«En Londres llueve menos de lo que crees” | Ernesto Eimil Reigosa

Esta crónica recibió una de las menciones en el Premio Sandra 2018  sobre crónicas de viajes.

Dibujo té

Último día (primera parte)
La radio del taxi fue sintonizada hacia una emisora de música retro que desconozco. La vieja y grisácea Eleanor Rigby, de los Beatles, probablemente no sea la mejor canción para escuchar en un maloliente taxi atrapado en medio del tráfico.

Al igual que yo, el conductor — un hombre blanco de mediana edad con anchos hombros que sobresalían de su asiento — no parecía estar escuchando atentamente. Con la boca cerrada miró directamente hacia la amplia hilera de automóviles que se extendía más allá de la rotonda hacia el horizonte, como un veterano pescador parado en la proa de su bote, interpretando la ominosa confluencia de dos corrientes. Siena se arrebujó en el amplio asiento trasero, cerró los ojos y se dispuso a escuchar la música.

Paul McCartney compuso su cancioncilla en 1966, como parte del disco Revolver. Se dice que el nombre fue tomado de una tumba de la iglesia de St. Peter, en Liverpool, donde Lennon y McCartney se reunían. Otra versión cuenta que Eleanor era el nombre de una actriz amiga de los Fab Four, mientras que Rigby era el de una tienda de abastecimientos que McCartney encontró paseando por la ciudad de Bristol.

Siena abrió los ojos y sacó de su bolso un cigarrillo electrónico. “Luego te invito a tomar una cerveza — me dijo amargamente — . En Upton Park es casi imposible encontrar algo decente para beber”. Siena ganó una beca del University College London y vive en Londres hace seis años. Pienso que, al igual que Eleanor Rigby, se siente sola. Sola y nostálgica en esta descomunal ciudad. Tal vez por eso me acompaña.

Siena tiene el pelo a lo garçon, lleva zapatos de tacón brillantes de los que asoman tímidamente unas medias negras y un traje de chaqueta oscuro con una falda que se ciñe sobre sus muslos. Tiene las manos finísimas y las facciones muy finas y unos labios finos que sostienen sin ápice de descaro el cigarrillo eléctrico.

Primer día
Ubicado en el este de Londres, el barrio de Upton Park es uno de los lugares con mayor cantidad de emigrantes de todo el Reino Unido. Bajo la sombra del suntuoso y moderno Estadio Olímpico, en los últimos quince años el área presenció la llegada de unos setenta mil extranjeros, provenientes en su mayoría de países del Cercano y Medio Oriente. El punjabi, el gujarati, el bengalí, el tamil, el urdu, el árabe, el turco, el telugu, el hindi y el polaco son solo algunas de las cuarentitrés lenguas que, junto al inglés, son habladas con fluidez en los mercados y las escuelas de la zona.

En cuanto a la religión, más de 50,10% de los habitantes del distrito se declararon musulmanes, mientras que la segunda afiliación religiosa más alta fue el hinduismo, con 18,30%. El cristianismo en todas sus versiones quedó tercero, con 17,30% de feligreses.

La migración de los seres humanos es un fenómeno mundial que ha estado presente en todas las épocas históricas y en todas las regiones de nuestro planeta. Según la ONU, los inmigrantes en el Reino Unido representan 12,4% de su población total y a su vez 3,4% de los inmigrantes del mundo. Sin embargo, en algunos barrios de Newham, en el este de Londres, la cifra puede rozar 80%.

La ley islámica, la occidentalmente infame Sharía, castiga severamente a cualquiera que sea dado a los vicios. Ni beber, ni fumar, ni apostar, ni pagar por sexo. Por tanto, la mayoría de los pubs de los barrios de mayoría islámica, “los bares que hacen cerveza como mandan los cánones”, han tenido que echar el cierre por la falta de clientes. Y eso para los ingleses es algo muy triste. Podría decirse que los pubs son la piedra angular de la vida social londinense, una institución británica, al igual que la monarquía.

El Islam es la religión que más rápidamente crece en el mundo y se espera que para finales de siglo supere al cristianismo como la confesión con más fieles del planeta. Para 2050 el número de musulmanes crecerá en 73% en todo el orbe. Todo esto según datos del Centro Pew y su informe “El futuro de las religiones del mundo”. Si estos pronósticos se cumplen los bebedores británicos se las verán negras.

LondresLa calle Green Street es el corazón de Upton Park. Un estrecho trozo de asfalto que da cobijo a infinidad de negocios que venden trocitos de la India, Pakistán, Bangladesh o Irán. Los tenderos te miran mal si te paras por más de un minuto sin comprar nada, los comerciantes de tecnología barata parecen absortos en sus propios teléfonos y las esquinas están reservadas para esas grandes cadenas de comida rápida del autoproclamado mundo civilizado.

No puedo resistir mirar a través de las amplias vidrieras de uno de esos restaurantes. Está lleno hasta reventar. La grasa y los carbohidratos, enemigos naturales de los pijos de Shoreditch, Covent Garden y otras partes más relajadas de la ciudad, llenan las bocas de los comensales. No es de extrañar, entonces, de que Newham, junto con el vecino distrito de Tower Hamlets, sean los de mayor incidencia de infartos de todo Londres.

El ajetreo de Green Street se diluye al adentrarse en las calles laterales del vecindario. Una simetría absoluta se observa en el diseño y la disposición de los edificios, como si el arquitecto encargado de dibujarlos sufriera de trastorno obsesivo compulsivo. Las entradas de las casas están protegidas por verjas colmadas de una herrumbre roja y las paredes por ladrillos de color marrón que se amontonan unos sobre otros hasta llegar al techo. Las chimeneas, por su parte, se encuentran calladas, esperando el próximo invierno. En la acera descansan un par de latas de cerveza, abandonadas seguramente por algún joven revoltoso. El Evening Standard, periódico vespertino de Londres, revolotea sobre los autos que serpentean por las estrechas calles, y una pareja de ancianos que pasea cerca de allí comparte las asas de una bolsa de plástico que lleva en su interior varios alimentos enlatados, una botella de agua y una coliflor.

Siena me acompaña hasta su casa por una de esas calles dormidas. Vive en un edificio moderno, con puertas automáticas y buzones individuales. Subimos por la escalera de incendios hasta el primer piso. “Ahora conocerás a Alex — me avisa — . Es mi compañero de piso, o, como dicen aquí, flatmate”.

Alex resulta ser un hombre indio, ya metido en sus treintas. Lleva barba abundante y usa un dastar azul oscuro que le cubre todo el pelo. El dastar es una especie de turbante indio que los hombres bautizados en la religión Sij deben usar en público durante todo momento. Dentro del dastar se esconde un pelo muy largo que, según me cuenta Alex, le cae sobre los hombros hasta más allá de la cintura. Los hombres sijes no tienen permitido cortarse el pelo. Para ellos el mantenerlo largo y cubierto representa honor, respeto a sí mismo y coraje.

“¿Cuánto tiempo llevas viviendo en Londres?”, le pregunto.

Londres“El próximo mes de septiembre cumpliré treinta y cinco años viviendo en Londres. También el próximo septiembre cumpliré treinta y cinco años, por lo que llevo toda mi vida viviendo aquí. Debe ser una coincidencia”, relata con ese sarcasmo prudente que solo los ingleses poseen.

Llega la cena y Alex me resume tres siglos de historia entre la India y el Reino Unido. Es más fácil para un indio adaptarse a Inglaterra que para un musulmán, me confirma. Lo que pasa es que algunos ingleses creen que están a las puertas de una “nueva invasión musulmana”. Muchos europeos no practican ya el cristianismo, pero temen por su estilo de vida, o por la mera posibilidad estética de que los alminares sustituyan en el paisaje a las torres de las iglesias.

En 2016 Sadiq Khan, un seguidor de Alá, se convirtió en el primer alcalde musulmán de Londres, lo que significó un triunfo del modelo integracionista británico. A pesar de ello, Alex me advierte:

“No te engañes, en esta ciudad los musulmanes han convertido a muchos barrios en slums”.

Slum es una palabra muy triste. Sus sinónimos en otros idiomas serían favela, skidrow, gueto. Marginalidad.

Después de terminar la cena me disculpo con Alex por pensar que no era inglés. Mi insularidad me impide identificar más allá del velo, del burka, del turbante o del sari. Será más fácil si eres londinense o si llevas muchos años viviendo aquí. Pero Siena me confirma que para ella también es complicado. Alex nos mira. Ríe socarronamente y me dice:

“En Londres llueve menos de lo que crees”.

Segundo día
Son las 12:03 de la mañana de viernes y Alex ha quedado conmigo en Green Street para mostrarme esas partes “crudas y reales” del vecindario que no salen en ninguna guía de Trip Advisor. Por el camino tomo un pequeño desvío impulsado por la curiosidad y me dirijo a una pequeña tienda donde venden pollo tandori, samosas de cordero, curry y dulces de colores brillantes.

Al entrar, una serie de campanitas de metal se golpean entre sí anunciando torpemente mi llegada. Los clientes me miran fijamente, siguiendo cada uno de mis pasos. Todos están vestidos con trajes tradicionales indios, muy particulares y extravagantes. El dependiente — también de traje — clava en mí su mirada, imitando a sus compradores. Tanta atención me pone incómodo. Apresuro el paso y me marcho, dejando tras de mí el repiqueteo torpe de las campanillas.

Compruebo que la puntualidad inglesa es cierta. Alex llega a la cita cinco minutos antes de lo acordado. Me recibe con una sonrisa, obviando mi ligero retraso. Caminamos desde Green Street hacia el cercano barrio de East Ham, más concretamente hacia la mezquita salafista Masjid Al Ghurabaa, donde Alex me presentará a Wasim. Alex conoce a Wasim gracias a las reuniones que una junta comunitaria de Upton Park mantiene para garantizar y proteger la multiculturalidad del vecindario.

Wasim es — como él mismo se describe — un musulmán moderado. Me dice que antes tenía prácticas más extremistas, sobre todo a partir del año 2013, cuando el exprimer ministro David Cameron dijo en un discurso que los musulmanes residentes en el Reino Unido debían ejercer lo que él consideraba “valores británicos”. Sin embargo, desde mucho antes, Wasim sabía que él y Gran Bretaña no tenían mucho en común.

“Durante toda mi vida me han dicho: No eres británico, no eres británico, así que no creo que a estas alturas vaya a encajar”.

En una Inglaterra donde el multiculturalismo yace por pedazos, este pequeño barrio a solo treinta minutos del centro de Londres se ha convertido para los medios británicos en ejemplo de todo lo que está mal con el Islam. No era raro, hasta hace solo unos años, enterarse de que una familia completa que había sido desalojada de su hogar, marchase hacia Siria para unirse a la causa del Estado Islámico.

A pesar de que las tensiones se han ido disipando con los años, Wasim relata que la semana pasada un par de hombres fueron arrestados por la policía, acusados de planear un atentado contra una base militar; y que otro fiel que pasó junto a nosotros estaba en libertad bajo fianza por repartir panfletos a favor del Estado Islámico en el centro de Londres.

“Algunos dicen que, si crees en todas esas cosas, por qué no te vas a vivir a Arabia Saudita o algún lugar parecido”.

“¿Por qué deberíamos? Tenemos todo lo que necesitamos aquí en Londres, tenemos nuestra mezquita, tenemos una buena vida”.

“¿Te gusta vivir en Londres?”

“Nací aquí”.

Wasim tiene veintinueve años, pero parece de cuarenta, gracias a una larga barba que le llega hasta el inicio del pecho. Tiene el pelo desarreglado y grasiento, con largos mechones que le caen por la frente. Viste a la usanza de los chavs (como se le llama en Inglaterra a los delincuentes juveniles), con un mono deportivo de Adidas azul oscuro y zapatillas también de Adidas de una blancura impecable. Es de ascendencia pakistaní, de segunda generación, pues sus padres llegaron a Inglaterra en un barco mercante el año 1988.

Wasim se despide de nosotros. Pronto comenzará la ceremonia de oración de los viernes por la tarde, conocida en el Islam como Salât al-Jumu’a.

Nunca pude preguntarle cuáles fueron las prácticas extremistas que antes predicaba.

Tercer día
Desde que supe que por unos días me iba a hospedar en East London, me empeñé en conocer a un cockney, uno de esos nativos del este que hablan con acento trabado y complejo, basado en rimas y situaciones de la vida cotidiana.

Según la tradición, los verdaderos cockneys deben nacer al alcance del oído de las campanas de la iglesia de St Mary-le-Bow, Cheapside, que en días pasados se podían escuchar en gran parte del norte y este de Londres. Siena promete llevarme a Camden Town a conocer a un amigo suyo músico que dice ser un verdadero cockney o eastender, como también se les llama.

Camden Town es el epítome de la gente rara. Un refugio de inadaptados, de la alternatividad, de la contracultura del siglo XXI. A la entrada del metro, un homeless escribe con tizas de colores una suerte de manifiesto vital para quien quiera pararse a leerlo; sobre el puente de Regent’s Canal, donde antaño se deshacían de cadáveres, un predicador escupe salmos bíblicos cual si fueran balas y cerca de la entrada del famosísimo Camden Market un punkie con cuernos en la cabeza hechos de matojos de pelo rosa toca la canción “Purple Haze”, de Jimi Hendrix, por un puñado de libras.

La reunión con el amigo cockney de Siena es en el pub The World’s End. Descubro que este personaje es profesor emérito del University College London, que tiene setenta y cuatro años, que es vocalista en una banda de jazz y que en los años ochenta le diagnosticó Alzheimer al presidente Ronald Reagan, observando videos de sus discursos; diez años antes de que oficialmente un médico estadounidense lo hiciera. Su nombre es Ryan Butterworth y es para mi querida Siena una especie de confidente académico.

El profesor Butterworth habla un inglés muy limpio. Sin rimas ni dejes exagerados. Me decepciona un poco no escuchar el slang cockney que estaba buscando. Esta noche, a las 9 y 30, tocará con su banda en el pub. Aprovecha y mientras habla conmigo calienta la voz con una pinta oscura de cerveza Guinness.

“Los Cockneys somos una especie en peligro de extinción”, me dice mientras toma otro sorbo de la cerveza.

El profesor Butterworth ríe con su propia broma. Pero no le falta razón. La llegada de inmigrantes al distrito de Newham ha llevado a la mayoría de los Cockneys de la zona a mudarse a sitios tan lejanos como Essex. Desde los últimos quince años, la población de británicos blancos ha disminuido a la mitad, convirtiendo a Newham en el distrito con menos británicos blancos de todo Londres.

“Siempre hemos sido un país en el que la emigración ha jugado un papel importante, pero no al nivel que lo vemos ahora. Vas de Aldgate a Barking y ves a muy pocos ingleses”.

Butterworth es uno de esos Cockneys “movilizados”. Ahora vive en Stoke Newington, un poco más al norte, pero nació en Whitechapel, donde Jack el Destripador cometió sus crímenes. Antes de que él se mudara con su esposa, su familia llevaba seis generaciones viviendo en el eastend. Afirma que muchos de sus vecinos y amigos de la niñez han seguido sus pasos y que ahora encontrarían irreconocible la zona donde crecieron.

“Cuando era más joven, te encontrabas con celebridades locales que dentro de poco dejarán de existir. Ibas al pub y podías hablar con Paul, el aburrido, o con Gary Lager. Nunca era conveniente cruzarse con Paul, el aburrido, en una noche de juerga”, dice con nostalgia.

En una encuesta realizada por la BBC, 49% de los británicos votó a favor de una mayor regulación en la entrada de inmigrantes provenientes de países de mayoría islámica. El profesor Butterworth es un progresista y no comparte el sentimiento de muchos de sus compatriotas, pero sí desea que los inmigrantes se adapten mejor a la cultura británica, pues muchos no hablan inglés y un gran porcentaje de mujeres no trabaja ni tiene participación social. Viven en lo que llaman un círculo cerrado.

Partidos nacionalistas de extrema derecha, como Britain First y varios periódicos amarillistas al estilo de The Sun, han catalogado a algunas partes de Londres como “no go zones” (zonas a las que no ir), debido a que — dicen — la mayoría musulmana que habita en ellas impone la ley islámica, la Sharía, y las leyes británicas no tienen valor. Butterworth me afirma que eso es falso, pues, Stoke Newington, donde él vive, ha sido clasificado como una de esas zonas prohibidas.

“Lo más peligroso que te puede pasar es que se te enfríe el té. Es un barrio muy seguro”.

Aun así, confiesa que añora ir al East Ham Working Men’s Club y ver un partido de su querido West Ham United y que también extraña la sensación de pasar la mano por la barra para saborear esa pátina de grasa que solo tienen los pubs de verdad.

“¿Sabes? En Stoke Newington a veces me siento solo”.

Último día (segunda parte)
Londres es un caótico laberinto de piedra, smog y grisura. Un caleidoscopio de razas, lenguas y culturas. Es una ciudad voraz, de permanente locura. Londres puede ser devastada por un gran incendio en menos de tres días, o erigirse en el todopoderoso corazón de un Imperio usurero, o resistir un salvaje y prolongado bombardeo casi sin pestañear. Upton Park también es parte de Londres, aunque algunos no quieran y yo estoy en un maloliente taxi saliendo de allí. Y pienso que eso es maravilloso. Y siento que debo decírselo a Siena. Mi compañera sonríe.

“Sí — me dice — . ¿No es bonito pensar eso?”

 

Ilustración: J.Félix Castro.