Escribir sobre volar | Joaquín DHoldán

Grabado de Goya
De la serie Los Disparates – Francisco de Goya dibujados entre 1815-1816

Aburrimiento. Eso es trabajar en esta oficina. Sentir las ocho horas, un aburrimiento absoluto. Sellar expedientes. Registrar datos. Trabajar para el estado. Un aburrimiento de mierda. Ni siquiera sufro el estrés de un posible despido. Debería asesinar al jefe para que me echaran. Si quiero salir, pido un día de asuntos propios. Si me enfermo, una baja por enfermedad. Tengo dos pequeñas vacaciones, dos pagas extras. Una rutina estable que apenas se interrumpió hace unos años con la instalación de computadoras y el trabajo que supuso digitalizar cada expediente. Una verdadera boludez. Un pasillo en un edificio céntrico. Los mediodías subo a la terraza y fumo mirando la ciudad. Me siento bien. A veces me encerraba en el baño a llorar o a masturbarme. Hace años teníamos sexo con una de las limpiadoras, hasta que envejecí o ella envejeció, no recuerdo ni su nombre. Una vez, nos desnudamos por completo, ahí en el baño y estaba toda llena de hematomas, supongo que el marido le pegaba, no supe qué decir. Es el aburrimiento, nunca sé qué decir, perdí toda capacidad de reacción. Me aburro en la oficina y fuera de ella. Tengo una novia desde antes de ser funcionario público. Nos casamos y tuvimos dos hijas. Nos separamos. Y todo eso me pasó por encima, sin haber encontrado las palabras adecuadas. Por eso intenté romper la rutina en el taller literario de Mario Levrero. Una compañera me lo recomendó, un tipo curioso. Muy admirado por sus alumnos. Comencé a leer algunas de sus cosas. Era muy interesante, mucho más que en vivo. En persona era el tipo más sencillo del mundo. Me parecía que tenía doble personalidad. Fui a su taller un año y me acostumbré a escribir. Ni poesía, ni novelas, ni cuentos. Eran pequeños textos. Algunos con sentido, otros divagues. Los lunes de noche iba a un bar donde se hacían ciclos de lectura en vivo. Iban autores muy reconocidos. Mario Delgado Aparaín, Jorge Meretta, Marosa Di Giorgio, y luego nos dejaban leer nuestras cosas. A veces creo que no me suicidé gracias a esos encuentros.

Cuando murió Levrero sus alumnos nos dispersamos como una manada sin pastor. Algunos siguieron en contacto, yo seguí con mi trabajo, o sea, volví al lugar del que nunca me fui. Me preocupaba un poco el tema del alcohol, porque estaba tomando más de la cuenta, sobre todo de noche; casi a diario me iba a dormir borracho y por, algún tema metabólico milagroso, jamás me levantaba con resaca. Entonces, a la vuelta de las vacaciones, luego de un cambio de gobierno que generó un cambio en la directiva, decidieron renovar la oficina y nos trasladaron a un edificio cercano, con más luz y un pequeño despacho para cada uno. En cada espacio había una estantería, una silla muy cómoda, un escritorio moderno y, sobre el mismo, una buena computadora personal con acceso a Internet. A veces creo que no soy alcohólico gracias a eso.

Cada mañana abría un portal de noticias y me ponía al día, miraba los deportes y el tiempo; se acabó lo de mendigar el periódico al jefe por la tarde para llevarlo a casa, ya no había ratos libres. Ante cada noticia, los usuarios registrados podíamos comentar, había foros de discusión, se podían adivinar las distintas personalidades. El mío era un perfil ambiguo, se podía pensar que era una mujer mayor, pero era claro que era un disfraz. Entre expediente y expediente, leía artículos, y continuamente escuchaba música. Incluso pasaba allí las horas de descanso y, por si fuera poco, un día la gente del portal habilitó una sección de blogs. Una forma de publicar gratis, continua, pública. Sin censuras de calidad o estilo. Esperé un tiempo y me abrí uno. Le puse de nombre Instrucciones. Al principio copié (con sus correspondientes citas) unos textos ajenos (Instrucciones para abrir un paquete de jabón en polvo, de Alejandro Dolina, Instrucciones para subir una escalera, para llorar, para dar cuerda a un reloj, de Julio Cortázar) y luego algunos propios inspirados en esos. Instrucciones para tomar mate, “Instrucciones para ser feliz” escribí con ironía. Instrucciones para no emborracharse, algo más autobiográfico. Instrucciones para escribir instrucciones, un juego poético- borgiano, según creía.

Pasados unos meses, me aburrió. No tanto escribir, o ver mi pequeño contador de visitas moverse, sino la total indiferencia de los lectores. La gente participaba de forma masiva de la discusión estéril de cualquier foro, o de una noticia absurda de fútbol, un tipo de Nacional y otro de Peñarol eran capaces de sostener un debate eterno sobre cualquier idiotez, pero rara vez encontraba algún comentario en mi blog. Un par de visitas a la semana. Y el resto, la más absoluta indiferencia. Decidí dejarlo, pero tenía un artículo ya escrito que ante la posibilidad de perderlo, preferí publicar. Eran las Instrucciones para volar.

Lo publiqué una tarde. Un viernes. El lunes, luego de leer las noticias, miré el blog; el contador de visitas se había estropeado, eso, o durante el fin de semana había tenido más visitas que en el resto del tiempo. Pero lo más curioso fue que en la bandeja de entrada de mi casilla de correos (para registrar el blog tenías que poner tu dirección de e-mail), tenía un correo que decía algo así:

«Yo también creo que puedo volar. Le pido que me explique mejor cómo hacerlo. Desde ya, muchas gracias. Álvaro».
Me dio gracia, pensé que era una broma, pero al menos por vez primera alguien me comentaba algo.
Sin embargo, cada semana recibía un e-mail del estilo.
«Por favor, ayúdeme a volar».
«Si sabe cómo, debería compartirlo».
«Gracias a Dios. Creí que me estaba volviendo loca».

Debo decir a mi favor que, además del silencio, en los primeros correos fui muy sincero. «Se trata de un cuento de ficción en homenaje a Cortázar». «Es una broma». «Es una metáfora sobre los sueños». «Por favor, léalo bien, es muy claro, se trata de un texto de ficción». «Todo lo que sé sobre el tema está dicho allí». Ya no sabía qué más poner. Por un tiempo decidí volver a ignorarlos. Y cuando casi tenía olvidado el tema, aparecía otro remitente:
«Mi nombre es Carlos. Me ha dejado fascinado su texto sobre volar. Quiero darle las gracias».
Caí en la trampa de ver un elogio literario.
«Muchas gracias, Carlos. A tus órdenes».

Entonces, ese mismo día: «Gracias a usted. Por favor, enséñeme a volar. Le juro que no se lo contaré a nadie».
La gente está loca, o muy aburrida, pensé. Es cierto que jamás respondí con esto o cualquier otro insulto despectivo. Lo más audaz que hice fue mentir un poco:

«Claro que es posible volar. Debe usted realizar buenas acciones. Solo si se convierte en una persona extraordinariamente generosa, adquirirá el don».

Supongo que es un buen consejo para los demás. También solía tomar precauciones ante los que no sabía si estaban de broma o no.

«Sé que puedo volar. Lo haré aunque usted no me ayude».«Está bien. Te ayudaré. . Lee bien el texto. Ve a un descampado un día de lluvia y piensa en algo bello»

Es cierto. Esto último se lo copié a Peter Pan. Para colmo de rarezas, nunca, o casi nunca me escribían más de una vez. Sea cual fuere mi respuesta, de ánimo o desánimo, jamás me volvían a escribir. Ni por rabia o decepción, ni para contarme si lo habían logrado. Porque era tan frecuente que habían logrado generarme la duda. ¿Realmente existía un grupo de gente que creía en eso?

Años después, cada tanto tiempo, seguí recibiendo pedidos de instrucciones para volar. Tenía un pequeño texto con consejos adicionales, a veces les enviaba las Instrucciones para ser feliz y les decía que una cosa era consecuencia de la otra. Pensaba a veces en eso cuando comencé a subir de nuevo a la azotea del edificio, una vez que volvimos a la oficina vieja, ahora reciclada, con más luz y menos intimidad. Nunca he vuelto a escribir, ni en el blog, ni en ningún otro sitio. Salvo una vez, que los ex compañeros del taller de Levrero editaron una revista y me pidieron un texto. Les envié Instrucciones para volar, por pereza más que nada. Nunca nadie me habló del texto en la revista, no me dijeron si les había gustado o no.

En unos años he vivido pocos cambios. Algún ascenso con una leve modificación salarial. Voy a ver a Wanders al estadio. Veo vivir a mis hijas. Observo cómo se mueve la ciudad. Mi país es un paisaje.
Hoy por la mañana recibí un correo de un tal Octavio y decía en el asunto «Hombre volador»:
«Buenos días, tardes, o noches. Leí su post acerca de volar y me resultó bastante interesante, a diferencia de otra basura que leí en Internet. Mi papá se va a la Antártida a final de año y me gustaría poder hablarle sobre cómo volar. Él siempre tuvo la sensación y el presentimiento de que puede volar y, por más loco que le suene, yo poseo leves indicios de telequinesis (no espero que me crea). Sé que su publicación tiene más de dieciséis años, solo espero que pueda responderme pronto.
Gracias.»

“Mi papá se va a la Antártida”.
Encendí un cigarrillo en la azotea. El tiempo se congeló. Bajó la temperatura, esos desplomes típicos de nuestra zona, un viento gélido que llega del Río de la Plata, que surcó la Pampa argentina, creado en la Antártida. No pude evitar imaginar a ese hombre allí parado, en esa inmensa nada, en el trozo que le correspondía a nuestro país, investigando algún absurdo como la vida de los pingüinos, un terreno blanco y vacío pero que cobraba sentido por su propia inmensidad. Un científico o un militar que habló con su hijo sobre volar. No tuvo reparos en compartir ese íntimo y loco presentimiento. El frío me estremeció. Por primera vez en mucho tiempo la sensación de aburrimiento pasó a un segundo plano, sentía envidia, mucha envidia. Quería ser aquel hombre, quería ir a la Antártida, quería hablar con mis hijas sobre cosas absurdas que fueran más importantes que la vida cotidiana, quería imaginar que una de ellas tenía telequinesis y que la otra se preocupaba de que aprendiera a volar en sus ratos libres. ¿Cómo era posible que existieran vidas así? ¿En qué momento se había resignado a que la mía fuera esta real nada, esta tierra estéril y fría?

Desde lejos la brasa de mi cigarro era lo único que brillaba, se hizo de noche. Estaba en medio de la oscuridad.
Fue entonces cuando supe que esa sensación tenía dos caminos, podía dedicar el resto de mi vida en querer tener la vida de otros, o podía dejar atrás todo y caminar hacia el sur, hacia ese desierto congelado, con más vida que mi propia casa.