Horacio Quiroga, el gafe de la literatura | Alejandro Gamero

Horacio Quiroga
Caricatura Jaime Clara

Cuando Fernando Pessoa escribió que el poeta es un fingidor se refería a esa disociación entre la biografía del escritor y su obra. En muchos autores modernos este principio se cumple casi a rajatabla, pero en otros, en cambio, es casi imposible separar vida y obra. Este último es el caso de Horacio Quiroga, considerado el gran maestro del cuento hispanoamericano. Sus relatos, llenos de violencia y de muerte, reflejan en gran medida esa tragedia que fue su vida y que rodeó a quienes lo conocieron. No en vano se le ha comparado con Edgar Allan Poe, un autor que tampoco tuvo precisamente una vida fácil. Lo cierto es que basta con leer libros como Cuentos de amor, de locura y de muerte para percibir un halo de desgracia que no suele dejar indiferente a nadie. Sin embargo, en Quiroga el malditismo alcanzó ese punto en que la realidad supera a la ficción. Y es que como recoge Jesús Callejo en su libro Enigmas literarios, casi todos sus seres queridos acabaron muertos, suicidándose o en aparatosos accidentes.

La desgracia le acompañó prácticamente desde su nacimiento. En 1879, cuando tenía solo dos meses y medio, a su padre, Prudencio Quiroga, se le enganchó la escopeta de caza y se mató accidentalmente de un disparo en presencia de toda la familia. Pasado un tiempo su madre vuelve a casarse y a su padrastro le da una hemorragia cerebral que le deja paralítico y en silla de ruedas. Cuando Quiroga tenía 13 años su padrastro se suicida en su presencia con la misma escopeta con que había muerto su padre biológico.

Después de una juventud bastante desgraciada la mala suerte volvió a presentarse más adelante, cuando Quiroga contaba con 24 años y mata por accidente a su mejor amigo, el poeta Federico Ferrando. El 5 de marzo de 1902 Quiroga y Ferrando se encontraron en la casa de este último y el poeta le mostró un arma que había adquirido para un posible duelo con Guzmán Papini y Zás. Quiroga le pidió el arma para inspeccionarla y en ese momento se produjo un disparo. Cuando el humo se disipó el cuerpo de Ferrando yacía sin vida. Quiroga se lanzó sobre su amigo pidiéndole perdón, pero ya no había nada que hacer. Murió prácticamente en el acto: la bala le penetró por la boca.

Inmediatamente después abandona Montevideo y decide trasladarse a vivir a su querida selva, concretamente a la provincia de Misiones, sobre la orilla del Alto Paraná. Allí se establece con su primera esposa, Ana María Cires, que en diciembre de 1915 se quita la vida ingiriendo una fuerte dosis de sublimado para revelar fotografías, y después de ocho días de intensa agonía. Las circunstancias exactas y los motivos de esta muerte continúan hoy siendo un misterio. Quiroga hizo verdaderos esfuerzos para hacer desaparecer cualquier rastro de su existencia y nunca más volvió a mencionarla. De este matrimonio tuvo dos hijos, Eglé y Darío, cuyas vidas tendrían también un trágico desenlace.

En 1927 el enamoradizo escritor se fijó en la que se convertiría en su segunda esposa, María Elena Bravo, que por cierto tenía la misma edad que Eglé y que era compañera suya en la escuela. Pocos años después María Elena abandona a Quiroga, que queda fracasado y solo en la selva. Solo porque poco a poco ve morir a todos aquellos que le rodean, como su hermano Prudencio, que muere en un trágico accidente, o su amigo Baltasar Brum, que se suicida cuando es derrocado como presidente de Uruguay. El desenlace fatal se produce en 1936, cuando el escritor uruguayo regresa muy enfermo a Buenos Aires e ingresa en el Hospital de Clínicas, donde se le diagnostica cáncer de próstata, intratable e inoperable. Ante esta perspectiva Quiroga optó por suicidarse bebiendo un vaso de cianuro.

Sin embargo, su muerte no impidió que se siguieran produciendo desgracias entre aquellos que lo conocieron y quisieron en vida. Muchos de sus amigos acabaron de la misma manera que el propio Quiroga. Sobre su suicidio, su amigo y escritor Leopoldo Lugones dijo: «se mató como una sirvienta». Pero en 1938, un año después de la muerte de Quiroga, Lugones se quitó la vida con una mezcla de arsénico y whisky. Ese mismo año Alfonsina Storni, gran amiga y amante de Quiroga, se suicida ahogándose en el mar, después de que, como a Quiroga, se le hubiera diagnosticado un cáncer.

Su familia tampoco se mantuvo ajena a esa espiral de suicidios. Su sobrino, el novelista Jules A. Claretie, se arrojó a un tren. Su hija Eglé se divorció y se suicidó en 1938 y su hermano Darío acabó con su vida en 1951. Ni siquiera su última hija fruto de su segundo matrimonio, María Elena Quiroga, llamada cariñosamente Pitoca, logró escapar del destino suicida. En 1988, cuando tenía casi 60 años, Pitoca se lanzó desde un noveno piso. Parece que con esta última muerte se cierra la saga de suicidios en torno a la persona de Horacio Quiroga, el escritor que puede ser considerado sin miedo a exagerar como el más gafe de la historia de la literatura.