La muestra inaugurada el 29 de marzo está en boca de todos. La “manía picassiana” tiene su epicentro en el Museo Nacional de Artes Visuales que viste de gala para recibir la vida, el drama, el amor y la muerte de uno de los artistas más importantes del siglo XX.
Convivir con Picasso implica aceptar la inmensidad de un trabajo prolífico y desbordante, tan feliz como destructivo, nunca igual y sin embargo reconocible. Las variaciones de temas recurrentes como los pierrots, los toros, el minotauro, el cuerpo femenino y las palomas, así como las constantes referencias al clasicismo y las producciones realistas que nunca abandonó, lo convierten en un torbellino capaz de provocar, al día de hoy, admiración, rechazo o controversia, tal como ocurrió en su propio tiempo.
El malagueño nació en el seno de una familia burguesa, cuyo padre, José Ruiz y Blasco era dibujante, pintor y amante de las corridas de toros. La madre, María Picasso y López sentía devoción por su primogénito a quien le decía: “Si te metes a soldado, llegarás a general. Si te metes a cura, llegarás a Papa”. Era el centro de la casa y entre los lienzos de las palomas de José, empezó a dibujar desde muy pequeño.
Como toda epifanía, ya sea científica, artística o de otra índole, posee raíces profundas y siglos de investigación que se precipitaron con los impresionistas y postimpresionistas durante las últimas décadas del siglo XIX. Se trata de la ruptura con la visión institucionalizada desde el Renacimiento que disolvió formas y atmósferas en las pinturas románticas de Turner o Constable y que, con atrevimiento y maestría, plasmaron mucho antes Velázquez, El Greco o Rembrandt. La fin de siècle encontró resonancias en el simbolismo con obras tan desacostumbradas como las de Odilon Redon, Moreau o el propio Klimt y la impactante Sezession vienesa. Nuevos intereses propiciaron la búsqueda de lenguajes alternativos, se gestaba una revolución. También una guerra, y sucesivas catástrofes hasta mediados del siglo XX. Catástrofe proviene del griego catastroi y quiere decir poner el mundo al revés.
Entonces, cómo no verse afectados por el psicoanálisis, la aviación, la radio, la teoría de la relatividad, la revolución rusa o el sueño luminoso de Voyage dans la Lune. Todo ello era el ambiente de las vanguardias que comenzó en 1905 en el Salón de Otoño de París con los fauvistas, esas fieras impertinentes que manejaban el color como instrumento expresivo fundamental. Y los expresionistas, críticos que trasmutaron el dolor en una máscara inverosímil o en el gabinete de un médico desmedido. Y los futuristas, cuyo precursor, Marinetti, afirmó en el primer manifiesto que “un automóvil rugiente que parece correr sobre metralla es más bello que la Victoria de Samotracia”. Y el motivo absurdo de los dadaístas, cuyo teatro fue del gusto de Picasso. Y la poesía de su amigo Apollinaire. De pronto coexistían ojos, pies, sexos, escaleras, frases y estrellas en perfecta armonía como Joan Miró hizo posible. Y Kandisnky, quien en su libo De lo espiritual en el arte, relata que quedó prendado al contemplar uno de sus cuadros al revés, hecho que lo llevó a experimentar con bellezas inéditas naciendo la pintura abstracta. ¡Qué aleph!
La familia se trasladó a Barcelona en 1895, luego de que el padre aceptara un puesto en la Escuela Provincial de Bellas Artes. Pablo ingresó al mundo moderno para no regresar. Luego de una breve estancia en Madrid que le permitió tomar contacto con Goya, El Greco y Velázquez, empezó a formar parte de las tertulias de intelectuales y artistas progresistas de Els Quatre Cats. Allí conoció a Casagemas y Sabartés, dos de sus amigos más queridos. París se convierte en la meta y lo impacta la obra de Toulouse-Lautrec.
Conquistar París a pesar del fracaso del primer intento al que convierte en un desafío elaborando su propia versión del Moulin de la Galette, retomando así un tema recreado por los padres fundacionales de esta gesta y colocándose al mismo nivel que ellos. Pinta un autorretrato que se llama “Yo, Picasso” y empieza a firmar sin el Ruiz.
Casagemas, se suicidó por amor, la mujer era también amada de su amigo. La culpa y la tristeza lo invadieron. Picasso se colocó cristales azules para contemplar la realidad de los desvalidos. En esa paleta fría y sola, encarnan personajes rotos como el guitarrista, la mujer que plancha o las madres desoladas con hijos sufrientes. Todos flacos y alargados, recuerdan el manierismo de El Greco.
Llegó a su vida Fernande Olivier, una joven modelo de artistas, tan alejada del ideal de mujer andaluza, tan parisina en sus costumbres, tan liberal. Picasso moría de celos, pero mientras pasaban por un buen momento, fijó la mirada en los arlequines y artistas callejeros, la paleta se suavizó, recobró el gusto por el dibujo y los colores cálidos, he aquí la etapa rosa. Conoció a los hermanos Stein (pertenecientes a una rica familia de Nueva York), quienes serían importantes mecenas de su obra. Ellos le presentaron a Matisse a quien reconoció como un genio y, por supuesto, quiso superar.
Pintó el retrato de Gertrude Stein el cual no pudo resolver durante meses, lo abandonó hasta que encontró la clave en el arte primitivo ibérico y sus miradas hacia la eternidad. El rostro de Getrude plantea un problema: no se le parece, pero Picasso dijo: “ella se parecerá a él”.
A finales de 1906 se aisló en el Bateau-Lavoir. Influido por Cézanne, Gaugin, la escuela ibérica y el arte primitivo africano, retomó el tema de los burdeles de su primera juventud y en 1907 nació la extraña confluencia de Les demoiselles d’ Avignon. Ejecutó numerosos estudios previos (uno de los cuales podemos apreciar en la muestra) que incluían personajes masculinos y una calavera, como memento mori o la certeza de la muerte en un lugar de placer. No se trataba de un tema nuevo sino de una resolución novedosa. La representación objeto-espacio adquiere una relación nunca vista, planos cortantes y breves que nos trasladan hacia otro lugar en un breve lapso, el juego espacio-temporal que funde el fondo con las figuras. Las mujeres centrales evocan el clasicismo, las demás, esconden sus rostros en las máscaras primitivas y en el medio, la reinterpretación de un bodegón. Cuando su amigo Braque vio la obra en el taller, exclamó “¿Es que nos quieres hacer tragar petróleo?” Aún así, “El desnudo” de 1908, confirmó que Braque recogía este guante y ambos se adentraron en la invención del cubismo. El cuadro se expuso por primera vez en 1916, en 1937 fue visto nuevamente en el Petit Palais de París y poco después lo adquirió el Museo de Arte Moderno de Nueva York por 28.000 dólares. Eva Gouel, la nueva compañera sentimental de Picasso, inspiró un aluvión de pinturas cubistas. Pero estalló la guerra y en 1915 “Ma Jolie” falleció de cáncer.
Al finalizar la Primera Guerra Mundial, la vanguardia artística se desplazó a Nueva York y París experimentó una calma forzada que Jean Cocteau llamó “regreso al orden”. Picasso se relacionó con los Ballets Rusos y en Roma conoció a la bailarina Olga Koklova, su primera esposa. Volvió al clasicismo sin abandonar el cubismo. Tomó contacto con la alta sociedad a la que Olga estaba acostumbrada: fiestas, trajes, lujos. En 1927 comenzó la relación con Marie-Thérèse Walter, una muchacha de 17 años cuyo vínculo lo sumió en la reconstrucción fantástica del cuerpo curvilíneo y en la etapa más erótica de su carrera con claras influencias surrealistas.
El amor tormentoso con la fotógrafa Dora Maar, la más intelectual de sus compañeras sentimentales y con la única que podía comunicarse en español, coincidió con la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial. El gobierno republicano le encargó un cuadro para la Exposición Mundial de París de 1937, es el año del bombardeo al pueblo vasco de Guernica por parte de las fuerzas nazis aliadas de Franco. El inmenso dolor se tradujo en una pintura icónica del siglo pasado, en ella aparecen animales, el ave, el toro, el caballo; personas y deformaciones atroces, gigantismo de órganos corporales que se convierten en cuchillas e instrumentos punzantes. La gama de los grises lleva al máximo el poder simbólico y atemporal de la obra: ilustra el horror de todas las guerras. Juró volver a España cuando El Guernica pudiera colgarse. No sucedió. En 1981 El Guernica retornó a la patria que no lo viera nacer y desde 1992 se encuentra en el Museo Reina Sofía en exposición permanente.
Mientras tanto, continuaba casado con Olga, la relación con Dora llegaba a su fin y Picasso conoció a la artista plástica Françoise Gilot, con quien tuvo a dos de sus hijos, Claude y Paloma, él insistía en que ella necesitaba conectarse con la maternidad para “ser menos intelectual y más natural”. Cuando la relación terminó, Françoise publicó el controversial libro Life with Picasso, un éxito de ventas cuyo contenido lo enfureció completamente.
En 1947 descubrió la cerámica, técnica de la que podemos apreciar cuatro ejemplos plenos de raíces ibéricas y primitivas, sin contar las experiencias que siempre desarrolló como escultor poco convencional, alejándose del bronce en algún momento para experimentar con planchas metálicas, cuerdas, cartones y materiales menos burgueses y más bastos.
A partir de 1948 se realizaron congresos que hicieron que viajara como vocero de la paz, retomó, por entonces, el paternal tema de las palomas y bautizó a su hija más pequeña con el nombre de Paloma, mujer que desarrolló una destacada labor en el mundo de la moda, el diseño y los perfumes y hasta interpretó a la condesa Erzsébet Báthory en la película Cuentos inmorales de Walerian Borowczyk. En 1949 pintó la famosa Paloma de la Paz para el Congreso homónimo.
Cuanto más cerca de la muerte estaba, más se aferraba a la vida. Después de la Segunda Guerra, con 64 años, comenzó una producción incalculable y febril reinterpretando a algunos de los grandes maestros que admiró: Delacroix, Manet y, sobretodo, Velázquez. Realizó 58 estudios de Las Meninas, dos de los cuales pueden apreciarse en la última sección de la muestra.
En 1954 empezó la relación con Jacqueline Roque y Picasso pronunció por segunda vez en su vida, los votos nupciales. Esta mujer a la vez sumisa y dominante, que se dirigía e él como Monseñor, contribuyó al aislamiento de Picasso a lo cual llamó protección, dedicó su vida a él, como una devota sacerdotisa, lo cuidó hasta la muerte del pintor en 1973. Jacqueline se sumió en la depresión y se suicidó en 1986.
Hay alusiones a sus dos primeros hijos en la muestra del Museo Nacional de Artes Visuales. Pablo, el primogénito aparece en una breve filmación, junto a su madre Olga. Maya, en Maya con muñeca, tal vez una de las joyas más preciadas de esta selección. Otras maravillas son los documentos exhibidos en una vitrina de penumbras: una carta de Sabartés desde Montevideo, otra de Torres-García que no fluye y que denota la breve y poco feliz relación que ambos tuvieron en París cuando el uruguayo escribió una biografía del andaluz que terminó en el fuego y a cuya primera versión de la tapa podemos acceder. Dos autorretratos, uno de Torres-García, otro de Picasso y fotos de juventud en la Barcelona modernista, donde los protagonistas planeaban conquistar el mundo con aires triunfales.
Enmarcada en el proyecto Picasso Mundo, la muestra exclusivamente concebida para Uruguay, contó con la curaduría de Emmanuel Guigon (director del Museo Picasso de Barcelona). Se divide en seis secciones de mirada retrospectiva: el Modernismo catalán, el cubismo, la metamorfosis de entreguerras, el triunfo del erotismo, las cerámicas y el último Picasso. La iniciativa conjunta del coleccionista Jorge Helft y de Laurent Le Bon (director del Museo Picasso de París), junto a la Embajada de Francia, hicieron posible que la idea del poeta Jaume Sabartés (amigo del artista, quien viviera en Montevideo a finales de los años veinte) de instalar una exposición de Pablo en nuestra capital, se hiciera real 92 años después. Enrique Aguerre (director del Museo Nacional de Artes Visuales) y su equipo recibieron las cajas de los tesoros, descansaron 48 horas y de a poco vieron la luz en un espacio nuevo, y encontraron su lugar a partir de un profesionalismo intachable. Uruguay pudo recibir una exposición de este calibre. Enhorabuena, porque no solo de pan vive el hombre.
Y mientras escribo, no puedo dejar de escuchar a Erik Satie, precursor del minimalismo, el impresionismo musical y el teatro del absurdo. Su compañera Suzanne Valadon fue pintora, y nos dejó un retrato de su amado de 1893, con luces postimpresionistas, tierno y expresivo. Picasso sintió mucho su muerte, acaecida en 1925. Es que ese hombre vivió casi un siglo, conoció a tantos, dejó por el camino a muchos y absorbió la vida como pocos.
Ana Broggio. Nació en Montevideo. Es terapeuta, escritora, profesora de historia y de historia del arte egresada del IPA. Cursó estudios en la Escuela Nacional de Bellas Artes y la maestría de epistemología de la historia en el Centro Latinoamericano de Economía Humana. Fue guía de museos, trabajó en grupos de teatro y se desempeñó como coordinadora de proyectos artísticos en la Administración Nacional de Educación Pública, realizando tareas de alcance nacional. En ese marco escribió un manual para análisis de películas y participó en el libo Cien años compartidos sobre el centenario de los liceos departamentales (editorial Rumbo). Ha publicado libros, guías didácticas y artículos sobre temas históricos para la editorial Aula y para la Asociación de profesores de América Latina y el Caribe. Fue responsable de la organización del Primer Encuentro Steampunk del Uruguay. Participó en la Jornada de la casa de los Escritores de la 40 Edición de la Feria del Libro en la Intendencia de Montevideo. Ha expuesto en congresos educativos y en el V Seminario Internacional de Literatura Fantástica. Cofundadora de Escritores Alternos, publicó el libro de cuentos de ciencia ficción Tesla: mundos alternos 1 y coordinó el homenaje a la escritora Mary Shelley por los 200 años de Frankenstein en la Biblioteca Nacional.