Consuelo Álvarez Canto, era la mamá de las hermanas González, Julia Susana y Libia, “Chiquita”, en su tiempo profesoras de danza del Centro Gallego de Montevideo, Centro Valle Miñor y del Patronato da Cultura Galega.
En el año 1916 Europa estaba sumida en una guerra brutal inimaginable, mientras en Galicia, España y particularmente en la villa marinera de Corme rondaba la miseria y reinaba la apatía y soledad de los fríos y largos inviernos, sin perspectiva alguna de un futuro más promisorio. Desde que tuvo conciencia, Consuelo ayudaba a su madre María, entre otras cosas en la dura tarea de trabajar la tierra, uno de los pocos recursos que había y que les ayudaba a sobrevivir. En el pueblo había escuela pero los asientos estaban ocupados a medias. Las tareas del campo y otras labores absorbían todo el tiempo de los niños, que casi no tenían espacio disponible ni para sus juegos. Consuelito no era la excepción.
Ante la falta de perspectivas en la villa marinera, a los trece años de edad, Consuelito fue una más de los tantos que se desprendieron de su madre y todos sus afectos para emprender el camino incierto de la emigración. La penosa decisión creaba una enorme congoja tanto en la madre como en la hija y el resto de la gran familia. La emigración hacia América se presentaba como única posibilidad de una vida mejor en aquellos tiempos de una Galicia empobrecida y opaca. Al fin llegó el día más triste de su vida en que en compañía de dos primas de su misma edad, Consuelito y su madre se dirigieron hacia la estación para abordar el tren que la llevaría hacia Vigo, el puerto de embarque. Entre sollozos y largos lamentos de ambas, al momento de subir al tren su mamá sollozaba y gemía desconsoladamente y la agarraba del vestido queriéndola tirar hacia abajo, para que no partiera. Pero su destino estaba sellado y Consuelito, de apenas trece años de edad, con un nudo en la garganta y una angustia que le apretaba el pecho, se fue de su Corme para siempre, hacia un lugar de América incierto y desconocido.
Era la primera vez que subía a un tren y no tenía noción siquiera de cómo era la ciudad de Vigo, menos aún sabía acerca de su lugar de destino, la lejana Montevideo de la que tanto había oído hablar los últimos tiempos, allá muy lejos, próxima al extremo Sur de América. Quién sabe qué pensamientos pasaban por su cabecita de niña y la angustia que se anidaba en su corazón. Es que así fue la realidad para muchas galleguitas y galleguitos, o emigrantes de otras latitudes, que a una edad muy temprana viajaban solos hacia lo desconocido y tenían que madurar de golpe, antes de tiempo, sin siquiera darse cuenta. Y si no se encontraban con alguien que les dijera “bueno galleguito, hay que ponerse a estudiar”, se dedicaban a trabajar en largas y continuadas jornadas como si fueran una rueda sin fin.
Consuelo era la mayor de los hermanos vivos que en total llegaron a ser once. En el pueblo pesquero de Corme quedó doña María, con los otros diez hijos, lamentándose por el alejamiento de su querida hija, para siempre.
En Montevideo, una tía esperaba a las tres primas. A todas les consiguió empleo de doméstica en casas de buena familia. Consuelito tuvo la suerte de que sus patrones enseguida se encariñaron con ella y la cuidaron como a una hija. Pero a aquella niña de trece años le faltaba su mamá y sufría enormemente. Se afligía en silencio y en soledad. Para saber algo de su madre y de sus hermanos tenía que esperar varios meses cada vez, hasta recibir alguna carta que llegaba desde el otro lado del océano.
Cuando llegó a Uruguay, Consuelo solo hablaba en gallego, su lengua natural. Tenía vergüenza y temor de que se riesen de ella cuando hablara, de hecho así ocurrió algunas veces, entonces optó por el silencio absoluto y no hablaba con nadie, salvo con su tía y sus primas o bien con sus patrones que la trataban con mucha delicadeza. Poco a poco, su patrona, doña Julia, percibiendo el estado emocional de su protegida le fue enseñando la forma de hablar uruguaya y después de un tiempo, cuando ya estuvo segura de sí misma, la galleguita de la villa marinera de Corme comenzó a comunicarse con otras personas. Pero la actitud benefactora de doña Julia fue más allá. No solo la ayudó con el manejo del idioma, fue además prácticamente una instructora completa de la niña que no podía concurrir a un centro de estudio.
En una de las tantas reuniones familiares de los domingos que tenían lugar en la casa de parientes o vecinos de la comarca, se produjo el feliz encuentro y fue así que después del noviazgo, quince años después de llegar a Montevideo Consuelo formó su propio hogar. Se casó con José González Pereira, un joven emigrante también, empleado de una fábrica de cerveza, natural del lugar de Tella, Cesulles, Cabana de Bergantiños. En el año 1952, ya con dos hijas señoritas, entre todos de la familia juntaron unos ahorros y trajeron de visita a la abuela María que para ese entonces ya tenía setenta y dos años de edad. Así que, treinta y seis años después de que María tirara del vestido de Consuelo para que no se fuera en el tren, madre e hija se reencontraron y todos juntos vivieron más de un año muy felices en Montevideo.
Cuando María bajó del barco venía vestida de negro, negro gris… negro viejo. Aparentaba mucho más edad que la que realmente tenía. El sufrimiento se reflejaba en los surcos que a lo largo de los años la angustia marcó en su semblante. Desde el primer momento las nietas y la hija la colmaron de cariño y se encargaron de ir cambiando aquella vestimenta y su aspecto apagado y triste, y cuando María volvió para Galicia, iba rejuvenecida y contenta, pero claro, muy triste al mismo tiempo. Allá en Corme la esperaban sus otros hijos. Y María siguió recogiendo percebes aún a esa edad y por mucho tiempo más. En el año 1965, cuarenta y nueve años después de haber emigrado, al fin Consuelo regresó de visita a su pequeño pueblo de pescadores de la “costa de la muerte”. Quince años después, en 1980 los ocho nietos de María, incluidos las hijas de Consuelo, Julia Susana y “Chiquita”, le brindaban una última alegría a la mamá de Consuelo, se juntaron todos en Corme con la abuela María para festejarle los cien años de edad.
Unas horas antes de que María cumpliera los ciento un años de edad, mediante una llamada telefónica uno de los hermanos de Consuelo le daba la triste noticia de que su mamá había llegado al final de sus días.