Retazos de infierno | Mariana Sosa Azapian

“Nada de reproches”, pensaba Cecilia, mientras recordaba, con nostalgia, cómo acunaba a ese niño que no era de ella.

Nunca pudo dejar de atenderlo: lloraba , pedía alimento, aseo. Y ella no se lo negaba: ¿quién lo hubiera hecho?

Su piel era tan suave, su perfume sutil y prístino, todo ese ser frágil ante unos ojos cansados, dolidos por cargar un deber impuesto. “No es mío”. Pero nadie en esta tierra, a veces abandonada por personas con el alma llena de desierto, podría dejar que esa criatura, fuera dejada a las consecuencias de un destino huérfano.

“Entonces lo tomé en mis brazos, lo puse sobre mi pecho”, le decía a la persona que la interrogaba. “No lo dejé un sólo instante, hasta ahora”. Los ojos que estaban mirando una mesa, subieron de golpe y enfrentaron la mirada del interlocutor. Flaqueron, se humedecieron y volvieron a miran el piso y sus piernas meciéndose de un lado a otro.

La persona que estaba con ella, es esa sala amarilla, roída por la humedad y la violencia, hacía como que escuchaba, hacía como que la miraba, pero en realidad sus sentidos estaban huecos. Era una máquina de cumplir: “dejala un rato ahí, a ver qué te larga” le había dicho otra voz. A su parecer, la mujer que estaba allí, de mediana estatura, delgada y cabello castaño por los hombros, no había dicho nada. Nada importante.

Pero él sí sabía dónde estaba el bebé: se lo habían dado a otra familia, porque Cecilia había metido la nariz donde no le incumbía.

De pronto, entró a la sala otra persona, otro hombre. Y los huesos empezaron a quebrarse de frío y miedo.

Se le acercó, tanto que el aliento caldeaba su oído, con idéntico olor a humedad, mimetizado con la sala.

Sin mediar palabra, con fuerza y sobre la mesa, un plato con un cigarrillo estrujado.

-Más vale que empieces a hablar, nena,-

No lo miró siquiera. Siguió con la mirada el vaivén de sus piernas y de sus ojos, comenzaron a brotar lento, las lágrimas más salíneas.