Me hubiese gustado caminar contigo por tus barrios, esos de casas bajas, humildes, y ranchos de lata y madera, y cercos de cinacinas, y latones olvidados en el dibujo terroso de jardines desprolijos, y hombres y mujeres con olor a pan fresco, como tu padre, el panadero.
Pero caminar por la mañana, amaneciendo, Líber, porque no querría perderme el canto de los gallos.
Quizás, si lo aceptaras, yo podría adentrarme en el misterio de tu poesía porque, al fin, toda poesía es misteriosa, aunque a la tuya la hayan llamado simple –déjame decir engañosamente simple- y cálida como un abrazo.
-“Para no pensar lo que debes pensar,/ para no decirte lo que debes decirte,/ ibas mirando algo que no existe./ Pero debes pensar y oír como se debe”.
Siempre supe que había un juego de soledades y serenidad, aun frente al dolor, en tus caminatas, en tu docilidad cubierta de cierta monotonía buscada en modestos trabajos para sobrevivir y, cual punto de partida o llegada, quién sabe, en aquel altillo de la calle Herrero y Espinosa, apenas con una mesa, dos sillas y un estante con libros, donde escribiste muchos de tus poemas al inicio del sueño loco -¿loco?- de fundirte en otro universo, apenas cumplidos los dieciséis años.
-“Mira los árboles./ Tienen hojas verdes ahora/ y tú no las has mirado./ Palpaste más de una vez sus troncos,/ viste latir y subir su savia./ Mira sus hojas ahora”.
Ah, sí, nada de evasión, Líber. Arraigo, mano tendida para hallarte a ti mismo y unas palabras desnudas que caminan hacia el otro, el lector que va a tu encuentro.
Tu pobreza digna, la dulzura de Chela, tu compañera, y tu temprana muerte, en plena frescura de tu arte, parecen ahora, cuando quiero hablarte y no me respondes, señales de colores que iluminaron tu intimidad, tus emociones, la angustia por la soledad, el sendero reconfortante de la amistad, la ausencia de Dios ante el abismo.
-“Qué manía tienes./ Quieres estar en el fondo de las cosas,/ quieres ver las hojas cuando no existen/ todavía./ Te quedarás ciego así, confundido;/ olvidarás el verde/ la forma de toda cosa, morirás”.
Sólo tres libros en una breve existencia –“Cometas sobre los muros”, “Equis andacalles” y “Días y noches”- y un cuarto, póstumo, donde tus amigos más queridos, Mario Arregui, Carlos Denis Molina, Pedro Picato, crearon una recopilación, “Tiempo y tiempo”, que, en cariñosa sutileza, tal vez sorpresa para tantos en su momento, incluyeron dos tangos cuya letra escribiste sobre música del maestro Domingo Bordoli.
Tangos, nostalgia que no quisiste evitar. Si no te hubieras muerto tan pronto… ¿te habrías enamorado de ellos y habrían nacido otros? Claro, en realidad fue otra cosa, fue como abrir la puerta de la melancolía que siempre te habitó, como a un hermano llamado Homero Manzi, a quien no conociste pero que te leyó admirado, sí, porque amaba igual que tú el barrio, sufría lo perdido y no recuperado y sabía que al cierre del camino sólo hay un estremecimiento y quedará la soledad. ¡Tango, Líber! Caramba, permíteme una licencia. Aníbal Troilo te hubiera dicho: -Bailate uno y se te pasa todo…
Pero no. No todo pasa. Tu poesía ha quedado impregnada en la memoria de muchos, aunque también muchos te hayan olvidado. Es que la vida es cruel, hermano de los dulces versos. Y siento, me lo imagino, que me miras condescendiente, entrañable, amigo. Y me dices:
-“Olvidarás todo así, todo./ Mira las hojas./ Tienen forma de hojas/ y son verdes”.
PARA NO PENSAR LO QUE DEBES PENSAR (·) es un poema de Líber Falco, un hombre sencillo, un escritor que fulguró en una supuesta simplicidad, comunicándose con los demás como quizás ningún otro de la llamada “Generación del Centenario”. Murió a los 49 años de edad. En su homenaje, esté donde esté.