La escollera | Roberto Bennett

Cuando Luis Rossi emigró a Europa a principios de la década de los 70, lo hizo en barco, como hacían la mayoría de los jóvenes de esa época y viajó en un buque ruso de pasajeros, el Máximo Gorki, porque eran los billetes más económicos. Así partió rumbo a Vigo el hijo único del matrimonio Rossi Ancelotti.

Es obvio que a despedirlo en el puerto de Montevideo, aquel día fresco y nublado del mes de abril, fue toda la familia. Sus padres, los abuelos Ancelotti, primos, tíos, tías, algunos amigos del liceo Rodó y por supuesto su abuelo, il nonno Carletto Rossi, que había enviudado hacía diez años.

En el muelle todo era aparente jolgorio hasta que el barco hizo sonar su sirena y soltó amarras. Entonces el matrimonio Rossi y el abuelo Carletto se subieron al viejo Ford Prefect y rápidamente se dirigieron hacia la escollera Sarandí, con la vana esperanza de verle en cubierta, para darle el último adiós a Luis, que abandonaba el hogar para labrarse un futuro mejor al otro lado del Atlántico.

En el asiento delantero y junto al padre de Luis, que era quien conducía sentaron al nonno, zapatero jubilado y octogenario, que permaneció callado durante toda la despedida, a pesar del afecto que le dispensaban los demás miembros de la familia. Quizá estaba sumido en una profunda pena o tal vez recordaba una similar despedida, hacía ya muchas décadas en su lejana Génova natal, cuando él también había partido, al igual que su nieto preferido, buscando un futuro más prometedor.

Lo cierto es que en la escollera Sarandí todos levantaron sus manos y gritaron los adioses correspondientes al ver pasar la nave, que rauda se alejó del puerto por el canal y pronto enfiló hacia el oriente. Entonces, los parientes se despidieron entre abrazos, lágrimas y palabras de aliento para los acongojados padres, que veían partir a su hijo rumbo a la vieja Europa, sin saber cuándo se volverían a encontrar.

Para el nonno fueron los besos más cariñosos, pero éste permaneció callado y solamente sonrió con tristeza cuando se introdujeron nuevamente en el auto. Esa tarde, a la casa de los Rossi Ancelotti vinieron los vecinos más amigos, para compartir con ellos mate y bizcochos, pero el nonno se encerró en su cuatro y no salió ni para cenar. Los padres de Luis decidieron que quizá era mejor dejarlo solo, en paz consigo mismo y con sus recuerdos.

Con el paso de los días, la vida en casa de los Rossi volvió a su rutina habitual y los temas de conversación fueron nuevamente la crisis económica y política que sufría el país y las dificultades para cubrir la canasta familiar, debido a la carestía provocada por la inflación. El padre de Luis continuó compartiendo sus anécdotas laborales de la Intendencia, mientras la madre se quejaba del bajón en ventas en su pequeño quiosco de revistas y la tía Berta Rossi, la solterona de la familia, siguió tejiendo por encargo. El abuelo, impávido a todos ellos, mantuvo su hábito de levantarse temprano, realizar una breve caminata por las mañanas, almorzar a la una y sentarse al sol por las tardes en su hamaca de jardín favorita, cubriéndose con una manta mientras escuchaba la radio y dormitaba. Cada tanto, en los informativos mencionaban a España y entonces él oía atento la noticia y luego preguntaba:

–¿Hay carta de Luigi?

El nonno era semi-analfabeto y dependía de su hijo para que le leyeran las misivas, que llegaban muy espaciadas y desde ciudades diferentes, algunas desde Bilbao, otras Barcelona o Valencia, mientras su nieto buscaba adonde afincarse para comenzar una nueva vida. Aunque por lo general eran cartas optimistas y con lenguaje esperanzador, cada una de ellas dejaba una cierta sensación de tristeza en quienes las leían u oían.

–Hoy no llegó nada, nonno– le respondían apenados, cuando el cartero no se detenía frente al buzón familiar y entonces el abuelo volvía a su silencio.

La llegada de aquellas cartas de Luis era motivo de alegría para toda la familia y a menudo se leían en voz alta, dos y tres veces, a la hora de la cena, mientras el nonno sonreía y decía en voz baja:

–Va bene, va bene…

Hasta un día, cuando sorpresivamente y luego de escuchar con suma atención lo que le leía su hijo, el abuelo levantó la vista y preguntó:

–¿Ma quando ritorna?

Entonces se hizo un silencio sepulcral y el matrimonio Rossi se miró sin saber qué responder. Finalmente, el padre de Luis respiró hondo y juntando coraje, le dijo con dulzura:

–Todavía falta un poco, viejo. Hay que esperar un poco más…

El viejo asintió con la cabeza y no dijo nada.

Al día siguiente, el nonno salió por la mañana para realizar su caminata habitual por el barrio, aprovechando el cálido sol de primavera, pero esta vez cambió de rumbo y dirigió sus pasos hacia la rambla y de allí caminó hasta la escollera Sarandí. Al llegar, saludó por cortesía a unos pescadores y se sentó a mirar el río ancho como mar. Permaneció ahí un par de horas, viendo a los buques partir y llegar, luego cabizbajo volvió sobre sus pasos y retornó al hogar familiar para la hora del almuerzo. Su nuera, algo preocupada por la tardanza, le preguntó adonde había ido y él respondió que había dado un paseo por la rambla y nada más. Ella lo conocía bien y no insistió. A partir de ese día, una vez por semana, el nonno iba hasta la escollera y se sentaba a esperar. Y allí falleció, seis meses más tarde, esperando.

Fotografía: CdF Costa Sur a la altura de la escollera Sarandí, durante las obras de construcción de la Rambla. 1923 – 1935