Sentí las contracciones del parto y de mi cuerpo nació un bebé, muy pequeño. Era muy frágil y cabía en la palma de mi mano.
A pesar de ello, el obstetra anotó muy confiado: masculino, tres kilos doscientos treinta gramos. Imposible. El bebé era de un tamaño incompatible con el peso anotado.
No pasaron tres días y ya estaba dada de alta con mi pequeño bebé. Movedizo y astuto, su mirada penetrante superaba su edad tan breve.
Me senté en la mecedora de madera caoba. Comencé a mirarlo de cerca: el blanco de su piel era brillante y sus ojos azules, contrastaban delicadamente.
Me pidió alimento. Descubrí mi seno lleno y comenzó a tomar. A medida que lo hacía comenzó a salirle una cola suave y hermosa, albina. Despacito, una pelusa a modo de pelo incipiente, creció, como las hojas de un árbol. Los ojos se volvieron más ovales y rasgados, pero conservaron el color original.
El rostro se fue angulando y la nariz se transformó en un rosado hociquillo. Mi bebé, poco a poco, fue tomando la forma de un gato. Abandonó mi seno, satisfecho y saltó hacia mi falda. De inmediato, comenzó a caminar tranquilo, por lo pasillos de la casa.