Difíciles tiempos éstos en los que basta un simple cigarrillo para poner en duda la honorabilidad de alguien. Si las autoridades francesas pretendían ocultar al país la condición de fumador del pensador podrían, simple y llanamente, haber escogido otra fotografía. Pero han sido chapuzas hasta en eso y se han visto obligadas a dar una explicación que, como no podía ser de otra manera, les ha puesto en evidencia.
La verdad es que me hace bastante gracia (procuro tomármelo bien) la continua persecución que sufre el tabaco por parte de las autoridades desde hace unos años. Se prohíbe fumar en el trabajo, se confina a quienes con él disfrutan a reunirse en ínfimos zulos donde a menudo el tan cacareado daño a la salud no hace más que agudizarse y se emiten por televisión anuncios que parecen surgidos de mentes tan enfermas como infantiloides. Pero al mismo tiempo nos incitan a comprar coches que alcanzan velocidades inverosímiles, nos muestran cómo un presidente de dudosa capacidad intelectual (que tampoco fuma, por cierto) acribilla en un día a cientos de iraquíes sin despeinarse ni borrar de sus labios su sonrisa analfabeta y se venden a los críos videojuegos donde abofetear prostitutas puede suponer una recompensa de cien puntos y en los que sólo siendo el más chulo del barrio se puede alcanzar la victoria final. Se instaura, en suma, una sociedad en la que todo vale si lo que se persigue es el éxito en lo que sea. Se permiten —o se toleran, aunque a veces sea difícil separar el significado de ambos verbos— la rapiña, la envidia, la usura, la villanía y hasta —en circunstancias extremas, o quizás no tanto— el asesinato. Pero eso sí. Fumar, lo que se dice fumar, que no fume nadie. Y no nos queda más remedio que agradecer el consejo.