Caricatura: Jaime Clara
Este 31 de enero se cumplen 111 años del nacimiento de don Atahualpa Yupanqui, uno de los más grandes folkloristas que ha dado nuestra América. Personalmente, me considero afortunado porque hace muchos años, al inicio de la década de 1970, tuve el honor de conocerle. Me lo presentó un amigo y compatriota suyo, guitarrista clásico y consumado pintor llamado Santiago Paz, que ahora vive en Tenerife pero que por aquel entonces trabajaba en Palma de Mallorca, igual que yo.
Yupanqui visitaba a menudo la isla, porque decía que el Mediterráneo le ofrecía “un rincón quieto para el cansado corazón que llevaba por los caminos…” Así entre charlas, mates, asados y evocaciones (por esos años vivía en Paris, en un apartamento de la rue Raymond Losserand), intercambiábamos historias y recuerdos personales de otros tiempos. Yupanqui de su pampa húmeda, Paz de su Chubut natal y yo de mi añorado Uruguay.
Aprendí mucho de don Ata. Le conocí y admiré, no sólo como un gran artista que cantaba cosas profundas y contestatarias, hermosas o dolorosas, sino también como un hombre sincero y amigo de sus amigos. Aunque Atahualpa era un solitario. Amaba su soledad con devoción y hacía un culto del silencio, al cual (al menos según sus versos) nunca le tuvo miedo. Filosofía de vida que mantuvo hasta su muerte en Francia, en mayo de 1992, durante una de sus agotadoras giras.
Uno de sus dichos favoritos, con el que solía aconsejar a los más jóvenes, se refería precisamente a eso. El viejo poeta decía: “Si lo que va a decir no es más valioso que su silencio, mejor quedarse callado”.
Sus creaciones retrataban fielmente la sensible humildad del hombre de campo y sus costumbres, porque poseía un profundo conocimiento de la naturaleza humana. En sus canciones siempre hablaba de verdades universales, de sus caballos, de la tierra, de los montes y los ríos. Y como le gustaba acotar, “… del paisaje más hermoso de todos: El Hombre”.
Afirmaba que el gaucho es un hombre reservado, cauto y discreto. Luego agregaba solemne: “Somos tímidos y recatados. La pampa está poblada por miles de solitarios. Me parece que la geografía nos hace así. Tenemos muchísima tierra, mucho campo abierto para la soledad. Por eso cantamos y componemos de este modo. No nos gustan las restricciones ni los sentimentalismos baratos ni las historias de amores vulgares. Componemos los versos igual que usamos el lazo, libremente, sin miedo. Así nos explayamos en nuestras historias. Cuando un pampeano canta, se toma su tiempo para relatar lo que le interesa, porque no quiere que le impongan frenos ni fronteras. Por esa razón, la música de las pampas es tan diferente de la andina, porque no tiene una cordillera que le limite el horizonte…”
También sabía ser cáustico y cortante con las personas que intentaban adularle. Si la conversación no le agradaba, se quedaba como ausente, con cara muy seria (como esculpida en piedra), dejaba de hablar y se ponía a tararear en voz baja alguna vieja canción. Esa era nuestra señal secreta para ir a su rescate. Además, odiaba que le pidiesen que trajera su guitarra a una fiesta o reunión:
“¡Mi guitarra no come asado!” respondía enojado, ante la invitación condicionada. Y de nada valdrían ya las disculpas ni las explicaciones posteriores. A lo sumo, agregaba de forma lapidaria: “Mire paisano, mejor no aclare que se oscurece…”
Confieso que me considero afortunado por haber compartido tantas horas con él y de haberle podido escuchar en casa, tocando su guitarra maravillosa en el silencio de aquellas cálidas noches mallorquinas. Para Atahualpa, el folklore era cosa seria. Por eso, cuando cantaba pedía silencio y concentración. Y agregaba que para escribir buenas canciones, el compositor debe saber controlar su sentido de la soledad.
Atahualpa defendía con firmeza la privacidad de su vida y una lealtad inquebrantable hacia sus amistades. Pero también sabia ser muy pícaro y recuerdo como me hacía emocionar, con un guiño de complicidad, cuando sabía que yo estaba entre el público de un recital suyo. Entonces agregaba una canción muy poco conocida de su repertorio llamada “Pa què”, del uruguayo Romildo Risso, autor también de “Los Ejes de mi Carreta”. Una travesura, porque sus versos dicen: “Yo soy de Montevideo…”, una frase que al oírsela cantar me conmovía profundamente en aquellas dècadas de ausencia y lejanìa. Quizá por ese motivo, he tardado tantos años en relatar estas historias personales y mencionar la existencia de otra canción, titulada: “Poema Para Un Bello Nombre”, seguramente desconocida por la mayoría de los uruguayos.
Transcurría el año 1976 y Yupanqui se encontraba descansando en Mallorca. Habíamos paseado por la isla, comido asado en casa y tomado mate con mis padres, recordando sus tiempos de domador en Cardona, que curiosamente coincidían con los años en que mi padre tropeaba y embarcaba ganado desde la estación La Lata, en trenes con destino a La Tablada, en Montevideo. Estas reuniones eran casi un ritual para él: Traer yerba mate para mis padres, algún otro obsequio y luego pasarse una tarde en nuestra casa del barrio San Agustín, charlando de los viejos tiempos.
Una noche previa a un concierto, a don Ata se le ocurrió comer pescado y mariscos, y con Santiago Paz decidimos llevarle a La Casa Gallega, un conocido restaurante palmesano, especializado en los frutos del mar. Le recogimos de su hotel habitual, el Zaida, situado en el Paseo Marítimo de la capital balear y los tres nos fuimos a disfrutar de una deliciosa caldereta de pescado, bañada con un brumoso vino Ribeiro, bien frío. Don Ata disfrutó como siempre de la comida, porque el viejo poeta era un verdadero gourmet.
Entonces, mientras esperábamos los postres, repentinamente Yupanqui metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacando un papel de folio doblado en cuatro, sin más preámbulo, me miró serenamente y dijo: “Esto lo terminé de escribir esta tarde. Ahora se lo quiero leer y dedicar a usted…” Y procedió a recitarnos un nuevo poema suyo, que comenzaba diciendo: “Qué bello nombre es tu nombre / Uruguay / Sonoro como una fruta salvaje…”
Quedamos mudos de emoción y se me enturbiaron los ojos cuando acabó. Entonces don Ata volvió a doblar cuidadosamente aquel folio, lo guardó en su bolsillo y quedé perplejo, pero infinitamente agradecido. Permanecimos en silencio un buen rato, saboreando y atesorando aquel poema de exaltación a mi patria lejana. Luego, cambiando súbitamente de tema, el viejo contó algunas historias de su Argentina y anécdotas de su campo en los pagos de Cerro Colorado. En ese momento no me atreví a pedirle una copia y así pasaron seis meses.
Hasta que un día llegó un mensajero a mi casa en Palma de Mallorca, con un paquete que me enviaba don Ata. Dentro venía el último LP que acababa de grabar en Paris y que incluía el poema sobre Uruguay, con una sencilla pero emotiva dedicatoria en su carátula:
“A mi amigo Roberto Bennett, como yo, hermano de la Libertad.”
Ahora, como homenaje, cada 31 de enero bebo una copita de vino tinto y brindo por el alma del amigo ausente, que seguramente debe estar montando su viejo alazán, con la crin revuelta en llamarada, galopando y galopando por los campos celestiales, más allá de su añorado Cerro Colorado…