Me hubiese gustado vivir tu tiempo, distinguido y extraño y luminoso Julio; esa época donde desbordó tu imaginación, tal vez preñada de sueños acuñados en tu legendaria Torre de los Panoramas.
Qué hermosa, conmovedora experiencia estar allí contigo, aunque fuese solo un momento.
Claro, probablemente no me habrías permitido semejante y atrevida cercanía; estoy persuadido.
¿Cómo aceptar tú que alguien simple, aunque admirado, escudriñase esa mismidad compleja que también te dio fama y te alejó de tantos y te hizo para muchos incomprendido, quizás en el preciso momentos en que escribías, volando tu pluma por realidades dibujadas de pronto, salidas de eso que llaman espíritu, o, con menos sentido poético, alma?: “La tumba que ensañóse con mi suerte, me vio acercar a vacilante paso, como un ebrio de horrores, que al acaso gustase la ilusión de sustraerte”.
Alguien te señaló y exclamó, presuntuoso: “Fue un entredicho con el medio literario que habitó”. Otro te calificó de “simbolista a la francesa”. Pero…, ¿qué pueden saber ellos cuando aquella, tu afiebrada mente, deambulaba por confines trágicos y alegres, llenos de gritos y cercados de susurros, confines íntimos, ajenos a la mediocre vida cotidiana, ajenos a límites y etiquetas y juicios, ajenos por completo a la intensidad interior que te comió las entrañas y te emborrachó de inspiración?
“En una larga extenuación inerte, pude medir la infinidad del caso, mientras que se pintaba en el ocaso la dulce primavera de tu muerte”.
Refinamiento exasperado, metáforas preciosistas, lenguaje que es arte puro y capaz de saltar de la gracia ardiente al lirismo cruel de lo atroz. Así sueño en un cuaderno tus líneas de prolija escritura; así has quedado en mí, Julio, y hoy puedo decir que para siempre.
¿Contradictorio? Al menos yo, tanto tiempo después, cuando me atrevo a confesarte todo esto, sí, lo he creído posible: amante intenso y desamorado sorpresivo, contertulio festivo y, al rato, supuesto misántropo que salta a sus soberbios textos y confunde alejándose de la relación social.
Cierto, Julio: ¿quién tuvo ni tiene el derecho de escudriñarte cuando sólo has querido luchar, desde la belleza de las formas, desde tu poesía y tu prosa de rara perfección, con tus propios, obsesos fantasmas interiores?
“La estrella que amparónos tantas veces y que arrojara en medio de las preces un puñado de luz en tus despojos, hablóme al alma, saboreando llanto:…”.
Te llevaste a la tumba el secreto de tu maravilla y de tus oscuridades. ¡Tantos, pero tantos han querido quitarte a dentelladas hasta la piel y los huesos para comprenderte! Y no sólo fue, sino que es y será imposible, porque nadie podrá descubrir tu esencia, Julio, ni siquiera aquellos contemporáneos que lograron mirarte a los ojos y, con temor, preguntarte.
Me apasiona aventurarme a decir que es probable que todo el misterio habite en aquella sentencia de Berkeley –y voy a parafrasear a Borges- que dice que el sabor de la manzana está en el contacto de la fruta con el paladar, no en la fruta misma.
Pues es igual en la literatura, ¿No, don Jorge Luis? “Lo esencial es el hecho estético, la modificación física que suscita cada lectura”.
Por eso cerraste el poema con este verso estremecedor:
“¡Oh, hermano, cuánta luz en esos ojos que se apagaron de alumbrarnos tanto!”.
(·) “La estrella del destino” es un poema de Julio Herrera y Reissig, escrito a fines del siglo XIX. Dedicado a él, esté donde esté.