágil adaptación a los cambios.
Aún en una familia como la que tuve la fortuna de construir con mi marido, en la que se intenta que la creatividad sea algo de casi todos los días, no hay dudas de que ese valor adquiere más y más sentido con el paso de las semanas. Y, aunque cada uno de nosotros pone de lo suyo para capear el temporal de un tedio en el que los días se suceden unos muy parecidos a los otros, sin demasiadas sorpresas, es Delfina quien aporta los recursos intensos de vitalidad y chispa. Como si nos dijera a todos: sean niños, que es más divertido y mucho menos dramático.
El año pasado en el colegio, aprendió sobre Ana Frank y quedó por meses maravillada con la historia de esa niña. Claramente no estamos en guerra, ni atravesando en Uruguay las restricciones de una dictadura u otras pesadillas de ese calibre, pero sí bajo las garras de un enemigo invisible demasiado letal y traicionero, que trae consigo muchas contingencias actuales y futuras que lo asemejan a esas otras tragedias.
Vuelvo al primer párrafo para intentar imaginar cómo será la noción de la libertad para aquellos que recordarán un año de sus infancias como el de la prohibición casi global de salir de sus casas, ir al colegio, jugar y abrazar a sus amigos, pelearse, y hasta la contraorden de los adultos acerca de las pantallas: de ser el peor hábito, a que ahora deban usarlas para mantenerse conectados y saber usarlas mejor que nunca, súbitamente, para estudiar y seguir con sus incipientes relaciones sociales. Las cosas cambiaron demasiado rápido para todos. Cómo interpretará el aparato psíquico de un niño estas circunstancias y de qué forma influirá en sus vidas. Quizá nadie pueda en realidad responderlo, ni siquiera los especialistas. Aunque, claro, tal vez también esta pregunta venga de la desconfianza de nuestro propio anquilosamiento de adultos, y Delfina y los niños de su generación estén llevando, muy a su pesar y de un día para otro, con mucha elasticidad un universo maravilloso de posibilidades para que el futuro sea para ellos más claro, más limpio y esté lleno de aptitudes que valen más que aquellas en las que nosotros mismos fuimos educados. Que así sea.
Carolina Zamudio (Corrientes, Argentina- 1973) es poeta y ensayista. Magíster en Comunicación Institucional y Asuntos Públicos y periodista. Creó la Fundación Esteros. Colaboradora habitual de Delicatessen.uy