Stefan Zweig, el inmortal | Priscila Guinovart

Llegamos a Viena sobre las 17:00, unas cinco horas después de lo previsto. Un tren mal conectado y, en vez de almorzar en Schönbrunn, nos pillamos eligiendo un té y una torta para acompañarlo – la pâtisserie austríaca merece más menciones de las que recibe, dicho sea al pasar.

Fuimos a la ópera y al ballet. Visitamos varios museos y – sepan disculpar mi insistencia con la gastronomía – nos agasajamos con la oferta culinaria vienesa, de la cual guardo con especial cariño un risotto de remolacha que figura en el top ten de los platos más deliciosos que mi paladar ha conocido – y sí, el lector debe saber que este hecho también me sorprende a mí.

Después de las primeras veinticuatro horas en la capital austríaca, uno comienza a desear toparse con un muro en mal estado: surge en el visitante (y me consta que esto se extiende al local) una necesidad imperiosa de “descansar la vista” en algo feo. Tanta belleza, descubrí, abruma.

*. El escritor y la ciudad forman un matrimonio disfuncional (pero matrimonio al fin) forjado a base de encuentros, de bares, de calles y de olores: las historias de esquina, los acentos y accidentes constituyen una innegable (e ineludible) musa para el escritor. Es así como, aunque en un principio era Viena la que brotaba en la literatura de Zweig, ahora es el autor el que se exhibe en Viena.

Zweig se quitó la vida en Petrópolis (Brasil) en 1942, cuando la Segunda Guerra Mundial pretendía acabar con aquella Europa -su Europa- a la que tanto había escrito, a la que tanto amaba y a la que, de a momentos, tanto idealizaba. Pero Stefan Zweig no murió ese desafortunado día de febrero. De hecho, Zweig no murió.

Stefan Zweig es, hasta el día de hoy, el escritor extranjero más leído en Francia. Autor cabecera de la “movida intelectual hipster-millenial” (sí, hágase a la idea: existe una “movida intelectual hipster-millenial”), el austríaco anticipó un continente cuyos valores comunes y cultura serían más fuertes que la barbarie del nazismo.

No es alocado, después de todo, afirmar que Zweig es el padre intelectual de la Unión Europea.

Pero Zweig no se atascó en el viejo continente, y no me refiero aquí a su naturaleza de viajero incansable. Resulta al menos portentoso que el más europeo de los autores sea, simultáneamente, tan universal. Zweig describe, en El Mundo de Ayer, su liceo, sus profesores y su plan de estudio, y en absoluta honestidad, me pregunto: ¿existe acaso el lector que no haya reconocido en esos párrafos a su propio liceo, a sus propios docentes y a un programa que es sin excepción poco desafiante e insípido?

Zweig es un puente literario entre dos coyunturas cuya sucesión no siempre es evidente. En tiempos en los que el fanatismo y la censura intentan ganar la pulseada a la libertad, Stefan Zweig constituye una lectura obligatoria para quienes han olvidado las consecuencias de la intolerancia, pero también para los enamorados, para los nostálgicos, para los dramáticos, para los historiadores, y, ¡cómo no! para los visitantes de Viena.

À la prochaine!

 

*La asociación no se da necesariamente entre el escritor y su ciudad o país natal; me sucede a menudo, a modo de ejemplo, encontrarme con Rilke en Italia.