Carlos el Malo, de Navarra, nieto del rey de Francia Luis el Obstinado, sufrió una de esas muertes que uno quisiera evitar con toda la fuerza de su voluntad. En cuanto al rechazo que genera tal muerte existe unanimidad entre los cronistas, mas el problema se genera cuando se pretende buscar la última causa, pues para un historiador, salvo que adolezca de algún tipo de determinismo, es harto difícil señalar la última causa de cualquier fenómeno. Nosotros, con el mismo derecho que cualquier otro, hallamos el origen de la muerte de Carlos unos cuantos siglos atrás, mucho antes que su abuelo desarrollara la costumbre de no dar el brazo a torcer en las discusiones. Para no alimentar por más tiempo la duda en el lector, digámoslo de una vez: la causa de la muerte de Carlos el Malo fue el alcohol, pero no se entienda que fuera adicto a la bebida. No sabemos si tomaba mucho o poco, sólo sabemos que el alcohol fue causa inmediata de su deceso, mas, para rastrear al primero de los culpables debemos resolver, previamente, otro problema: el origen del alambique, pues sin alambique no hubiera existido un arma homicida.
Los investigadores podrán acumular pruebas para defender sus tesis, pues normalmente los historiadores tienen una tesis preestablecida y luego buscan pruebas acordes a ella, pero nadie puede afirmar, o negar, que los chinos, que tienen el raro privilegio de haberlo inventado todo, no hayan inventado el alambique. Sin embargo, todos sabemos que este privilegio chinesco, tiene, como todo, su punto débil, y ese punto débil es un pueblo que desde el principio de los tiempos ha sido causa de problemas para todo el mundo: nos referimos a los árabes. Nuestro occidente (supongamos que Sudamérica deba estar incluida en ese sitial privilegiado) no ha inventado absolutamente nada destacado, salvo la bomba atómica, que, aunque se establezcan pálidas dudas acerca de su utilidad, es un invento destacadísimo. Así que tomado de los chinos, o, como nos inclinamos prudentemente a sugerir, de los árabes (como prueba etimológica digamos que la palabra castellana alambique viene del árabe y del griego, y su sinónimo, alquitara, deriva del árabe alqattara, amén de que una de las palabras chinas para denominar la bebida que nace del alambique, araq, está copiada del árabe) el invento produjo honda conmoción en Europa, aunque los europeos, aún dormidos (ni miras del Renacimiento) tardaron sus buenos cuatro siglos hasta despertar a su verdadera utilidad: la fabricación de aguardiente.
Algunos establecen dudas acerca de las saludables virtudes de las bebidas alcohólicas logradas por fermentación o destilación: los musulmanes, los mormones y los halterofílicos. Sin duda son legión, pero quienes las defienden son abrumadora mayoría, aunque no son dados a la defensa teórica: son gentes que van a los hechos. Hemos buscado hasta quemarnos los ojos y no hemos encontrado un sólo pueblo que no elaborara su bebida espirituosa de alguna manera. Para alcanzar este propósito les sirve la uva para el vino, la manzana para la sidra, el arroz para el sake, el maíz para la chicha, un cactus para el pulque, hacen alcohol con trigo, hacen alcohol con savia, hacen alcohol con leche y los presos del Uruguay, sometidos a las peores condiciones que podamos imaginar, y a pesar de ser sodomizados, o a causa de ello, elaboran su vino, al que llaman escavio, con cáscara de naranja. Beben los pueblos para dar rienda suelta a su bestialidad y usan del vino para sus prácticas religiosas griegos y cristianos. Aquellos pederastas, nos referimos a los griegos, bañaban a sus hijos, para fortalecerlos, en vino, y esta práctica se mantuvo hasta el descubrimiento del aguardiente en occidente, pues, antes de que hiciera furor en el norte de Europa y cumpliera un rol aliado a la civilización entre los aborígenes americanos, el aguardiente tuvo una vida eminentemente terapéutica.
El aqua vitae conservaba la juventud, reanimaba el corazón, curaba el cólico, la hidropesía, la parálisis, la cuartana, tonificaba los músculos, calmaba los dolores de muelas (uno tiembla al pensar en los dolores de muelas en aquella época terrible) y ahuyentaba la peste.
Cierto día, acuciado por una misteriosa dolencia, acaso resultado del agotamiento que le generaban sus constantes intrigas contra Juan el Bueno y Alberto de la Cerda, Carlos el Malo no tuvo más remedio que acudir, con cierta aprehensión, imaginémoslo, al doctor de su corte. Nuestro doctor estaba al tanto de las últimas novedades en materia mediquesca, las cuales borraban (nada ha cambiado) de un plumazo todo lo que habíase afirmado veinte años atrás. Con la cabeza bullendo en teorías se topó con una perfecta víctima en donde demostrar la buena nueva. Lo tendió en una cama, anegó unas cuántas sábanas en aguardiente, lo envolvió en ellas cual si fuera una mortaja y luego, sabiendo que el rey era un sujeto, además de peligroso, inquieto como una hiena, las cosió con firmeza. Pero Carlos, apenas descubrió que no sólo no podía insultar a lacayos, siervos, vasallos, amigos y enemigos, si no que apenas si podía respirar, pretendió exigir que le aflojaran los puntos. Si en esa época la electricidad ya hubiera sido inventada, o al menos, las linternas, nada hubiera pasado. Pero era una noche cerrada y tormentosa. Las velas proyectaban tenebrosamente las sombras de los esclavos domésticos en las paredes de piedra de aquel habitáculo en que el rey de Navarra, ahogadamente se quejaba y en un batiburrillo vagamente comprensible, destilaba su odio a la ley sálica que le arrebatara la corona de la Francia, a las jacqueries, a Juan, a la Cerda, al médico, a los imbéciles de sus sirvientes, a su dolencia y a esa extraña y dudosa terapéutica. Babeando de furia intentó ordenar que le descosieran las sábanas que habían pasado a la categoría de corsé, pero los domésticos se miraban asustados sin saber qué pretendía aquel rey irascible, hasta que uno, más inteligente y solícito que los demás, concluyó que no era propio de la dignidad real dar saltitos en una cama comprimido como un salame, y decidiendo aproximarse candelabro en mano, intentó descoser algún punto. Pero Carlos el Malo mudamente expresaba alguna alerta y se retorcía de manera que no era posible aflojar ningún punto en aquella penumbra y entonces, el siervo aproximó aún más su candelabro de una forma acaso excesiva, pues se iluminó poderosamente la estancia real, el personal de servicio retrocedió espantado y unos aullidos bestiales se derramaron por aquella habitación, descendieron las escalinatas de piedra, se abrieron paso por los campos y llegaron a los Pirineos, penetrando en una cueva donde un oso invernaba apaciblemente, el cual fue arrancado brutalmente de su sueño y en la vigilia quedó preguntándose si había sido real aquello o soñado, y luego continuó, hasta desvelarse, elucubrando acerca de la apariencia engañosa de las cosas, sobre si de verdad soñamos delirios cuando dormimos o si nos introducimos valientemente en otra dimensión y si nuestra vida, no será otra cosa que el resultado del sueño de otro que no sabemos qué día despertará.