Última noche en Madrid | Jorge Bafico

Habíamos hecho casi todo lo que nos habíamos propuesto, desde conocer su oferta culinaria como el pulpo, las croquetas de bacalao, las tapas en sus diferentes versiones, el cocido madrileño, los bocadillos de calamares, los huevos estrellados o los churros con chocolate de la Chocolatería San Ginés. Tampoco se nos escaparon sus museos, mucho menos el inmenso Guernica.

También recorrimos sus maravillosas calles y avenidas, sus fuentes, sus plazas, sus bares y su movimiento permanente.

La última noche, sin nada programado, vimos por casualidad un evento en Facebook, cerca de donde estábamos hospedados, en el que un músico japonés de jazz que estaba de gira con su grupo en España, se presentaría esa noche. Si bien no iba a tocar con su quinteto, sino en solitario, parecía interesante. Así que a las 20:30 hs estábamos allí, en el Green Bar, cerca del paseo de la Castellana.

La entrada no era precisamente en el local del bar, sino en el sótano del mismo. Escaleras abajo, nos recibió una japonesa encargada de cobrar las entradas de 10 euros, que después nos enteramos de que era madre del artista. El precio no era nada descabellado para un recital de un jazzista japonés que estaba de gira por Europa.

En el lugar nos encontramos con poca gente, casi nadie. No más de una docena de personas esperaban al artista. Con la entrada nos dieron una bebida gratis y la posibilidad de comer tortilla española y tapas, dispuestas en una gran mesa con mantel, a la entrada del pequeño y oscuro sitio. Además de esta mesa de bocadillos, acompañaban dos mesas altas de bar con un par de banquetas. El resto de los asientos eran unas 10 butacas bajas, distribuidas azarosamente frente a lo que era el escenario. Un recital diferente y original, así prometía ser la velada.

Todo el público eran japoneses, amigos y familiares del músico, a excepción de un traductor español. Por lo tanto, la gente nos miraba con curiosidad. La comida típica española, el público oriental y nosotros dos en ese lugar poco común, era sin dudas algo raro.

El artista apareció. Era su primera presentación en solitario en esas tierras. Tenía un papel donde leía con dificultad frases en castellano que estaban preparadas para la ocasión. Era claro que no manejaba el lenguaje de las tierras de Cervantes. Sin dudas hablaba para nosotros dos, porque todos los otros, a excepción del traductor, no hablaban esa lengua. El artista me recordaba a un personaje de Murakami, a Kafka Tamura del libro Kafka en la orilla. Joven, delgado y tímido.

Tocó algunas obras de jazz con muy buena técnica, luego también cantó (esta vez sin demasiada técnica), mostrando un variado repertorio que se alejaba del jazz clásico instrumental. Fue ejecutando además de algún tema propio, Georgia on my mind o Somewhere over the rainbow. El espectáculo iba mutando a medida que transcurrían las canciones. De las primeras piezas jazzísticas, recorriendo por algunas obras de carácter country o blues, fue poco a poco desembocando en una especie de karaoke en el que en determinado momento subió a cantar su amiga Keiko, interpretando la canción de Eagles, Desperado.

Ya a esa altura el recital de jazz serio era una quimera: la desafinación de Keiko, algún acople y el ingreso de nuevos productos gastronómicos. Además de la tortilla, croquetas, papas bravas, calamares fritos, entre otros. Una ensalada de sabores y sonidos. Una variación cultural en todo sentido. Entre canción y canción su madre y su padre, ya a esta altura sin ninguna timidez y animando al público, nos servían en platos bocados variados. Poco a poco el recital se convirtió en algo muy parecido a un cumpleaños familiar, donde nosotros éramos parte. La gente terminó sentada en las butacas bajas, haciendo una suerte de semicírculo rodeando el escenario. Un espectáculo inusual, algo bizarro pero hermosamente humano y cercano. Las bromas y los gritos (en japonés) comenzaron a surgir, así como la risa de nuestro artista. Su risa y disfrute lo alejaba del espectro de timidez y oscuridad del personaje de Murakami, Kafka Tamura.

Por supuesto que nosotros no entendíamos mucho de las risas provocadas por un leguaje incomprensible, pero no nos pareció desafortunado ni fuera de lugar. En algunos momentos el traductor ayudaba a entender lo que el artista, ya sin repertorio en español, quería decir.

Entre la primera y segunda entrada, mi esposa Gaby se acercó a saludarlo y comenzaron a hablar animadamente en inglés. A ella le encantan este tipo de situaciones extrañas, las disfruta de una manera sana e infantil. Eso es algo que me genera admiración y probablemente sea una de las cosas que me hace amarla. Mi lado más fóbico no me lo permite tanto, pero sin dudas me parecía interesante el diálogo entre dos personas de orígenes tan diferentes. A él le pareció muy raro que estuviéramos allí dos sudamericanos, cosa que agradeció efusivamente, con esa cortesía típica que parece ser algo que está en la esencia de los orientales.

Ya en la segunda parte, el recital se convirtió en algo mucho más descontracturado, donde se buscaron letras de algunas canciones en los celulares, ya que no se encontraban en las partituras del concertista. Más y más acoples y un clima festivo, alejado del acartonamiento del recital imaginado, al menos por mí. Hasta nos ofrecieron subir al escenario a cantar alguna canción si queríamos, cuestión que declinamos a aceptar ya que nos pareció un exceso de nuestra parte decir que sí a tanta hospitalidad. El espectáculo terminó con el artista despidiéndose con besos y apretones de manos al público en su totalidad, como escribí antes, no más de una docena de personas.

En un momento del recital, cuando cantó el tema de Norah Jones, Come away with me, se produjo en mí un momento mágico. Jones es una de mis cantantes preferidas y la versión, un poco desafinada, que hacía el japonés, pero cantando feliz y sin inhibiciones, me resultaba extraña pero cercana, una contradicción de emociones.

En Madrid, escuchando una canción compuesta por una estadounidense, cantada por un japonés frente a su familia y amigos, pero también frente a dos extraños: mi esposa, paraguaya y quien escribe, otro oriental pero de Sudamérica. Algo nos había arrojado a ese lugar y a ese momento, donde el destino no parecía haberse propuesto tal cuestión. Ni en mi idea más alocada, ni en mi cuento más extravagante, me hubiera imaginado una situación de tal magnitud. Una escena extraña, una conjunción disarmónica pero que no dejaba de mostrar algo íntimo y mágico. Un artista japonés que viajaba por el mundo tocando jazz, pero que esa noche se dedicó a re versionar a Eagles, Ray Charles, Norah Jones y hacerse acompañar por su familia en algunas canciones. Una mesa de cumpleaños con comida típica española (y muy rica). Un momento que parecía pertenecer a otra dimensión, a otro Madrid, uno bien diferente al turístico, al del Corte Inglés, al de las casas de souvenirs, o al de las carteras de marcas falsas que venden en la puerta del Sol.

Un Madrid de otras profundidades. Otro mundo, uno diferente y extraño pero en el que me sentí como en casa. Una paradoja.

Fue un momento donde la otredad parecía tan evidente, pero al mismo tiempo donde me sentí integrado como pocas veces, rodeado de otras culturas, sabores, músicas, risas y amores que se conectaban de forma misteriosa y hospitalaria. Quién iba a decir que en Madrid, un músico japonés cantando a Norah Jones acompañado de su amiga Keiko, unas tortillas españolas, la risa de Gaby, una madre vendedora de entradas, un padre pidiendo canciones desde su lugar en el público, iban a producir eso en mí.

Porque eso también es Madrid, un lugar para que los encuentros heterogéneos se produzcan, o como dice el gran Joaquín Sabina:

Allá donde se cruzan los caminos
Donde el mar no se puede concebir
Donde regresa siempre el fugitivo
Pongamos que hablo de Madrid

Donde el deseo viaja en ascensores
Un agujero queda para mí
Que me dejo la vida en sus rincones
Pongamos que hablo de Madrid