Jules Supervielle
Me gusta la idea de hacer un buen uso de mi jet-lag y de un estado de semi-vigilia algodonoso en el que todavía perdura la experiencia de mi reciente viaje a Montevideo para presentar Charlas con mi tío en la Feria del Libro, junto con el verde tierno de los primeros brotes y el azul añil sonriente de la primavera montevideana, para comentar un artículo publicado por un diario en primera página bajo el título de: Uruguay es el país más infeliz del continente.
Consciente de lo que ocurre en Venezuela desde hace más de dos años, en Nicaragua, en Brasil, incluso en Argentina, me quedo atónita ante semejante afirmación. Las palabras en español tienen un peso específico único y estas son despiadadas. Me remiten a otras encuestas, ahora del otro lado del océano, en las que los franceses aparecen como los europeos más descontentos.
Siempre pensé que había puntos en común entre los dos países –poetas como Jules Supervielle lo han probado con su talento y su doble sensibilidad-, nunca pensé que fuera el de ser infelices.
Si me asomo al balcón tanto de un país como del otro, veo que hay muchos –quizás demasiados- que sufren realmente, varios que son más desaventajados en belleza y riquezas de todo tipo y muchos en los que se vive peor. Con el desparpajo que me caracteriza, sugiero que dejemos de mirarnos el ombligo –me siento tan primera persona del plural a un lado como al otro del océano-, que asomemos la naricita al mundo, que apreciemos un poquito más lo que todavía tenemos. ¡Qué cara rota, ésta!, dirán unos, ¿Y esta qué sabe?, dirán otros, ferme ta gueule (cállate la boca) exclamarán otros mucho menos diplomáticos a pesar de ser franceses. Quizás el secreto de la alegría y del buen humor –sin perder el sentido de la realidad- se oculten detrás de la gratitud, de la valorización de lo que se tiene…. ¡Mientras dura…! Y en ningún caso, esta actitud excluye las reivindicaciones justas ni las luchas múltiples contra injusticias de todo orden. Al contrario, las hacen mucho más eficaces.