El cigarrillo de Sartre | Miguel Barrero

Sartre

Leo en un diario nacional que, a la hora de elaborar el cartel de la exposición conmemorativa del centenario de Jean Paul Sartre, sus autores decidieron borrar del retrato del filósofo un cigarrillo que aparecía entre sus dedos. El motivo, según la prensa, no es otro que el de evitar hacer publicidad del tabaco, ese vicio tan pernicioso que aniquila cada día a cientos (o miles, o millones) de personas a lo largo y ancho del orbe. Y es que ya se sabe. ¿Qué pensarán los franceses, conciudadanos del sabio, al saber que éste no dudaba en entregarse día y noche a los placeres del humo y la nicotina? ¿Cómo seguir leyendo a escolares y bachilleres los textos de alguien que constantemente inundaba sus pulmones de alquitrán, inconsciente (o no, quién lo sabe) del daño que a medio o largo plazo podía hacerle a su salud? ¿Seguiría siendo su pensamiento un referente mundial si trascendiera su afición a jugar con su propia vida sin recato ni pudor?

Difíciles tiempos éstos en los que basta un simple cigarrillo para poner en duda la honorabilidad de alguien. Si las autoridades francesas pretendían ocultar al país la condición de fumador del pensador podrían, simple y llanamente, haber escogido otra fotografía. Pero han sido chapuzas hasta en eso y se han visto obligadas a dar una explicación que, como no podía ser de otra manera, les ha puesto en evidencia.

La verdad es que me hace bastante gracia (procuro tomármelo bien) la continua persecución que sufre el tabaco por parte de las autoridades desde hace unos años. Se prohíbe fumar en el trabajo, se confina a quienes con él disfrutan a reunirse en ínfimos zulos donde a menudo el tan cacareado daño a la salud no hace más que agudizarse y se emiten por televisión anuncios que parecen surgidos de mentes tan enfermas como infantiloides. Pero al mismo tiempo nos incitan a comprar coches que alcanzan velocidades inverosímiles, nos muestran cómo un presidente de dudosa capacidad intelectual (que tampoco fuma, por cierto) acribilla en un día a cientos de iraquíes sin despeinarse ni borrar de sus labios su sonrisa analfabeta y se venden a los críos videojuegos donde abofetear prostitutas puede suponer una recompensa de cien puntos y en los que sólo siendo el más chulo del barrio se puede alcanzar la victoria final. Se instaura, en suma, una sociedad en la que todo vale si lo que se persigue es el éxito en lo que sea. Se permiten —o se toleran, aunque a veces sea difícil separar el significado de ambos verbos— la rapiña, la envidia, la usura, la villanía y hasta —en circunstancias extremas, o quizás no tanto— el asesinato. Pero eso sí. Fumar, lo que se dice fumar, que no fume nadie. Y no nos queda más remedio que agradecer el consejo.

Miguel Barrero es periodista y escritor español, nacido en Oviedo. Esta nota fue escrita en 2005