La abuela Nieves hace tortas fritas | José Arenas

Abuela Nieves
Abuela Nieves

 

A las tardes anaranjadas del verano con el patio del fondo dejando caer, veraniego, algunas hojas verdes de la parra. A esos crepúsculos de evangelio que la niñez nos permitía, donde el aljibe y su tapa de hormigón eran la mesa preferida de mis abuelos, donde el mate y su vapor verdoso unían a los vecinos, a las tías de mi padre, al tío Raúlo, a mi hermano dando opiniones surreales como el niño que charla con sus juguetes.

Yo aspiro fuerte el aroma estival del sol cayéndose a lo lejos, en llamas, coloreando las nubes del barrio donde vivían la abuela Nieves y el abuelo Coche, y a ellos dedico la foto indeleble y en technicolor de mi felicidad pobre. Esa que florece en los ojos asombrados de los años primeros, de la misma manera que, en brujería de dioses griegos, el parral explotaba en racimos violetas y luego se coinvertía en el sonido rojizo de las mesas familiares, refugiados en el aire fresco, bajo el corredor con techo de dolmenit. Ese vino que el tío Carlos o mi padre probarían meses después, en el invierno, cuando la alquimia de tubos, y baras de madera, y damajuanas con embudos estuviera terminada y el frío pidiera abrir las botellas; “este no quedó tan bien como el del año pasado”, diría el abuelo. “A mí me parece que está bueno”, recibiría siempre por respuesta.

En esos mismos campos recorridos del almanaque, la abuela Nieves, en la cocina despejaba la mesa enorme y armaba allí el campamento de su conquista; harina, grasa, tarros con levadura, palos de amasar y la fuente de esmalte amarillo vacía, esperando que le llenaran la barriga. Si era invierno, el corazón de fuego de la cocina a leña crepitaba, alimentado con tablitas y palos cortos, para que siguiera latiendo tan encendido como el amor de la gente pobre.

Los sábados, luego de las siestas, íbamos a la casa del abuelo Coche a cumplir el amado ritual de la bacanería, de la sorpresa a la que ya le conocíamos el final y que, sin embargo, no dejaba de ser la mejor de las noticias de la semana; mis abuelos amasaban tortas fritas y pan casero.

Esa era la valentía de ellos, su conquista, su pequeña vanguardia que los distinguía del resto del mundo. Nada de esperar las lluvias para hacer el tesoro rioplatense de la glotonería simple, no había que rogar a que el cielo se desatara el pelo azul en gotas para que ellos supieran que sus nietos esperaban estar ahí cuando las monedas de oro gigantes reposaran orondas en la fuente. Todos los sábados había una fiesta para la picardía del paladar que, ya desde entonces, era un lujurioso secreto. Qué placer inmenso el de llenarse la boca con el sabor único la masa freída, qué flores no crecerían cuando sintieran el aroma tostado de los panes saliendo del horno. Había una extraña factura de las felicidades.

El comando ya tenía sus formas de trabajo; las tortas fritas eran el territorio de mi abuela. Ella extendía la masa, trabajaba la orfebrería grasosa del ingrediente primigenio, aplastaba la barriga inflada de la harina y daba forma a lo que hacía. Así las tortas aún crudas descansaban sobre la mesa enharinada como con llovizna de luna trigueña, esperando el destino de la olla con la grasa caliente. Mi abuelo, en la mesada, se encargaba del pan que, no sé por qué formas secretas que nunca pude develar, llevaba más fuerza, toda la que podían dar sus largos brazos de carpintero. Y luego, los golpes de la masa contra el granito, una y otra vez el estruendo que domaba el animal de harina y agua para los frutos de las odas nerudianas.

Si mi padre nos llevaba temprano, ay, qué dolores de ansiedad al ver cómo todavía el fuentón esperaba con la misma ansiedad que nosotros su tesoro, su pertenencia, su destino de hacernos felices esa tarde. Y luego, otro rato de oír el violín del diablo en la masa crujiente cuando las tortas recién salidas de la grasa hirviendo estaban prohibidas. Mil veces hubiera preferido morir en llamas que esperar a que cada una de ellas saliera de allí a la boca sonriente de cada uno de nosotros.

Además, si el invierno había sido piadoso y las flores de los árboles de fruta habían cuajado en gemas jugosas antes de caer al suelo, víctimas del viento o algún temporal, no faltarían entonces los dulces de manzana, higo o durazno, que mi abuela en misteriosa tarea habría hecho durante varias tardes, en solitario, encerrada en el galpón con su cocina a querosene, solamente ayudada por mi abuelo cuando el peso de las ollas le era ingrato. Los dulces eran un secreto al igual que la masa o la forma de las tortas, porque nunca jamás volví a ver o probar tortas iguales a aquellas. Cada tanto me asalta la pregunta y quedo cavilando en dónde estaría el secreto de la perfección; ni esponjosa, ni infladas, ni quebradizas, ni demasiado marrones. Perfectas, únicas y luciferas. “Acá hay una de las blanquitas, de las que te gustan a vos”, decía la abuela Nieves. Porque conocía todo y a todos.

Casi siempre éramos mi hermano, mi padre, mis abuelos y yo. Pero a lo largo de la tarde irían desfilando comensales enterados del asunto: primas de mis padres, la tía Yola, la tía Nelly, el mundo entero quizá quería probar los manjares de una casa donde todo se hacía al compás de la música amorosa que soltaba la cocina haciendo lo suyo.
“Yola, no agarrés más tortas, mirá lo gorda que estás”, diría mi padre mientras la abuela le acercaba la fuente, “no le des mas tortas, mamá, no ves cómo está de gorda”, “una sola más negro”, decía la Yola, tan angurrienta como feliz. La Nelly comería sola, de a ratos, sentada en una silla al lado de la puerta, siempre atendiendo su amor por los cigarrillos y riéndose con una orquestación grave y tabacosa.

Y si algún otro niño caía en esas tardes, hijo de algún pariente, ya sabría que no era bienvenido. Nadie más que mi hermano y yo teníamos derecho a la total atención cariñosa de nuestros abuelos. La guerra de soldados de plomo o plástico terminaba en un conflicto bélico de infantes queriendo el caldero de tortas fritas que se escondía al final de un arcoíris de pueblo.

Cuando las estrellas asomaban entre las hojas de la parra, era hora de irse. El cielo colorado se había vuelto azul y entonces ya nos despedíamos con la tranquilidad gorda de que nos llevaríamos algún paquete de tortas fritas sobrantes, o sabiendo que, mañana y pasado y pasado, habían quedado más para las horas del mate. Porque mi abuela cocinaba el infinito.

Nos íbamos y entonces, como si algo olvidáramos, mi abuelo nos acercaba un repasador o un papel con un pan calentito dentro, recién horneado, para llevar a casa.

El pan viajaba todo el camino silencioso y satisfecho, como el sueño de los niños felices.

 

  • José Arenas (Montevideo, 1989) Se crió en Nueva Helvecia. Es poeta, ensayista y performer. Letrista, investigador y difusor de tangos, en Montevideo como en Buenos Aires.