Roma, la ciudad eterna (I) | José Antonio Flores

Una frase retumbó en la mente del viajero una vez finalizado su viaje a Roma: «A Roma hay que ir alguna vez». No sabe por qué surgió. No existió una reflexión previa para que así fuera, pero la frase estaba ahí. Y estuvo durante varios días. Era algo que ya barruntaba. Presentía que ese viaje podría ser experimental, que la experiencia quizá fuese única; sin embargo, hay que dejar siempre paso a la realidad y que ésta se impusiera.

“A Roma hay que ir alguna vez». Es una frase redonda, asertiva. No obstante, también necesita ser matizada. Se podría hacer afirmando que hay que ir si perteneces a la religión más practicada del mundo y si eres devoto fiel; o, tal vez, afirmando que hay que ir por el mero hecho de pertenecer a Occidente. Cualquiera de esos motivos podría ser válido y cada cual elegirá el suyo.

Dentro de Roma —es de cultura general— está el Vaticano, Ciudad-Estado minúsculo con un inmenso poder, no se sabe si celestial —está por demostrarse aún—, pero sí terrenal. Y al Vaticano van los católicos, igual que los musulmanes van a la Meca o los judíos a Israel, su patria divina. Y en Roma también está el germen más sofisticado de nuestra civilización occidental, heredera directa de la Grecia clásica, la de los grandes filósofos e intelectuales. Por tanto, sea por un motivo o lo sea por otro, esa visita siempre es debida. Y así lo deben de entender los millones de turistas de todo el mundo que cada año atascan las calles de la vieja Ciudad Eterna y llenan sus monumentos, por no hablar de sus trattorias, restaurantes y pizzerías. Todo es excesivo en esta ciudad, da fe el viajero. Todo ello convierte a Roma en una ciudad de excesos. Excesos en cuanto a patrimonio histórico, arqueológico y artístico; excesos en cuanto a masificación; excesos ante suciedad; excesos ante el endiablado tráfico…Hay tantos excesos que no se podrían enunciar en unas cuantas líneas. Una ciudad que parece vivir a gusto y en perfecta armonía a pesar de ellos; una ciudad en la que todo parece improvisación y al mismo tiempo perfecta organización; decadencia y modernidad; mala y buena educación; ruido y silencio…Todos los extremos se dan en ella. Pareciera que sus miles de años de historia hayan dejado una impronta permanente, que la ciudad clásica y antigua no se quiera ir del todo para dejar paso a la modernidad de la nueva, como si el subsuelo pidiera constantemente ser desenterrado para que la ciudad pueda seguir viviendo sus años imperiales.

Las piedras de los foros imperiales o republicano, del Palatino, de su orgulloso Anfiteatro de Flavio (conocido como Coliseo) pugnan por ganar protagonismo a todo lo demás, y si eso no fuera suficiente siempre encontrarán apoyo en cientos de ruinas que surgen por doquier casi en cualquier parte. Pero no es solo la ciudad republicana anterior a Jesucristo ni la imperial de los césares, no, porque por encima surge la ciudad medieval, la judía, la bizantina, la renacentista… Surge el orgullo de sus palazzos, de sus lujosas villas, de sus infinitas y ostentosas basílicas e iglesias, todo se enerva al mismo tiempo y en no demasiado espacio físico, haciendo válido el dicho de que son necesarias varias vidas para conocer Roma. Varias vidas que sean bien aprovechadas, piensa, para sí, el viajero, que de lo contrario tampoco daría demasiado tiempo a conocerlo todo, si es que eso es posible.

El viajero se sorprenderá de todo ello. Despotricará de su caótico transporte público, del incivismo de sus conductores, maldecirá el pasotismo de sus funcionarios, pero al mismo tiempo, si observa con ojo avizor, comprenderá que quizá no haya otra forma de funcionar, que pesa la historia, el tiempo, el carácter, que todo se une de manera natural y surge un producto tan novedoso, una manera de ser y vivir que ni tan siquiera, sus vecinos españoles, tan iguales y tan distintos, pueden llegar a comprender. Porque Roma es Roma. Y lo será siempre, a pesar del debate eterno en la ciudad entre preservar su historia o apostar por la modernidad. Al parecer, el debate ahora está algo más equilibrado y desde las altas instancias se intenta que convivan ambas posturas. Porque Roma es una ciudad en la que viven casi 2 800 000 actuales romanos, propios o adoptados, llegados desde todos los rincones del planeta, pero es también la ciudad que acoge cada año a millones de turistas de todo el mundo, los cuales acuden al lugar en el que se asienta de manera definitiva la cultura occidental, como ya ha referido el viajero, al tiempo que es la ciudad que alberga el centro de la fe cristiana mundial —ya se ha dicho—. Esos elementos hacen que no pertenezca en exclusiva a sus moradores sino, de alguna manera, a toda la humanidad. Ese hecho favorece en gran parte que aún se pueda otear y advertir en sus monumentos y arqueología la metrópoli que albergó el imperio que dominó el mundo conocido. Un dominio que aún destila por los poros de sus piedras en gran parte de su configuración arqueológica, y eso jamás defraudará al viajero, a pesar de que sus foros, su Palatino, su Anfiteatro de Flavio, su área sacra y sus muchos iconos, que hacen reconocible esta ciudad, no sean más que ruinas en muchos de sus casos, las cuales han debido ser alzadas y mantenidas a través de delicadas restauraciones.

Pero está la historia. Pocos hallazgos arqueológicos están tan confirmados en el mundo gracias a esa historia escrita de manera transversal por sus muchos historiadores, escritores, juristas y filósofos e, incluso, algunos de sus notables y emperadores. De ahí que la historia de Roma sea la de su arqueología y sus documentos escritos o viceversa. Por lo pronto, el viajero necesitó varios días para hacerse una idea embrionaria de esa magnitud. Varios días para que su mente pudiera conectar la configuración de sus ruinas arqueológicas con su pasado histórico. Porque por mucho que sepamos de Roma poco sabemos en realidad, por más que hayamos leído acerca de ella o el cine nos haya transportado a sus palacios, villas, foros o vías, en más de las ocasiones necesarias de una manera romántica y sesgada. (Continuará…)