La posteridad melancólica | Miguel Barrero

No sabemos mucho de las rutinas de Álvaro Cunqueiro porque él nunca tuvo mucho interés por airearlas. No llevaba un diario ni dedicaba sus artículos a complacencias autorreferenciales. Prefería, en vez de glosar los recorridos por sus estancias interiores, dejar noticia exacta del asombro que le iban despertando las cosas del mundo. Tampoco su literatura era un camuflaje retórico de sus avatares biográficos, y si alguna vez lo fue supo disimularlo con tanta maestría que uno sólo acierta a imaginar que el sochantre o Fanto Fantini pudieran haber sido aquellos que algún día soñó ser, no quienes fue realmente. Su vida era su universo, y si bien podrían evocarse con bastante fidelidad lo que pudieron ser sus andanzas infantiles, porque él mismo las fue enumerando en no pocas entrevistas en las que desmenuzaba su alucinado descubrimiento de la realidad, la entrada en la edad adulta comenzó a llenarlo todo de lagunas, hasta el punto de que determinados periodos de su vida aparecen desvanecidos en una nebulosa casi inextricable. No sabemos, por ejemplo, la causa exacta de la caída en desgracia que le forzó a dejar Madrid e iniciar una reclusión de ermitaño en su tierra natal. Tampoco qué relaciones o qué subterfugios le llevaron a reconciliarse poco a poco con su tiempo, a mitigar levemente aquel «cansancio moral» al que se refirió en varias ocasiones, ni qué miedos le acechaban mientras se sentaba a poner voz al viejo Simbad o dejaba que el filtro de la imaginación distorsionara el recuerdo de las boticas y los curanderos de los que había sabido en la farmacia que regentara su padre en los bajos del palacio donde tenía sus aposentos el obispo de Mondoñedo.

Está por escribir la gran biografía de Álvaro Cunqueiro. Seguir su rastro es como perseguir las huellas de un Merlín travieso y huidizo que nunca se muestra durante demasiado rato ni permite que quien lo busca se confíe. Estuve hace unos días en Vigo y di, en el 20 de Marqués de Valladares, con el portal de la que fue su casa durante las casi dos décadas que permaneció en la ciudad, primero como redactor de plantilla del Faro de Vigo y más tarde como subdirector y director de ese mismo periódico. En aquellos años la sede del rotativo debía de estar en la calle de Colón o en la de Policarpo Sanz, que no supo decírmelo a ciencia cierta la amiga que nos acompañaba y que era quien conocía el terreno, y el trayecto desde su domicilio hasta la redacción debía de llevarle no más de diez o quince minutos a pie, caminando siempre entre edificios altísimos que le incomodaban o al menos le hacían creer que se encontraba en un mundo que no era el suyo. Cuentan que hasta el final tuvo colgada sobre el cabecero de la cama una gran foto de su pueblo. Era lo último que miraba al acostarse y lo primero que veía en cuanto abría los ojos con el amanecer. También dicen que, al sentirse morir, rogó que le llevasen a su vieja villa episcopal porque no quería exhalar el último suspiro en aquella ciudad que nunca había terminado de entender. Lo consiguió a medias: cuando murió, la ambulancia que lo trasladaba estaba ya fuera de Vigo, pero aún no había tenido tiempo de llegar a Mondoñedo.

No sé si la posteridad se está portando bien con Álvaro Cunqueiro. Me temo que es uno de esos escritores a los que hay que reivindicar constantemente para evitar que caiga sobre ellos la losa negra del olvido. Hace bien poco, una comisión creada por el Ayuntamiento de Madrid para purgar el plano de la capital de reminiscencias franquistas sugirió que se suprimiese su nombre del callejero. Por fortuna, alguien corrigió el error a tiempo. Nunca me he encontrado, en mis visitas a Mondoñedo, con nadie que anduviera por allí tras su pista. Tampoco era fácil seguirla. Hasta que la celebración de su centenario solventó esa carencia, ninguna placa señalaba adecuadamente sus hijuelas biográficas, y aún hoy cuesta dar en el cementerio con su tumba, un sencillo nicho a ras de tierra que pasa inadvertido para cualquiera que no esté ya iniciado en el misterio. Sólo la estatua sedente que le inmortaliza frente a la catedral, envuelto en piedra y sombra, ha venido dando fe de que Mondoñedo nunca olvidó del todo a su narrador más incierto. En la librería Alvite, que está justo al lado, he encontrado siempre que me he puesto a curiosear algún ejemplar de sus libros. Es posible que Cunqueiro no tenga hoy muchos lectores, pero es seguro que aquellos que se animan a adentrarse en el secreto acaban incurriendo en un vicio que no pueden abandonar nunca. ¿Le habría importunado a él esta especie de eternidad taciturna o melancólica en la que se han acabado sumiendo los ecos de sus palabras? Es probable que no. Miguel González Somovilla, que se ocupó de elaborar los dos volúmenes en que la Biblioteca Castro compiló sus obras literarias, cerró uno de sus prólogos recuperando unas viejas palabras del autor que nos habló de las mocedades de Ulises mientras cultivaba las flores del año mil y pico de ave: «¿La inmortalidad? No. Mi inmortalidad, mi felicidad la cifro en que un día del año 2500 sobre la tierra haya un hombre que lea un anónimo titulado Merlín. Y no asomaré el hocico entre las nubes para protestar que no se diga mi nombre… O que dentro de quinientos años, una niña, en una tarde de primavera, cante una canción mía…»