Vino: la vie en rosé | Priscila Guinovart

“En realidad esto es una moda relativamente nueva” dice Eric, mientras llena mi copa de rosé. La botella está a medio comenzar apenas. A lo lejos, la cigarra canta, casi exclusivamente para recordarnos que arañamos los 40°C, que si no estuviésemos rodeados de árboles (y sin rosé) quizás no podríamos mantenernos de pie, que estamos en Provenza, a pocos kilómetros del Sainte-Victoire, aquel que hace 133 años el gran Paul Cézanne inmortalizara al óleo.

El rosé es un vino obligado sobre las mesas francesas durante el período estival. Y, como es la columna vertebral de varios tragos populares (frozé, rosé limonade, rosé au pamplemousse) uno toma rosé incluso cuando no toma rosé. En verano, se puede observar un suceso que se asemeja bastante a una invasión, un fenómeno que se apodera de los domicilios particulares, de la carte, y hasta las góndolas del supermercado se tiñen de rosado: no hablamos de la vie en rose, ésta es la vie en rosé.

El vinum clarum, no obstante, no desembarcó ayer en Francia. De hecho, su producción se puede rastrear hasta poco después de la caída del Imperio Romano y la consolidación de la Iglesia, cuyas diócesis fueron claves para la expansión de este vino controvertido. Sin embargo, el consumo masivo tardaría (mucho) en llegar. La élite parisina se inclinó siempre por las opciones más tánicas, reduciendo al rosé a eso que se bebe en ausencia de alternativas.

¿Y qué es, después de todo, el rosé? El lector debe saber que entramos en terreno pantanoso. El rosé se elabora como el tinto: se deja macerar el jugo de la uva (a saber, syrah, carignan, pinot noir, merlot) con el mosto de la cepa tinta, a través del cual se obtiene la pigmentación. El tiempo de maceración es, como resulta evidente, notablemente menor. ¿Y por qué el terreno era pantanoso? Pues bien, en 2009, y para horror de toda Provenza, la Unión Europea aceptó un proyecto de ley que autorizaba la denominación “rosé” a la mezcla de tinto y blanco, práctica extendida en otros países, como Sudáfrica o Australia. Ante incontables protestas, la medida se pospuso y finalmente el proyecto se abandonó por completo. Hay cosas con las que no se juega.

El rosé es un vino a beber joven – el joven es el vino, no el consumidor, que preferentemente debe ser mayor de 18 años – y frío (entre 7° y 14°) y que es asimismo ideal para acompañar salmón, charcuterie y carnes blancas asadas, aunque no se lo suele maridar con el plato principal, privilegio casi monopólico del tinto.

Hoy, el 35% del rosé francés, cuyo consumo explotó después de la Segunda Guerra Mundial y continúa en aumento, se produce en Provenza y representa más de un cuarto de la exportación gala.

Para la soupe au pistou cambiamos al tinto. Del rosé, nada queda; no en la botella que comenzamos hace ya hora y media y que fuera testigo de debates, anécdotas y chistes viejos. Para nuestra suerte, en el verano provenzal, el próximo rosé nunca está demasiado lejos. À la vôtre!

À la prochaine, les amis!