El Camino de Santiago, un desafío a los sentidos | Cristina Canoura

Tal vez porque el día tormentoso de julio, con lluvia torrencial y neblina me evoca territorios y experiencias ya vividas; tal vez porque en pocos días se cumplirán tres meses que regresé de hacer un trecho del Camino de Santiago, lo cierto es que antes de que el paso del tiempo disipe la intensidad de las vivencias quiero sujetarlas y compartirlas.

No fue la fe religiosa la que me impulsó a seguir los pasos del apóstol Santiago, debo ser sincera, sino la búsqueda de un abuelo que salió de Santa Cecilia do Valadouro, en Lugo, al iniciarse el siglo XX, cuando tenía apenas 13 años. Su madre lo metió de polizonte en un barco para que escapara de la hambruna que azotaba España por ese entonces. Cuando yo nací, él ya tenía 63 años y se había jubilado tempranamente de motorman de tranvías.

Hace dos años, en 2016, conocí parte de Galicia, incluida su tierra de origen. Parada entre montañas y valles, lejos del puerto de La Coruña o el de Vigo, me pregunté una y mil veces cómo habría llegado mi abuelo hasta el buque que lo traería a América.

Transcurridos algunos meses de ese viaje, un día me desperté con una idea fija: hacer el tramo final, 112 kilómetros, del llamado Camino Francés que llega a Compostela luego de atravesar parte de las provincias de Lugo y A Coruña. No pasaría cerca por la cuna de mi abuelo José Ramón Canoura pero podría experimentar la sensación de andar por campos gallegos como lo hizo él hace 120 años. Yo no tenía su destreza de campesino conocedor del terreno ni tampoco su edad.

Dos amigas, Mary Becoña, una montevideana como yo, y la otra, Isabel Ferrari, una uruguaya radicada en Suecia, se entusiasmaron con el proyecto y fijamos fecha de partida para abril de 2018. En el transcurso de los meses fuimos afinando nuestro periplo y adaptándolo a nuestra edad y posibilidades físicas. Así, contratamos un servicio de transporte de equipaje y reserva de lugares para pernoctar. Parcelamos los trechos para caminar un promedio de 14 kilómetros por día. Partiríamos de Sarria, ya en la provincia de Lugo para llegar a Santiago de Compostela al noveno día de travesía.

Mirar, tocar, oler

Los seis primeros días de caminata los hicimos por caminos de tierra, bajo lluvia y granizo. ¡Pensar que en Uruguay cualquier alerta meteorológica nos paraliza! Habíamos acordado que solo nos detendrían tormentas eléctricas y desbordes de arroyos o ríos que fuimos encontrando.

Hicimos grandes trechos separadas y en silencio. El viaje interior que muchos nos auguraron fue real. Cada uno, cada una, tiene tiempo para pensar, repasar su vida, descubrir fortalezas y debilidades, encontrar signos materiales y tangibles en la naturaleza que nos recuerdan nuestra propia historia. Con mochila o sin mochila, durante días y días cargamos apenas con nuestra propia peripecia vital. El desafío es aprender a despojarse de lo que nos pesa e incomoda, como quien se saca las botas al finalizar el día.

El Camino de Santiago es para hacerlo con los cinco sentidos alertas. Durante kilómetros y kilómetros solo se escucha el silencio y el ruido de los bastones de los peregrinos. La primera vez que escuché pasos a mis espaldas me puse en alerta, una reacción automática de citadina al acecho que teme ser asaltada.

¡“Buen camino”! nos desearon en español peregrinos nórdicos, e inmediatamente incorporamos a nuestros lenguaje cotidiano ese deseo amigable que nos hermanó a decenas de caminantes procedentes de distintas partes del mundo.

Atravesamos bosques de robles y castaños, metimos la mano en el agua fría y cristalina de los cursos de agua, probamos las hojas de grelos y coles plantados en huertas familiares a los bordes de nuestra senda. Saboreamos los mejores caldos gallegos de nuestra vida e hicimos un ranking de tortillas de papa y tarta de Santiago que fuimos probando durante los 9 días de andanzas. Descubrimos la hospitalidad de las familias gallegas que ofrecen sus nueces, dulces, frutas y panes a quienes pasan frente a su casa.

Pero, sobre todo, nos condolimos con una Galicia desierta y despoblada. No se ven niños ni adolescentes. Las generaciones más jóvenes han emigrado a la capital, a estudiar o trabajar, y han quedado en el campo los más viejos. Se los ve los domingos salir a misa en las villas más pobladas, siempre y cuando no esté cerrada la iglesia por falta de cura.

La tradición manda recoger sellos en la llamada Credencial del Peregrino. Ella será la prueba de que se hicieron, por lo menos, los 100 kilómetros exigidos para otorgar la Compostelana, un pergamino escrito en latín que certifica haber cumplido con el periplo santiaguino. Los sellos históricos fueron los que se ponían en iglesias y capillas. Hoy, ya hay cafés de paso y restaurantes que los ofrecen y compiten con la religiosidad del rito.

En Portomarín, el dueño del hotel Pazos de Berbetoros, nos puso en la credencial, como deferencia, un antiguo sello que perteneció al comercio de su padre, ya fallecido.

Santiago de Compostela, ahí estabas

A casi tres meses de haber retornado, los nombres evocan paisajes con fuerte impronta románica y también a las personas que allí encontramos: Lugar de Morgade, Portomarín, Ventas de Narón, Palas de Rei, Melide, Arzúa, Salceda, Amenal. Se nos agolpan los olores, colores y sabores. La lluvia y la humedad nos abandonan y empezamos a mezclarnos con gente que brota como hongos desde diferentes trillas y senderos.

La última etapa se camina sobre terreno firme, carreteras, caminos y urbanizaciones. Santiago está cerca. Vemos los picos de su catedral desde el Monte del Gozo.

Creíamos que la plaza do Obradoiro, la que recibe durante todo el día a los peregrinos que van llegando a destiempo, estaba a la vuelta. Sin embargo, la entrada fue lenta, demorada. La ansiedad iba de la mano del cansancio.

De repente, una de las calles desemboca en la vastedad de piedra: la explanada de la Catedral, escenario de la victoria personal y testigo mudo de las emociones que cada peregrino suelta y comparte. Grupos de gente que se abraza y brinda, llantos contenidos. Las mochilas caen y sirven de almohada. Reposo de caminantes que se resisten a dar por terminada su propia peregrinación. Coronada por el Palacio Rajoy (apellido de quien lo construyó), el Hostal de los Reyes Católicos y el Palacio de Fonseca, la Catedral de Santiago alberga las reliquias del apóstol. Para los peregrinos, hombres y mujeres de todas las religiones, muchos con los pies llagados de tanto caminar, abrazar la estatua de Santiago es agradecerle el privilegio de haber culminado con éxito el recorrido.

Dos veces por día, a las 12 y a las 19 se celebra la Misa del Peregrino. Y, si se corre con suerte, en ocasiones se echa a andar el llamado Botafumeiro, un incensario de 60 kilos de peso (llega a los 100 kilos cuando se lo carga de carbón e incienso), bañado en plata, que está suspendido por gruesas cuerdas en la nave central. Siete hombres vestidos con hábitos color púrpura lo hacen pendular a gran velocidad. El ambiente de la catedral adquiere aún más misticismo. El rito religioso culmina.

Relatos de caminantes coinciden en que la experiencia de hacer el Camino de Santiago se decanta de a poco. Y así es. Cada recuerdo es una suerte de revelación. Supongo que el viaje interior, la profunda introspección, nos seguirá acompañando durante toda la vida y nos sucede algo así como con los buenos sueños: deseamos que no se terminen nunca.

 

Maestra y periodista. Formó parte del equipo de redacción de la revista Cuadernos del Tercer Mundo y de la Guía del mundo en Perú, México, Brasil y Uruguay. Desde 1992 y hasta 2009 trabajó en el semanario Búsqueda como redactora y editora de las secciones Salud, Ambiente, Ciencia y Técnica. Participó en el segundo volumen de la obra colectiva Mujeres uruguayas, el lado femenino de la historia (Alfaguara). Escribió Los invencibles, 16 historias de la ciencia en Uruguay (Aguilar), por el cual recibió en 2008 el premio “Bartolomé Hidalgo”, concedido por la Cámara Uruguaya del Libro en la categoría Difusión Científica. En 2011 publicó Quién es esa mujer, biografía de la cantante Laura Canoura.