Un niño de la guerra. En Poio Grande, Lugar del Molino, detrás del Monasterio de Poio, se encuentra la casa de la familia Rodiño Buceta, donde el pequeño Manuel vio la luz el 31 de marzo de 1924. A pocos metros, en Poio Pequeno, se encuentra el Museo de Cristóbal Colón. Ya de entrada Manuel nos sorprende con una afirmación… “Según un historiador llamado Sarmiento, Cristóbal Colón era natural de la comarca de Poio. Judío sefaradí, se protegió adoptando otra nacionalidad ante la Reina Isabel la Católica. Bueno… Esa es una de las teorías que se manejan. Algún día se sabrá la verdad. Y la carabela Santa María se fabricó en el área de la ría de Pontevedra, Puente La Barca, río Lérez. La carabela Pinta regresó de su periplo por el Nuevo Mundo a Baiona. Ese es un hecho que se recuerda y conmemora.”
Mi padre, José Rodiño Esperón, nacido en 1898, había emigrado a Estados Unidos siendo muy joven. En plena Primera Guerra Mundial lo quisieron nacionalizar, pero se negó, sabía que en algún momento, como a todos los extranjeros nacionalizados, lo mandarían al frente de batalla. Así que, decidió regresar de inmediato. Un barco lo dejó en Lisboa. Los trenes transportaban pertrechos de guerra y no había lugar para pasajeros. Un poco en algún transporte que lo trasladaba un trecho y otro tanto a pie, con casi veinte años de edad, en 1917 llegó caminando a su pueblo. Formó familia con mi madre María del Pilar Buceta. Es un caso curioso, en Estados Unidos escribía las cartas de los emigrantes analfabetos, entre ellos el novio de María del Pilar. A su regreso a Poio la conoció, se enamoraron y con aquella a quien él le escribía las cartas de su novio, se casó. Y así, de esa unión nacimos mi hermano Ángel y yo.
Ante la convulsión social y el estallido de la Guerra Civil Española, mi padre decidió emigrar a Uruguay donde unos tíos suyos tenían la fábrica de gaseosas Esperón Hermanos. Pensó que lo emplearían enseguida, pero le dieron la espalda. Después de pasar momentos difíciles al fin consiguió emplearse como encargado en un edificio de la Plaza Independencia. Seis meses después nos reclamaba y el 8 de agosto embarcamos todos en Vigo, nuestra madre, mi hermano Ángel con dieciséis años y yo con doce, arribando a Montevideo el 25 de agosto de ese año, mientras en España ya sucedían cosas terribles.
Nos tocó vivir en Pocitos, uno de los tantos barrios lindos de la capital. A los pocos días de llegar ya estaba trabajando como mandadero en el Almacén y Ferretería La Llave, al poco tiempo mejoraba mi salario trabajando en el Almacén Fray Mocho. Pero había que estudiar también. Mi padre, me podía solventar el costo de un buen colegio, así que ingresé en La Sagrada Familia. Cuando tenía quince años comencé a trabajar en el Dique Mauá, de propietarios ingleses y allí se marcó mi rumbo del que jamás me separé. En determinado momento inicié estudios para preparación bancaria, pero no, percibí que mi atracción por la mecánica naval sería mi destino. La actividad del trabajo en los barcos me atraía, en mi mente de niño, mi afán era embarcarme en uno de esos buques de transporte de guerra, para regresar a España.
Era el tiempo de la Segunda Guerra Mundial, mi hermano, que ya tenía preparación de técnica mecánica adquirida en la Escuela Industrial de Pontevedra, y yo, trabajábamos en el Dique día y noche, como operarios, atendiendo el intenso trajín de los barcos de los Aliados que debían ser reparados y abastecidos de inmediato para no perder el convoy de protección que los escoltaba por el Atlántico Sur, donde eran acechados por los submarinos alemanes. Después de mucho trabajar y estudiar por fin, mi hermano con veinticinco de edad que ya se desempeñaba como operario especializado en los Talleres Pellicer, y yo con veintiuno, decidimos instalarnos con taller propio de mecánica de precisión, naval y fábrica de retenes, fundando la empresa Rodiño Hermanos, en la calle Piedras. La fabricación de retenes la iniciamos por encargo de la automotora Ambrois y Compañía con el abastecimiento para dos mil Jeep usados que venían de la segunda guerra y había que acondicionar enseguida. El trabajo era intenso. Nuestra industria fue muy próspera siempre. Nada se importaba, todo o casi, de lo relacionado con la mecánica, se debía fabricar aquí.
Activo hasta los ochenta y cinco años de edad. Alumno fundador de la Escuela Industrial Naval, donde después de cinco años de estudio y trabajo intenso, sin horario ni días libres, propio del tiempo de guerra, a los veiniuno de edad recibió el título de mecánico naval. La empresa de mecánica industrial Rodiño S.A., continúa actualmente a cargo de su hijo Juan Manuel, que se especializó en caucho y tecnología mecánica, para la producción de su industria y su nieto Santiago, ingeniero industrial. Su hija, Marina, se desempeña como escribana. Otro caso atípico de emigrantes gallegos, el de los hermanos Ángel y Manuel Rodiño, que no integraron el rubro de la gastronomía u hostelería. Buscaron su porvenir en el ramo de la industria y mecánica naval.
En la década del ‘60 comenzó mi actividad institucional en la colectividad. Primero apuntalando a mi hermano Ángel, uno de los protagonistas en la formación del Hogar Español de Ancianos, “Buque insignia de la colectividad española en América”, que se fundó en 1964, cuya historia felizmente está plasmada en un libro. Fue quizá la única acción colectiva donde las voluntades se unieron dejando a un lado las diferencias políticas del momento. Para entonces, y desde el tiempo de la guerra civil, la sociedad española estaba dividida. Las que más sufrieron fueron las instituciones de élite, el Club Español, Casa de Galicia y el Centro Gallego, que quedaron en parte inertes durante un largo período. Se necesitaba gente que atemperara los ánimos, de carácter pero contemplativa. En esas circunstancias me fueron a buscar para integrar la Junta Directiva del Centro Gallego y de pronto, sobre los últimos años de la década de 1960 me encontré ejerciendo la presidencia de tan prestigiosa institución. No imaginaba entonces la labor ardua que me estaba esperando. Contemplar a nacionalistas y republicanos. Atemperar los ánimos. Y sobre todo revivir la actividad cultural, pues estaba también la contradicción de la sociedad uruguaya que consideraba malo cualquier cosa que viniera del oficialismo español. En un país altamente democrático como Uruguay, en cierto modo es comprensible esa actitud.
Con la estrecha colaboración del compañero de Directiva, el doctor Juan María Del Rey, que presidía la Comisión de Cultura, organizamos la Primera Exposición del Libro Gallego, en el recinto de la Biblioteca Nacional. Las heridas de la guerra continuaban. La propia intelectualidad uruguaya rechazaba todo lo relacionado con el oficialismo español, a tal punto que en esa época estaba prohibida la entrada a la Universidad de la República a los intelectos españoles que nos visitaban. Con cien libros relacionados con Galicia que nos envió don Manuel Fraga Iribarne, más algunos otros que nos ofreció la gente del Patronato da Cultura Galega, iniciamos una exitosa exposición en el propio recinto universitario, que duró una semana. Luego los libros fueron donados a la Biblioteca Nacional. Durante todos esos días se dictaron conferencias. Pitaluga Vidal, disertó sobre Santiago de Compostela; Llambías de Acevedo, sobre Valle Inclán; Jorge Medina Vidal, sobre Emilia Pardo Bazán y Camilo José Cela; Antonio Rodríguez Mallarini, sobre Concepción Arenal y el Delegado Cultural de la Embajada de Brasil cerraba dichos actos, con el marco de una asistencia multitudinaria y la presencia de las banderas de Uruguay, España y Galicia. Por cierto que hubo críticas, pero fueron más las alabanzas.
Fue muy emocionante el paulatino reconocimiento de gran parte de la sociedad uruguaya a partir de entonces. “Bueno, al fin, con ese y otros actos culturales de alto nivel algo se logró.” Y, misión cumplida, pensé también. Pero no fue así. Mi periplo por los cuadros dirigentes de la colectividad gallega y española recién comenzaba. Pacientemente me esperaban las presidencias del Club Español y Casa de Galicia, mutualista y social. Decir que “me salieron canas verdes”, sería muy poco.
Don Manuel debió invertir mucho tiempo y energía, sobre todo en la mutualista Casa de Galcia. No solo había que enfrentar las controversias políticas, sino transformar un verdadero caos existente. Favoritismos, amiguismos… y más. A las controversias sociales se le sumaban las deficiencias económico financieras. Lo más importante era la finalización de la construcción del sanatorio ubicado en el barrio de Sayago.
Superadas las desavenencias políticas, mi principal preocupación fue esa precisamente, la culminación de la obra del sanatorio. Mis contrarios en el directorio se convirtieron en mis confidentes, más que los propios correligionarios. Cuando comprendieron que yo no ocupaba un cargo por la figuración, unos y otros se fueron arrimando al equipo de trabajo en serio que se formó. No nos faltó la inspiración y buenos compañeros de directorio y con paciencia y gran dedicación se logró una estabilidad aceptable en todo sentido después de varios años de trabajo intenso.
En reconocimiento a la labor desempeñada, el Instituto Español de Emigración, Ministerio de Trabajo, el 17 de julio de 1970 le otorgaba la Medalla de Honor de la Emigración en la Categoría Plata. Más cerca en el tiempo, próximo a cumplir los noventa años de edad, el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social le otorgaba otro lauro:
“… Manuel Rodiño ha estado vinculado toda su vida a la colectividad española de Uruguay. Bien como socio o como directivo, ha trabajado siempre por sus paisanos uniendo a la colectividad y participando en todas sus actividades. El Sr. Rodiño es socio fundador del Hogar Español y de la Cámara Española de Comercio y ha desempeñado el cargo de presidente del Centro Gallego, de la Casa de Galicia y del Club Español. En 1970 recibió la Medalla de Honor de la Emigración en su categoría de Plata y en 2008 la Medalla del Emigrante. Sin duda, estas distinciones han servido de acicate en su continua lucha a favor de la comunidad española en Uruguay, haciéndolo de nuevo merecedor de la más alta categoría de la Medalla de Honor de la Emigración.” “En reconocimiento a su entrega a la colectividad española y a su ayuda para facilitar la integración en la sociedad uruguaya, y contando con el apoyo de dicha colectividad… Este Ministerio, a propuesta de la Secretaría General de Inmigración, ha tenido a bien concederle la Medalla de Honor de la Emigración, en su categoría Oro… Madrid, 10 de julio de 2015.”
En aquel mismo año del reconocimiento con el otorgamiento de la Medalla de Plata, 1970, se celebraba un nuevo Congreso de la Emigración Española. Primero el Regional en A Coruña, luego el Nacional en Gijón. Después de la sesión en la ciudad cristal realizamos una ofrenda en la Catedral de Santiago de Compostela, siendo yo designado para la lectura de la misma. Después de una sesión en el Ayuntamiento de Santiago, en la compañía del Alcalde de Santiago de Compostela, y del poeta Eduardo Blanco Amor, además de todos los integrantes de la comitiva uruguaya, junto a autoridades locales nos dirigimos hacia la Catedral para celebrar el acto solemne. El hecho de representar a la emigración española en ese acto, en mi propia tierra gallega, significó momentos de gran emotividad, inolvidables e irrepetibles.
Uno de los integrantes del grupo, Cabal, presidente de Casa de Galicia, residía en Uruguay como refugiado. No se animaba a viajar a España por temor a ser apresado. El Cónsul General de España, Nogués, se encargó de averiguar sobre su situación, cuyo resultado fue que no estaba requerido. Nunca vi una persona tan feliz. Asturiano como era, en Gijón lo perdimos de vista completamente.
El recuerdo me lleva también a aquellos momentos juveniles de la década de los años ‘40, cuando comenzaba a asistir a las magníficas veladas bailables del Centro Gallego de Montevideo, hoy el de más antigüedad que existe. Tal como le sucedió a muchos jóvenes de mi época, conocí allí a quien sería mi compañera de toda la vida, Norma Genovese Horta, de familia italiana por parte paterna y gallega por el lado materno, de la familia Formoso Horta, de Padrón. Después de un tiempo de noviazgo contrajimos matrimonio siendo bastante jóvenes. Al día de hoy estamos por cumplir sesenta y nueve años de casados. La comprensión de Norma para mi desempeño institucional, fue fundamental y necesaria.
Nuestra familia se fue formando con nuestros hijos, Mariana y Juan Manuel. Luego fueron llegando los nietos, Magdalena, Federico, Florencia y Santiago. Al presente se completa con tres bisnietos, Ema, Santino y Francesca. Agradezco al Supremo por todo lo que nos dio y poder disfrutar con salud junto a Norma, de esta gran familia. En compensación, todo lo que trabajé por la emigración gallega y española en Uruguay y el buen nombre de Galicia y España, es comparable apenas con un granito de arena. Ojalá tuviera unas décadas menos encima para volver al ruedo a trabajar con entusiasmo por las instituciones gallegas y españolas de mi país de adopción, y lo que es más importante, el buen nombre de nuestras queridas Galicia y España.