Máquinas viejas | Joaquín DHoldán

Ana moreno

Fontanarrosa y yo cargábamos la corvina de madera. Él de la cabeza y yo de la cola. Wilson llevaba  otro pez bajo el brazo, bastante redondo. Zenia iba un poco más atrás, y llevaba una pequeña escultura en cada mano, también peces de madera, pero del tamaño de una pelota  de fútbol.  Nuestro amigo desmontaba la exposición atrás de la Universidad y llevaba algunas obras a su pequeño apartamento en pleno centro. Desde hacía unos años solo tallaba esculturas de peces, de diferentes tamaños y formas, pero solo peces de madera. Había cardúmenes enteros distribuidos en pequeñas galerías en Uruguay y Argentina. La corvina que cargábamos entre los dos era su favorita, me contó que cuando la estaba haciendo a orillas del río Uruguay hubo una crecida en la madrugada y se la llevó el agua, y que, al tiempo, unos pescadores la trajeron con sus redes. “Es tan real que fue pescada”, decía sin reír. Hacía esas cosas, reía serio. Cruzamos la principal avenida del centro sin cruzarnos con nadie, era una noche tibia, la capital estaba vacía, un pena porque me hubiera encantado ver la cara de alguien al vernos pasar cargados con esculturas de peces de madera en mitad de la noche.

En su apartamento había cajas. Ni un solo mueble en el único ambiente. Una ventana daba al norte, la puerta estaba abierta. Nos acomodó las cajas, una para cada uno en forma de silla, y entró a la cocina a hacer un mate. En un rincón había media cabeza de madera de Carlos Gardel. “Pensé que solo hacías peces”, dije. “Es un encargo, van a hacer un busto en una esquina del Barrio Sur, llevo años en eso. Pagan mucho, pero no logro manejar los tiempos”. Miré la perfección de los rasgos, la sonrisa mágica. Lo comparé con los infinitos detalles de cada pez. “¿Por qué haces solo peces?”, preguntó Wilson, por suerte.  “Ni idea, ¿por qué motivo él escribe cuentos o vos hacés poemas, o ella hace fotos? ¿Por qué estamos vivos? ¿Por qué nos aburrimos? ¿Por qué estamos atrapados?”. Wilson se estiró para agarrar un mate y su sillase volcó. Del interior salieron fotos de todos los tamaños, la mayoría en blanco y negro. Como por reflejo, nos sentamos en el  piso a mirarlas. “Estas cajas las rescaté de un incendio. Vivía enfrente de la redacción de la revista El Ecoy en cuanto vi humo entré y pude rescatar todo el archivo, las traje para casa y luego aquello explotó, y nunca nadie reclamó nada, creo que fueron los milicos”.

El archivo era increíble, había fotos muy buenas y otras borrosas, descartes, paisajes, políticos; atrás de cada una, con lapicera y en manuscrito, estaba la fecha, el lugar y los personajes retratados, ocasionalmente algún apunte. Vimos fotos del rodaje de Lo que el viento se llevó, el Graf Speeantes y durante su hundimiento, todos los campeones del fútbol uruguayo, desfiles, actos políticos, inauguraciones. Entreveradas en aquellas cajas había escenas  de la historia de Uruguay o de vínculos entre nuestro país y el mundo. Fontanarrosa  se sabía las fotos sin leer los textos, reconocía las imágenes, se notaba que desde hacía mucho, en lugar de leer -no había en la casa ni un solo libro- se dedicaba a mirar.

En medio de aquella tormenta de imágenes encontré la foto de Julia Moller, que tenía un programa de cinco minutos con que terminaba la programación del canal cuatro, cuando fue Miss Uruguay en 1969. “El año que yo nací”, casi grito. Y entonces tuve la solución.

-Hace unos meses que estoy intentando terminar un relato ambientado en el Cerro de los años cincuenta, es para un concurso. Un vecino me contó una historia que está muy buena sobre una chica del Cerro que llegó a ser Miss Uruguay por esos años, no sé exactamente cuál. Al parecer fue amante de Cantinflas, incluso se cambió el apellido, se llamaba Ana Konoplka, pero se puso Moreno. Averigüé bastantes cosas, pero no lo puedo escribir porque…

– Casi dejo de hablar. Las manías de cualquier escritor son un poco vergonzosas. -Necesito verla, tengo que ver su cara porque quiero saber si me gusta.

-Si te podrías enamorar- afirmó Zenia.

-Ana Moreno- pensó en voz alta el escultor- .La tengo. Miss Uruguay 1954.

-Se levantó de un salto hacia la caja que hacía de mesa de luz, revolvió en su interior.

-¿Es posible que se sepa el contenido de las cajas de memoria?- le susurré a Wilson. Me miró como diciendo: “Todo es posible”.

Me la puso en las manos. Una foto en blanco y negro, original. Una mujer hermosa, con cuerpo perfecto, de pie en el patio de enfrente de la típica casa de barrio. Las manos en la pequeña cintura, la sonrisa perfecta. Le encontré un aire a la actriz a la que Gardel le cantaba El día que me quierasen una película. Atrás decía con perfecta caligrafía: “Ana Moreno. Miss Uruguay 1954”.

-Llévatela. Es importante vivir adentro de lo que uno escribe.

En el viaje de vuelta al Cerro no dejé de mirar la fotografía. Enseguida supe que el título del relato sería  Demasiado hermosa. En los meses anteriores había obtenido algunos datos. Eduardo Labraga, el de la librería,  me había contado la anécdota. Luego fui a la casa de un matrimonio muy mayor, los más viejos que yo conocía del barrio, y me dieron las piezas incompletas de un puzle sobre su vida. Rumores, lo que decía la prensa, lo que se susurraba en la feria del barrio. Sus trabajos en el centro, su carrera de modelo, su affairecon el famoso cómica, su éxito y, por supuesto, su caída. “La última vez que la vi estaba en el mercado del puerto tomando medio y medio”, dijo el señor. Cuando me iba me dijo: “Sabes que todos los escritores viejos del barrio están escribiendo  relatos de los cincuenta, tenés  todas las de perder”. “Sí, ya sé”, fue la última vez que hablé del tema hasta esa noche.

Al mediodía cerraba el plazo para presentar los relatos.  Normalmente mi hermana me pasaba los cuentos a máquina, pero no había tiempo, debía escribirlo en forma directa, por primera vez. Por no tener no tenía ni máquina. Cuando estuve con el matrimonio viejo, había visto una en un rincón. Fui a pedirla prestada. Era el armatoste más pesado que había cargado en mi vida. Mientras salía, le pregunté un par de detalles sobre el barrio en aquellos años, cosas concretas sobre el transporte, precios, horarios, modismos. Me contó detalles curiosos como que el puente sobre el Arroyo Pantanoso era levadizo, o sobre la velocidad y los tiempos de los tranvías.

Apoyé la máquina de escribir sobre mi cama, el colchón se hundió. Con dos dedos escribí el relato, que tenía un máximo de cinco páginas. Para resolver mi historia incompleta, Demasiado hermosa era contada por un admirador secreto de Ana. Un inmigrante gallego que la veía en el tranvía y que, de lejos y en secreto, admiraba su belleza, su audacia. Conocía su historia por los rumores escandalizados de las viejas del barrio, y hasta que fueron mayores nunca le contó a nadie su amor secreto hacia la famosa vecina.

Diez minutos antes del plazo entregué le relato. Ahí empezó la historia.

Tenía razón el viejo, no podía ganar y, de hecho, no gané. El acto fue en la sede de Rampla, estaba lleno de gente, yo llegué tarde y estaba al fondo. Veía en la mesa central a alguien de la Intendencia de Montevideo, al poeta Elder Silva y a la directiva de la Asociación de Escritores. Abrieron el sobre con solemnidad y un maestro jubilado recibió el primer premio por su relato sobre el hundimiento del Graf Spee. Cuando iban a decir el segundo premio, hubo una extraña pausa y un revuelo previo. Alguien se acercó con un ramo de rosas al escenario.

-El segundo premio es para alguien muy especial, el relato Demasiado hermosa, firmado con el seudónimo El gallego. El nombre del autor es… -Abrieron mi sobre … y se hizo un silencio…

Caminé por el costado sintiendo la vista de todos. Elder Silva no pudo contener la risa y comenzó un aplauso que rompió el hielo. La señora que sostenía el ramo de rosas no entendía nada.

Cuando me acerqué confirmaron mi identidad, y que yo no hubiera sido el representante de un tímido inmigrante, quizás mi propio padre. El caso es que se habían creído la historia y le habían preparado un homenaje a ese hombre, que ahora sería un anciano solitario, que había estado enamorado de la hija de la señora que sostenía las rosas durante toda su vida.

Estaba muy avergonzado y Elder festejando la confusión no me ayudaba mucho. Creía que había sido una broma  intencionada.

-Hasta usaste una máquina de escribir vieja, estábamos seguros de que eras un anciano del barrio, con ese cuento increíble con faltas ortográficas.

-No tuve tiempo de corregirlo- susurré. Tomé mi premio y escapé en cuanto se descuidaron.

El cuento salió publicado en un libro  llamado Voces del Cerro, casualmente de la Editorial Abrelabios, de Wilson y Zenia. También lo publicó el semanario del barrio. Cuando salió, el matrimonio de ancianos vino a verme.

-Yo leía y pensaba “qué hijo de su madre”, cómo metiste todo lo que te conté como si fuera cosa tuya. Y ahora no es nada, imagínate el escándalo que hubieran hecho las chusmas del barrio, al final, con todo la que la criticaron, la que pasó a la historia fue la Konoplka.

Ana había  fallecido hacía años, pero esta gente había querido hacer una reunión de los amantes desconocidos, era la sorpresa que tenían armada para el viejo gallego. Cuando supieron que había muerto, le propusieron a la hija entregarle el premio y el ramo de rosas. Eso era lo que yo llevaba mal. Aquella mujer había leído un relato sobre su madre, un personaje cuestionado y criticado, con un final duro, escrito por un joven que se había hecho pasar por un viejo admirador de su madre muerta.

-Mirá. Este es su teléfono. Dice que la llames- me dijo la anciana antes de irse.

-¿Podés venir por casa?- me dijo la mujer por teléfono.

Claro que no podía, hubiera preferido disculparme así, desde el otro lado del barrio. Pero esa misma tarde caminé hacia allí. Reconocí el patio de la casa. Desde ese muro Ana me había sonreído en blanco y negro.

-Quiero que sepas que la historia es inventada. Lo poco que supe de tu mamá lo usé para armar el cuento y, como no tenía final, me inventé que a ella la había visto tomando medio y medio en el  mercado del puerto, y lo de Cantinflas, que era un rumor de las viejas del barrio.

La mujer abrió su cartera. En cada gesto veía a su madre, en aquella edad que nunca tuvo. Tenía el recorte del cuento publicado en el semanario. “Siempre lo llevo conmigo. No tengo palabras para darte las gracias”.

Del bolsillo de atrás de mi pantalón saqué la foto que me había regalado Fontanarrosa. Se la entregué. Nunca la había visto. Tan hermosa, tan sonriente.