El potente olor a quemado envolvió París. A una semana de la tragedia aún recorre bulevares, parques y hogares de la capital francesa. Ese aroma ácido y penetrante se mantendrá durante semanas aferrado a las narinas. Ni siquiera esta primavera perfumada por cerezos, lavandas y nenúfares podrá revertirlo rápidamente. Frente a los restos de la catedral de Notre Dame, sentado sobre el muro de una de las orillas del Sena, observo consternando los restos del cadáver gótico que los franceses velarán durante años a la espera de su resurrección.
Al promediar la mañana del martes 16 el presidente Emmanuel Macron afirmó que el fuego estaba extinguido. Es parcialmente cierto. Las llamas permanecen en mi espíritu y en el de todos los habitantes de Francia y del mundo que han observado impotentes la desaparición de un emblema histórico y religioso de la humanidad.
Macrón asegura que será reconstruida. No se sabe el costo, cuántos años de trabajo (aventuró cinco años), ni qué gobierno tendrá esa responsabilidad. Dos generosas familias, de las tres más ricas de Francia: Arnault y Panault donaron ya 300 millones de euros a ese hay que añadirle cantidades menores de otras empresas locales e internacionales que algunos estiman en un total de 1.000 millones de euros. Falta conocer el aporte del Estado que es el propietario de 90% de las iglesias y por lo tanto responsable de su mantenimiento y reconstrucción. Tan responsable como de haberlo asegurado, cosa que no hizo.
Tampoco queda claro si para la reconstrucción se mantendrá el uso de la madera –la corriente tradicionalista tiene de gran peso en el país- o en cambio se utilizarán elementos incombustibles. Esa decisión abrirá un debate técnico entre los defensores de los dos caminos aunque ninguna reconstrucción será tal sin la fidelidad arquitectónica.
Desde el atardecer del lunes 15 observé con angustia la evolución sin control de las llamas. Cuando se derrumbó incendiada la emblemática y elegante aguja central tomé consciencia de que nada salvaría a la catedral. El fuego derrotó a los bomberos impotentes. El agua que vomitaban sus mangueras no alcanzaba el núcleo de las llamas. Tampoco lo combatieron desde el aire como en los incendios forestales. Las autoridades de Protección Civil argumentaron que es peligroso usar esos aviones en zonas urbanas y que traerlos desde el sur, donde tienen su base, demoraría mucho tiempo.
Como en casi toda tragedia urbana nadie asume su culpa y pocos su responsabilidad. Nadie dice “me equivoqué” o “no fuimos previsores”. Tampoco se explica por qué en un edificio con abundancia de madera no había un sistema moderno y eficiente de combate contra el fuego e Instrumental o dotaciones permanentes. Los gobiernos suelen destinar sus presupuestos a captar votos o acallar protestas sociales. El resto, ya veremos.
Mi sacudón emocional no fue menor que el impacto del incendio. Había llegado a las tres de la tarde desde España en el coche de un amigo que me invitó a pasar dos días en la capital francesa. Al llegar y ante sus compromisos de trabajo le pedí que me dejara frente a la Torre Eiffel para aprovechar el tiempo. Luego de deambular por los jardines del Trocadero me dirigí a paso lento hacia Notre Dame. Demoré unos 35 minutos para hacer una parada en les Champs Élysées. Al llegar me senté a tomar un café en las inmediaciones. Un rato después, alertado por gente que corría hacia la catedral ví las primeras llamas. Parecían tener su origen en algún lugar detrás de una estructura metálica montada para una reconstrucción. Algo o alguien falló. O fallaron los controles.
La velocidad de propagación fue increíble. A unos ciento cincuenta metros de distancia daba la sensación de que un enemigo oculto desde el interior avivaba las llamas. La vieja y reseca madera era campo fértil. No pude irme. Un poco tal vez por una curiosidad morbosa, pero el fuego se convirtió en un imán para alentar mi esperanza –vana esperanza- de que alguien lo extinguiera. Cerca de las diez de la noche el seguía vivo en varias zonas. Como si festejaran, las llamas bailaban rítmicamente.
A escasa distancia de dónde me había instalado una pareja de veteranos lloraba. “¡Oh, mon dieu est horrible!”, se lamentaba la mujer mientras buscaba consuelo sobre el hombro de su esposo. El hombre, más explícito, furioso e impotente, maldecía: “¡Merde! ¡Merde!”. A su lado varias adolescentes tomadas de la mano expresan su dolor. Tanto que ni siquiera miran las pantallas de sus celulares. Un dolor sin edad. Notre Dame integra el ADN de todos los franceses desde su nacimiento. A mi izquierda un grupo de turistas japoneses rompe la sobriedad de su raza y se abrazan conmovidos. Agoté mis lágrimas. No tenía a nadie a mi lado para consolarme. Me apoyé en el nutrido grupo de dolientes que fue aumentado progresivamente hasta que en la noche del martes 16 eran miles.
En la modernidad del siglo XXI pese al avance de la tecnología y de modernas armas de combate contra el fuego no fue posible lograrlo. La esencia de la catedral cayó luego de haber resistido embates durante 230 años.
Los revolucionarios de 1789 que derrocaron a la monarquía impulsaron a través de un razonamiento absurdo la destrucción de los edificios públicos con énfasis en las iglesias. Luego llegaron las dos grandes guerras mundiales, especialmente la ferocidad nazi pero Notre Dame sobrevivió.
Construirla fue una tarea de pacientes titanes. Comenzó en 1163 y en 1220 se decidió cambiar la cubierta. Construyeron arcos que permitieron abrir ventanales más grandes y se erigió la flecha que había sido demolida durante la revolución.
Cuarenta años más tarde, en 1260, cuando estaba casi terminada, se añadieron los espectaculares arbotantes (de 15 metros de vuelo) que le dieron el aspecto que la distinguió durante siglos. La fachada con las dos torres gemelas y la aguja fue construida por Eugène Viollet-le Duc, paradójicamente un artista ateo.
La proyección popular de la catedral se inició con la pluma de Victor Hugo cuando en 1831 publico su novela “Nuestra señora de París” (“Notre Dame de París” en el original). Hugo se propuso defender el arte gótico que era denostado. La novela narra la historia de la gitana Esmeralda y su vínculo con Quasimodo, un jorobado sordo que deambula por la catedral. Los expertos sostienen que la obra, por su ambientación, amores imposibles y personajes marginados, es un modelo literario del Romanticismo. Las impresionantes y simbólicas gárgolas de la época quedaron indisolublemente unidas a la ficción de Hugo.
Fueron instaladas como una protección simbólica. Pero esos monstruos fantásticos con reminiscencias humanas cumplen una función práctica: desvían el agua de lluvia para impedir que al caer degrade los muros exteriores.
“El gótico es el único arte que logró ocupar toda Europa. Es un emblema de la construcción europea de la razón”, dice José Enrique Ruiz-Domenech uno de los mayores mediovalistas europeos que fue profesor en París de esa materia durante varios años.
Notre Dame también fue un receptáculo del poder político. Allí se coronó Emperador Napoleon I y se celebraron los funerales de Estado de los presidentes Charles De Gaulle, Georges Pompidou y Francois Mitterrand, sin considerar su fe religiosa.
Para las generaciones que siguieron a la creación de la novela, la catedral no hubiera adquirido su dimensión si el cine no hubiera recogido la obra de Victor Hugo a lo largo de 73 años.
La primera película (muda) con el argumento de la novela fue protagonizada en 1923 por el estadounidense Lon Chaney (conocido como el hombre de las mil caras) en el papel de Quasimodo, en la segunda ese papel lo desempeñó el británico Charles Laughton (1939). La terera la protagonizó el estadounidense Anthony Quinn como el jorobado y la italiana Gina Lollobrigida (1956) como la sensual y voluptosa Esmeralda. Finalmente el británico Anthony Hopkins se metió en la piel de Quasimodo (1982). Es significativo –y por qué no discriminatorio- que ningún francés haya sido convocado para el papel protagónico o que el propio cine francés no haya planteado su propia producción.
En 1996 Disney produjo un exitoso largometraje de dibujos animados con la reiteración del título: “El jorobado de Notre Dame”.
El personaje de ficción que encarnó Ethan Hawke en “Antes del atardecer” (2004), mientras navega con su amada por Sena y miran hacia Notre Dame le comenta: “Escuché una historia sobre cuando los alemanes tenían que retirarse del París ocupado. Dejaron a un soldado encargado de detonar varios explosivos que colocaron dentro de la catedral pero el soldado se sentó a admirar la construcción y no pudo hacerlo”. La joven le pregunta si el relato es cierto. El responde que no lo sabe “pero siempre me gustó esa historia”.
En realidad la versión parte de un hecho real que narra la película “¿Arde París?” de 1966 basada en la novela de Dominique Lapierre y Larry Collins. A raíz de la llegada de los aliados a París el general Dietrich Von Choltitz, gobernador militar de la ciudad, recibió el 23 de agosto de 1944 la orden de Hitler de destruir los monumentos más emblemáticos de París. para evitar dejarlos en manos de los aliados. Von Choltitz no acató la orden y entregó el poder a los aliados. Dos días después Hitler consultó a sus generales: “¿Arde París?”. Ante una respuesta negativa montó en cólera. Le quedaban ocho meses para su derrota final y el suicidio.
- Raúl Ronzoni es periodista uruguayo, radicado en España. Crónica especial para Delicatessen.uy