“Llegará el día que será preciso desenvainar una espada por afirmar que el pasto es verde” (Una apología del placer) | Marcelo Marchese

Estimado lector y destinatario último de estas palabras y de este amable blog, como auguró el viejo Chesterton, ha llegado el día en que desenvainemos la espada para defender nuestro derecho a decir que el pasto es verde y que la vida, si tuviera un sentido, lo perdería si abandonamos nuestro radical derecho al placer, puesto en entredicho por peligrosas tendencias que se ciernen sobre nosotros.

El amable lector ya sabe que la espada es necesaria y también sabe que la pluma vence a la espada, aunque conviene saber usar de la una y de la otra ¿Es posible que para defender el derecho al placer debamos calzarnos un armadura y salir a los polvorientos caminos de la lucha de ideas? Los hechos indican que hemos retrocedido al grado de que es posible, sí, y además, es justo y necesario.

¿Cuántas veces debemos reprimir un chiste, reprimir el estallido de esa cosa tan profunda y terapéutica conocida como risa, no sea cosa de ser acusados de racistas u homofóbicos? ¿Cuántas veces debemos reprimir el placer de expresar una opinión cualquiera, no sea cosa de herir sensibilidades exacerbadas que, en suma, pretende impedir la libertad de expresión?

El problema es algo que afecta, como un alud, a nuestra cultura y en este concepto de cultura debemos incluir, además de los factores ideológicos que están en juego, otras cuestiones de índole más bien práctica.

Nada mejor que explicar esto yendo a cosas mundanas como las frutas, el café, el vino y el pescado y permítaseme de ahora en adelante, hacer referencias estrictamente personales.
En cierta ocasión en que vivía en el interior, se me dio por ingresar a un campo abandonado e ir a su tapera, donde casualmente, florecía un mandarino. Fue probar una de esas frutas para que mis sentidos descubrieran un mundo nuevo, como si Colón hubiera desembarcado en un nuevo continente de los sentidos. Sólo por una prostitución del lenguaje se llama mandarinas a las que uno compra en el mercado, pues mandarinas, eran aquellas que florecían en aquel árbol junto a la tapera. Sentado a su sombra y saboreando de aquella fruta prohibida, me puse a pensar que si la sacaba directamente del árbol y la comía a su sombra, tenía un sabor diferente al que tendría si la recibiera luego de que alguien la encajonara, la subiera a un camión, la llevara a un mercado y todo lo demás, pero todavía me faltaba saber algo que descubrí más tarde, cuando arribé, por primera vez, al continente del tomate, cosa que sucedió de la siguiente manera.

Me avisan que un chacrero regalaba tomates, pues ya no los podía vender y entonces acudí presuroso. Los tomates brillaban en sus plantas y pregunté por qué motivo no podía venderlos, y resulta que los granjeros venden siempre sus tomates verdes y maduran en todo ese proceso hasta llegar al consumidor. Eso que usted come, amable lector, salvo que tenga un chacrero amigo, créame, no es tomate, el tomate de verdad, debe dejarse madurar en su planta, no mediante extraños artilugios comerciales.

En cuanto al café, me aseguran, uno debe tomarlo en una plantación de café y debe recibir el grano en su edad exacta, es decir, la planta de café lleva mucho tiempo antes de dar fruto, da un fruto por unos años con cierta calidad, luego por otros años da frutos con la calidad adecuada y luego vuelve a descender. Aunque estemos lejos de aquellas tropicales plantaciones, algo podemos hacer para acercarnos lo más posible a la verdad y en ese caso, debemos comprar un café de calidad superior y molerlo y obviamente, no comprar un café disminuido, es decir, glaseado. La maquinita de café italiana, debe descartarse y debe descartarse toda otra cosa que no sea el filtro de tela, donde uno colocará la dosis adecuada y al igual que en el té y el mate, le agregará un poco de agua fría y luego otro poco de agua tibia para hincharlo. Luego, con un agua que de ninguna manera debe hervir, si es filtrada, mejor, debe agregar un hilo justo al centro, evitando usar el método de la regadera, pues el agua cae en el filtro y luego asciende por los costados y hay que evitar romper el conjuro, quiero decir, el equilibrio del café perfecto, esa arquitectura del verdadero café y como es evidente, no agregarle azúcar.

En cuanto al vino, en este blog escribe un erudito sobre ese arte antiguo como el hombre, y habiendo transitado él por la carretera principal, sólo me queda recorrer un breve trecho por las banquinas. He tomado, siempre que pude, los vinos más caros, pues en general (hay sorpresas) si es caro, es bueno, pero tuve la suerte de probar a los quince años un vino casero que me cambió la vida y más tarde, hube de probar otros vinos caseros que me llevaron a preguntarme por qué no me hacía mi propio vino, cosa que hice, y prometo escribir otro artículo donde con gusto, indicaré cada uno de los pasos adecuados para hacer vino y además, para hacer vino con la fruta que el lector quiera.

He tenido muchos amigos en mi vida y cantidad de gente ha venido a visitarme, pero nunca jamás vinieron como cuando el vino estaba en su sazón. El motivo era evidente, cuando se habla de vinos, se dicen una cantidad de cosas que refieren a su sabor, equilibrio y componentes, todas cosas importantes de verdad, pero en general, no veo que hablen del efecto que provocan. Nunca se dice: “éste vino le provocará alegría o este vino despertará su sensualidad o este vino lo invitará a la reflexión, como si usted fuera Omar Kayham redivivo” y resulta que aquel vino casero, generaba un efecto diferente a los vinos que compraba en el supermercado, ahora ¿por qué? Muy bien ¿por qué? pero además ¿cómo saberlo? Y acá el problema es enunciar suposiciones que hagan que el objeto último de estas palabras, ese amable lector que ahora está sentado frente a su computadora o con un celular en la mano, no piense que está siendo sometido a las divagaciones de un delirante.

Sin embargo, la prudencia no siempre es buena consejera y sí es buena consejera la confianza en la inteligencia del amable lector y por eso digo, que mientras otros amigos hacían el vino mediante una prensa, yo me negaba radicalmente a ese procedimiento y lo hacía directamente con los pies y las manos y hacía pisarlo también a los niños en medio de una cantarola, pues tenía la convicción de que los pies y las manos, y la alegría resultante de aquella cantarola, le transmitirían algo especial al vino es decir, que si uno hace el vino de esa manera para disfrutar de la vida y regalar a sus amigos, le transmite algo diferente de lo que le puede transmitir un proceso industrial y un empleado que puede que esté haciendo su trabajo con gusto, o puede que esté cumpliendo un horario con su alma en otro sitio.

Pero dejemos al vino reposar, un aspecto fundamental en el arte del vino y vayamos a uno de sus mejores amigos, el pescado y aquí, lector amigo, en verdad le digo, siento compasión por usted y por mí mismo, cada vez que acudimos al mercado para encontrarnos con una pálida sombra proyectada sobre un espejo empañado, de aquel manjar de los dioses que uno degusta, luego de haber pescado y fileteado inmediatamente su presa. Importa mucho, por supuesto, la pieza que hayamos conseguido y en nuestras costas, se destacan la anchoa, la burriqueta y la pescadilla de red si queremos cocinarlas a la plancha, mediante la receta que ya mismo paso a relatar. Sáquele las escamas pero cuídese muy bien de no extraerle la piel. Sacarle la piel es resultado de una técnica relativa a la venta, pues es más fácil hacer esto que sacarle las escamas, pero acá estamos hablando del placer, no de negocios. Bien, ha puesto al fuego una plancha de hierro, no una sartén y a esa plancha le agregará un poco de manteca con pimienta y a los segundos, los dos filetes con la piel para arriba y luego, cuando los de vuelta, con delicadeza apretará los filetes, pues se arquearán al contacto de la piel con la plancha ardiente. La pimienta, no es imprescindible pero lo que sí es imprescindible, es que ahora, cuando los deposite en su plato de madera, les agregue jugo de limón recién abierto (si hace quince minutos que lo abrió, arrójelo lo más lejos posible) sal y ajo y perejil recién picado.

Si no puede pescarlo, asegúrese de comprar un ejemplar vivo y en su defecto, con las agallas bien rojas, la carne firme, firmes las escamas y los ojos bien brillantes, pero ahora, el tiempo vuela, el espacio, se acaba y debemos volver a eso que afecta nuestra cultura como un alud y en este concepto de cultura incluimos, como dijimos, además de los factores ideológicos nefastos que están en juego, otras cuestiones de índole más bien práctica que sostendremos, en tanto aseguremos la transmisión de cultura, esto es, la transmisión generacional, pues alguien me enseñó sobre el tomate y el café y otro me enseñó, mi padre, el arte de pescar y otro, un amigo, a hacer el vino, uno al que había enseñado un abuelo italiano y resulta que cada vez menos gente hace el vino y nosotros perdemos cultura, que significa nuestro relacionamiento con las cosas de este mundo y además, sufrimos ese sibilino discurso inquisitorial sobre los placeres, que no deja libre a la risa ni a nada de aquello que nos hace humanos y entonces, hay que andarse con cuidado, hay que defender el derecho a decir que el pasto es verde y si es necesario, esgrimir la espada, no sea cosa que se avance sobre nuestros reductos más profundos.

Ahora sí, amable lector, nos despedimos hasta la próxima, esperando que no se cumpla la profecía del poeta que dijo: “La risa está, probablemente, condenada a desaparecer” y no puedo obviar decir que quedaron muchos elementos culturales por señalar y entre ellos, este original y elegante blog que, sin pedir nada a cambio, día a día entrega algo que bien podemos atesorar y transmitir, vinculado siempre a los placeres de la vida.

Hasta la próxima, entonces, guardo la espada y antes de guardar la pluma, envío un ¡Salud!