Además de la gente, la esencia de Galicia se puede percibir en un sinfín de situaciones. Claro que sí. El modernismo parece no haber afectado las fiestas tanto paganas como religiosas, las celebraciones comarcales, parroquiales. Las romerías no decrecen en absoluto sino que se intensifican. Las costumbres de los pueblos, de la gente, su forma de ser, de hablar, de actuar.
A pocos cientos de metros de distancia, desde mi casa de la Avenida Rosalía de Castro se oían las campanadas del reloj de “la torre de la Berenguela”, a veces… según de donde soplara el viento. Pero desde la tienda de boinas y sombreros de la Rúa del Villar, a poco más de cien metros de la Catedral sería imposible no oírlas todas. Una de sonido más suave anunciando el cuarto de hora, dos avisando la media, tres correspondientes a los tres cuartos y cuatro campanadas indicando la hora.
Eran las doce del medio día y vibré con esas dieciséis campanadas que sentí en todo mi cuerpo y mi mente se encargó de trasladarme por un momento otra vez a mis tiempos despreocupados y felices. Como si ese reloj se hubiese detenido… ¡por treinta y cuatro años! Y de pronto volvía a cobrar vida. Esa fue mi sensación. El tañido melancólico de las campanas, abrazado a un profundo silencio, “me ubicaron” en la realidad del momento y me sentí raro… Felizmente raro.
Tal vez entraría a esa tienda de la Rúa del Villar frente al cine Yago en cualquier otro momento, pero mi padre me había encargado que le llevara una boina y allí concurrí cuanto antes. Recordé entonces mi pasaje por delante de ese comercio cuando era niño, docenas, cientos de veces. Cuando mi padre me mandaba a la relojería de Mayer a buscar un repuesto para reloj, si tenía en mis bolsillos una moneda de perra o patacón, seguía por debajo de los soportales si llovía, lo cual ocurría con frecuencia, hasta la tienda de boinas y continuaba por el ancho callejón de corto trayecto cuesta abajo y a pocos metros, frente a Correos, en el comienzo de la calle de La Raiña, me metía en una de las dos tiendas de alquiler de revistas y allí gastaba la pequeña fortuna. Para que no se notara mucho mi falta, tenía que leer rápidamente… “El caballero del antifaz”… “Roberto y Pedrín”… “El llanero solitario”… y salir corriendo hacia nuestro taller de relojería para seguir desempeñando la función de ayudante de todo servicio. Esas monedas, necesarias para satisfacer el “vicio” de la lectura, las conseguía generalmente con mi tía Margarita. Cada canasto bien repleto de bellotas, que juntaba en la carballeira de Santa Susana, que servía para alimento de los cerdos que criaba, me lo valoraba nada menos que en un real. En Santiago, en tiempos de mi infancia, me habilitaba el bolsillo con algunas monedas, tiempo después en Montevideo, mientras vivimos las dos familias juntas, la de la tía Margarita y la nuestra, en la misma casa, ella me preparaba la vianda diaria para mi almuerzo en la fábrica Cooper donde yo trabajaba.
El aspecto de la tienda era el mismo de hacía más de tres décadas, escaparates bien presentados, puerta de madera y cristales, mostrador de madera, estantes repletos de cajas de cartón que contenían boinas y sombreros de variado tipo. Nada había cambiado. Se respiraba antigüedad en ese lugar. Tal vez debido a la rutina, era bastante parco el hombre que me atendió, unos años menor que yo y también poco expresiva su cara, más se parecía a un personaje de película muda que a un vendedor. Llegué a pensar que con esa parsimonia sería difícil tener éxito como vendedor de libros. Aunque eso sí, muy conocedor de las bondades de sus productos, breve lección que sabría de memoria, seguramente. Al menos dominaba uno de los aspectos fundamentales para ser un buen vendedor. “Este debe haber nacido allá por la década de 1950, es probable que no le haya tocado vivir la miseria que nos tocó a otros”, pensé otra vez y seguí con mis elucubraciones. “Su vivienda debe estar en los pisos superiores, probablemente tenga escasa comunicación con el mundo exterior”… “Vivir aquí, en este lugar y nada menos que en la Rúa del Villar a pocos metros de la Catedral de Santiago de Compostela, escuchando permanentemente las campanadas del reloj de ‘La Berenguela’… ¡Qué sublime!” “¡Ah!… pero, reflexiona un momento… -me dije- tú que tanto añoras y adoras tu tierra, ¿desearías vivir en una jaula de oro como esta?” “¿Crees que podrías resistir el proceso de readaptación?” “¿Cuánto te podría llegar a durar el encanto?” “¿Y tu otro amor?”
La señora que apareció por la puerta interior que comunicaba con la escalera que conducía al piso superior, me sacó del letargo. A partir de ese momento me sentí otra vez transportado en el tiempo. Nada más me faltaba mirarme en el espejo y verme de pantalones cortos y tirantes. No había ninguna diferencia en su vestimenta, ni en la forma de expresión pausada, retraída, que tenían las mujeres de cierta edad que habitaban en mi pueblo cuando yo era un niño.
Acontecimientos como el recién comentado, las caminatas por el casco histórico, las visitas a la Catedral, los paseos por La Alameda y La Herradura, me transportaban de continuo al pasado, al “paraíso abandonado”, el pueblo que había dejado. Sí, al pueblo, Santiago de Compostela era más pueblo que ciudad en aquel entonces, el cambio en los lugares mencionados era poco apreciable, a parte del notorio progreso general que se percibía, lo cual “sentaba” muy bien. En cambio en los campos de Ramírez, “el ensanche”, allí sí que se manifestaba el modernismo, el movimiento de una ciudad capital, sobria, pequeña sí, pero dinámica.
En mis primeros regresos, por momentos envidiaba a algunos transeúntes con los cuales me cruzaba al caminar por la zona comercial de la parte nueva de la ciudad. “No son de aquí, ¡y viven en mi lugar! y tal vez ni siquiera lo valoren. ¡Yo sí que debería estar aquí!” Por momentos mi pensamiento me inducía a ensañarme con cualquiera que estuviera al alcance de mi vista. Un día me quedé observando durante varios minutos a un barrendero. Sí, un simple trabajador municipal y su rutinaria actividad. “Seguramente ese funcionario no es de aquí y ni siquiera se da cuenta ni valora el monumento de ciudad donde le toca vivir. ¡Qué desperdicio!” A veces hacía algún comentario al respecto con mi tía Pilar y ella me alentaba diciéndome: “Venid todas las veces que queráis, aquí tenéis vuestra casa, ya sabes que este piso estará siempre disponible para vosotros.”
Es que no se trataba de “todas las veces que quisiera”, mi mente jugaba, fantaseaba con algo más ambicioso… ¡y definitivo! A veces me atacaba la pasión de volver para siempre, ¡aunque tuviera que trabajar de barrendero o de cualquier otra cosa! Eso era lo que menos importaba. Así pensaba por momentos, hasta que en uno de mis regresos logré estar nada menos que tres semanas, sí, tres semanas. “¿Por qué no podré estar dos o tres meses, como otros?… ¡Cuándo me jubile!… ¿Y eso cuándo será?… Es más, ¿será algún día?” Además de Elsa, como siempre, y de vez en cuando alguno de nuestros hijos, una vez nos acompañaron los tres. Sí, “el sueño de todo emigrante”, el de volver con toda la familia a su tierra, ¡al menos lo cumplí una vez! Entonces, hablamos todos, opinamos, evaluamos y sencillamente reflexioné y aún sabiendo que podía ser más posible que mi “intento” anterior en 1983 después de la gran crisis, por fin, digamos que resignado, me llamé a la realidad.
Del libro “Desde el otro lado del mar. Los regresos del emigrante” (Losa Editorial, Montevideo, 2013)