El amante de Alfonsina y el mar | Joaquín DHoldán

Mar

Odio la poesía. Huelo la sal impregnada en el viento helado y por primera vez tengo el valor de reconocerlo. Odio la poesía. Es primavera, pero hace frío. El mar es gris y el cielo azul, todo parece estar girado. La siento más viva que nunca, y yo creo estar muerto. Son las cinco de la tarde. Le había dicho claramente que vendría a verla el miércoles. “El 25 de octubre nos vemos en la escollera que está cerca del Club argentino de mujeres, en Mar del Plata, a las tres”, se lo repetí por teléfono, se lo escribí en el telegrama. Maldita sea Alfonsina, vos y tu ansiedad, no lo entiendo. Acabas de arruinar la vida de nuestro hijo. Pobre Alejandro, se debe haber enterado por la radio. Ya están repitiéndolo en todo el país. La famosa poetisa y su trágica muerte. Y ese hombre joven, un maestro criado por una madre soltera, rodeado de escritores bohemios en los cafés de Buenos Aires, se queda sin madre y sin padre. Alejandro. Ni siquiera le pusiste mi nombre, no existo. Tengo la sensación que a partir de mañana, cuando todo el mundo recuerde a Alfonsina Storni, a mí sólo me espera el olvido. No existiré. No como vos, que ocupaste todos los noticieros del día.

Las olas rugen a mis pies. La playa de La perla parece ser devorada. Te imagino llegando por la noche, vestida de fiesta. Desafiando el mar. Te veo de pie en la punta de este muro, a doscientos metros de la orilla. Me muero de rabia y de celos porque imagino que tu último pensamiento, tu última inspiración no fue para mí, el causante de tus desdichas. Seguro pensabas en ese amigo escritor, ese imán para las desgracias, ese otro amante que te hacía temblar la voz cuando lo nombrabas. Horacio Quiroga, otro suicida, otro poeta que se cree con derecho a no esperar a la muerte. Seguro que cuando se bebió aquel veneno te metió en la cabeza que el suicidio era una forma de arte. Fue él, ese imán para las desgracias. Se mató y te mató, y nunca lo sabrá. No puedo ni vengarme. Me dejaste sin nada Alfonsina. Sin venganza, sin hijo, sin esperanza, sin felicidad, sin vos, sin amor y sin el mar. Veo las olas por última vez. Si pudiste hacerlo yo también podría. Te habrás parado en el borde y por eso se te enganchó un zapato, el que encontraron aquí, seco. O quizás fue una marca, una pista por si el mar te tragaba para siempre. Dicen que en cuanto caíste entre las olas la corriente te llevó a la arena, casi de inmediato, pero tenías tantas ganas de morir que ni el mar fue más rápido que tu deseo.

No quiero morir. Te llevaste hasta eso. La poca dignidad que me queda se está ahogando cuando me doy cuenta que no tengo el valor que tuviste ayer, sola, de noche, con este viento helado, te arrojaste al mar sin titubear.
Un pescador se sienta a mi lado. Me saluda y `prepara su caña. “Ayer se tiró una mujer, con este frío que parece de invierno. Hay que tener valor”, comenta. Parece que le hablara al mar. No se gira para mirarme. No existo.
Quizás fue el dolor. Te habían operado otra vez. El cáncer en tu pecho no pudo vencerte pero te quejabas del dolor en los brazos. Te angustiaba que no te dejara escribir.

Quizás fue todo. La poesía, Quiroga, el dolor.

“Por suerte quedan cinco días y se termina octubre”, dice el pescador, hablando hacia adelante.
“Seis”, le corrijo con cierta prepotencia. “Hoy es 25”

“El 25 fue martes, señor, ayer. Hoy es miércoles 26 de octubre, quedan cinco días para el 31”, lo dijo sin respirar, de un tirón, y por primera vez me clavó los ojos, eran iguales a los de ella. Era como si Alfonsina me reprochara mi confusión. Una ráfaga de viento me empujó. Casi me caigo al agua.

“Cuidado hombre, que si se cae de acá no cuenta el cuento”, dijo el pescador, soltó una risa amarga, y volvió su vista al horizonte, como si supiera que no existe nadie a quien pueda contarle nada.

Nunca más veré el mar. Le di la espalda muerto de miedo. Caminé tierra adentro, sabiendo que no me detendría hasta Rosario. Hasta el lugar donde nos conocimos. Alfonsina, esa joven maestra, esa poeta incansable de versos atrevidos, esa mujer con complejo de fea y con personalidad de hierro. Nos veíamos a escondidas. Nos besamos a los diez minutos de nuestra primera cita. Era tan joven, ambos lo éramos. Y yo tenía tanto miedo. Temía al deseo que ella me generaba, me aterrorizaba su seguridad, su fragilidad cuando hablaba de su rostro que decía imperfecto, sus dientes separados, su pelo inmanejable y al mismo tiempo su actitud ante mi cuerpo. Esa entrega, ese desenfado. Era como si bajo su cáscara de poeta sensible hubiera una leona hambrienta de carne. Su fuego me atraía y me hacía temblar. Soñaba con ella cuando no estaba conmigo, me desbordaba cuando entraba en su cama. Por eso huía una y otra vez a la frialdad de mi hogar. Al seguro témpano de mi vida cotidiana. A la helada normalidad de mi rutina. Del lado opuesto de su dulce infierno, estaba el amargo hielo de mi esposa y su alcoba. Tengo grabada tu expresión cuando me anunciaste tu embarazo. Tu planteo era claro, seguro, correcto. Dejaba mi matrimonio y me iba contigo a Buenos Aires. Empezábamos de nuevo los tres, o te ibas sola. No te daba igual. Me amabas y me ofrecías una vida, juntos. Pero yo tenía una vida planificada, con ambiciones políticas, con estabilidad económica, sin tu imprevisible poesía.

Me has robado el mar, Alfonsina. Siempre estará asociado a tu muerte. Estoy condenado a volver tierra adentro, lejos de toda orilla. Nada será igual. Me quedo sin la esperanza de recuperarte, de tener un hijo, de volver a sentir la pasión. Estoy hundido en mi rutina, previsible y hueca. Volveré a mi trabajo de diputado de la Nación, pero sin esa chispa que me empujaba hacia vos, la que me hacía luchar por ser un líder y algún día llegar a Presidente del país. La ambición de tener poder. La ambición de tenerte.

Ya no existo. Soy una sombra que nadie conocerá, ni recordará. Más adelante, mi esposa, defraudada pero sólida, también dejará de verme.

Mañana cuando llegue el periódico, tendré tu último mensaje, el que no quiero leer, el que ojalá nunca hubieses escrito. El diario “La Nación” publicará el poema que les enviaste justo antes de tu muerte, cuando ya habías decidido arrojarte al mar.

Ese último poema, ese último verso, era una frase para mí. Pero como no existo ni siquiera me nombras.
La leeré muchas veces, durante mis últimos años, con la desolación de haberme confundido de día, quizás un fallo de mi inconsciente cobardía.

Quizás una gota más en tu voluntad de vivir y morir a tu forma.

“si él llama nuevamente por teléfono
le dices que no insista, que he salido…”