Se dice que las rutinas son malas. Para mencionar algo tedioso y aburrido se lo suele catalogar de “rutinario”. Debo confesar que no me parece justo. Hay rutinas y rutinas.
Un bello texto de la escritora argentina Ana María Shua recrea la costumbre que tenía Kant, el filósofo que “es tan regular en sus costumbres que cada día esperamos su paso para poner en hora nuestros relojes. Cruza la calle siempre por esta esquina a las cuatro en punto de la tarde. El resto del universo, en cambio, es irregular, confuso, impredecible. (…) Todos ponen en hora sus relojes al paso preciso del profesor puntual. Así, cuando Kant se va de viaje, la gente del pueblo no logra llegar a un acuerdo, algunos relojes atrasan y otros adelantan, la maestra llega a la escuela cuando los niños ya se han ido, los novios no coinciden en la iglesia a la hora de la ceremonia de bodas (muchos matrimonios fracasan antes aún de haberse realizado) y se producen batallas callejeras para decidir en qué momento exacto debería escucharse el tañido de las campanas.”
El ejemplo me sirve para compartir algunas reflexiones sobre la rutina, un concepto que tiene mala prensa. La rutina no es ni buena ni mala en si misma. Como todo en la vida, hay que ser lo suficientemente inteligente para que esa práctica, esa rutina, no termine por dominar nuestros actos, porque ahí sí se puede estar en problemas. Una rutina puede ser terriblemente perjudicial para nuestra existencia si no la sabemos manejar.
Cuando la rutina es sinónimo de aburrimiento y hastío, todo se complica. Aparecerán las dificultades, las manías, el desgaste con los vínculos más cercanos, entre otras consecuencias. La rutina, según el diccionario, no es más que la “secuencia invariable de instrucciones que forma parte de un programa y se puede utilizar repetidamente” o la “costumbre inveterada, hábito adquirido de hacer las cosas por mera práctica y sin razonarlas”. En las primeras páginas de la novela de Claudia Amengual “Falsas ventanas”, la autora escribe: “Es mentira que la rutina mata. La rutina es hermosa cuando la rutina es feliz. Lo que mata es no adaptarse al cambio, la frustración de sentir que uno va corriendo detrás y nunca llega.”
En general, cuando somos conscientes que la rutina nos gana, queremos cambiarla por el mero hecho de no caer en esa rutina. Pero me pregunto, ¿es esa rutina perjudicial para nuestra conducta? Se debe analizar cada caso. Por ejemplo yo tengo la rutina de madrugar. Me parece saludable, aprovecho el día, disfruto de madrugar. Lo siento como una agradable rutina y para nada un problema. ¿Está mal eso? Creo que no, porque el día que puedo dormir hasta tarde, si no tengo compromisos duermo hasta tarde.
Hace poco leía un artículo de un psicólogo que decía que en su experiencia con pacientes, ha comprobado que “lo que más extrañan las personas que quedan viudas, siendo ya mayores, son las rutinas. Ninguna de ellas se acuerda de los viajes que hicieron ni de todas las salidas y diversiones que compartieron; sino de la hora del desayuno, la del almuerzo o la cena en casa; y entrar a sus casas donde vivieron tantos años sabiendo que esa persona desaparecida no va a volver suele ser la experiencia más devastadora. Esta reflexión sobre la rutina nos enseña que no es necesario pretender desterrarla totalmente de nuestras vidas, sino que como todo, requiere que seamos selectivos y utilicemos los automatismos para lo estrictamente necesario tratando de prestar atención, para no vivir todas nuestras experiencias funcionando con el piloto automático. Cuando la rutina agobia, es la señal de la conciencia que indica, que hay que empezar a ser más creativo también con lo cotidiano.”
La cita resume lo que pienso. Desterremos el “piloto automático”, eso si nos hace mal porque nos hace vivir como zombies, sin rumbo. Dejemos de ser un engranaje por el solo hecho de que lo hacemos cotidianamente. Analicemos las rutinas que nos hacen bien, que son positivas y excluyamos las negativas. Las rutinas no pueden ser barreras en las cuales guarecernos porque somos incapaces de vivir cada día con algo nuevo. Las rutinas también deben ser consensuadas con nuestro entorno más cercano, porque, insisto, muchas veces se pueden transformar en manías inmovilizantes.
En un artículo periodístico, el crítico español de El País de Madrid, Jorge Ernesto Ayala, escribió que «hay gente que no tiene muy claro si su tendencia a la rutina es beneficiosa o perjudicial para su existencia. En principio, la monotonía en su funcionamiento cotidiano activa en ella una especie de resquemor o prejuicio defensivo. Tal vez porque la rutina no goza de prestigio en nuestros días, ya que todo ha de ser cambio, vértigo, sorpresa, imprevisibilidad. La rutina es conservadora, todo lo contrario de su antagonista que luce siempre moderna. Si ejercitan la improvisación, si intentan sorprender a sus rutinas con un paso imprevisible, notan que de pronto su presente es invadido por la inquietud y la inseguridad. La rutina los ancla en un territorio tranquilizador. Así se van inclinando paulatinamente hacia lo programado. El dictamen de a quienes consultan sobre su futuro tampoco los tranquiliza del todo. Sigue tu instinto natural si fueres peligrosamente tentado a sorprenderte a ti mismo, le indican unos. Otros llaman a un mayor arrojo vital. Como la tendencia natural de esta gente es la repetición, la consagración de lo reiterativo, es muy difícil que mientras tanto se produzca algún trastorno digno de mención, un imprevisto que signifique un retroceso irreversible o una alerta de peligro.»
Y agrega que «una coraza de gestos programados los protege de la temida sorpresa y descalabro de lo seguro. Un desplazamiento por la ciudad supone una observación casi matemática del recorrido practicado. Ir del punto A hasta el punto B supone siempre la línea más recta, absolutamente ajena a la improvisación o al delirio de un cambio de rumbo aunque los lleve al mismo punto de arribada. Despejar la casa, después del desorden que ha supuesto el trajinar del día anterior, les exige poner en funcionamiento una cadena de gestos y movimientos mimetizados. La eficacia de esa labor queda así garantizada. La rutina se convierte para ellos en una tabla de salvación en medio del proceloso andar por el mundo. Así es como pierden amigos, novias, conocidos, dado, según arguyen estos, su falta total de imaginación y desprecio por lo dictado. Así fue como conocí a personas que, ante esta situación, descubrieron que la escritura los fijaba en un espacio. La escritura misma era una forma de rutina, a la que había que consagrarse como un oficinista se consagra a su escritorio o un cirujano a su mesa de operaciones o el traductor a sus diccionarios. Sentían que una vez cumplidas sus obligaciones domésticas, el resto del día se hacía largo e incierto. Era entonces cuando aparecía la escritura. La rutina del quehacer literario. Leer, escribir, leer, escribir. A su alrededor, el mundo para ellos se hacía más seguro. Habían oído o leído en algún sitio que la rutina neutraliza el espíritu creativo. Ellos sentían que ese exagerado diagnóstico no les incumbía. En el fondo, esta gente no habla de elección, como si se tratara de elegir una profesión o un país para conocer. Sería más apropiado mencionar la fatalidad. La rutina como destino de sus días. Las personas rutinarias tienen una ventaja sobre las que no lo son. No se aburren nunca.»
Esta última sentencia me pareció perfecta. Aunque también digo que las rutinas nacieron, para ser quebradas.