Raúl González Tuñón por Jaime Clara
¿Por qué, Raúl, tu poeta debió morir al amanecer?
Sé que no responderás la pregunta porque no estás aquí; ya acabó el tiempo de
las conversaciones. Además, aunque quisiera saberlo, es también verdad que
debería entrar en tu mismidad, en tus emociones, en tu imaginación. Y eso es
imposible.
Así que, Raúl, no queda sino interpretarte, lo que, de algún modo, es inventar
tus pensamientos nacidos de quién sabe cuántos maravillosos instantes. Es
decir –porque ¿de qué valdría la pretensión de realmente saber?- armarme de
unas ideas que, aunque mías, jamás serán las que condujeron tu sabia mano a
escribir que el poeta, tu poeta, “sólo, sin un céntimo, tal como vino al mundo,
murió al fin en la plaza de la inquieta feria”.
Pero, Raúl, se me ha ocurrido que, estés donde estés, celebrarás este esfuerzo
derrotado de antemano. Es que tú supiste como pocos, en tantas madrugadas
insomnes y alcohólicas, no sólo de derrotas sino de cuánto cuesta vestir la piel
de otro con la conmovedora intensidad que tú lo hiciste.
¿Por qué en un amanecer?
Tal vez sean las pocas horas en que deba ocurrir toda muerte de un ser intenso,
sensible; la noche ha dejado de ser noche, las primeras, difusas luces buscan
abrirse paso y se expone ante uno la gran paradoja: un día más, la necesidad
de seguir pensando mundos que no serán, o que fueron y nos hirieron de un
modo cruel, la latencia del sufrimiento, la esperanza improbable de un destino
que se modifica, la comprensión de los otros.
O el cansancio, definitivo, final, porque “fue un hombre cabal de su vida y de
su obra, un poeta que escribió versos casi celestes, versos mágicos de
invención verdadera” y terminó ignorando por todos, los viejos primero y los
jóvenes después, por el pecado de haber sido un hombre de su tiempo que
escribió también “poemas civiles y cantos de esquinas y banderas”.
Un amanecer puede ser triste, muy triste.
Algo así como el despertador final para quien ya no resiste vestir andrajos,
andar con el calzado roto y los cordones desatados, desaliñado, sin afeitar, mal
mirado al pasaje del carnaval ciudadano, apenas hallando cobijo en el banco
de esa plaza donde lo sacude la inquieta feria de la mañana. Morir al amanecer
por eso. Dejarse morir al amanecer, porque ya no puede escribir más, porque
ya lo dio todo –solo falta su esqueleto- y sabiendo que sólo lo recordará aquel
que lo inventó en su alma y lo expuso para que lo quisieran aunque sólo logró
soltar lágrimas ajenas de la gran culpa ajena: la indiferencia.
“Hoy irán a su entierro cuatro buenos amigos, los parroquianos del boliche,
unos cuantos obreros, los trabajadores del circo ambulante…, un antiguo
editor…, una hermosa mujer…”. Los de siempre, los únicos, incluso los que
estuvieron y se fueron y ahora vuelven, flagelándose por no haber hecho todo
lo que pudieron; incluso los que se aprovecharon de su locura poética, los que
se emocionaron y los que se divirtieron; incluso aquella que él soñó, o creyó
que soñó que podría quererlo.
Es verdad, Raúl. Estos poetas deben morir al amanecer, como gorriones que el
tiempo va congelando sobre las balaustradas y sobre las ramas de los árboles
que rodean la plaza. Tu poeta murió como debía. Aquí ya no le aguardaba sino
la desesperación y el cansancio final. Tu poeta hizo lo que debía hacer. Y se
dejó ir.
Pero mañana –porque siempre hay un mañana, Raúl- “¡florecerá la tierra que
caiga sobre él!”.
(·) “El poeta murió al amanecer”, de Raúl González Tuñón. Dedicado a él, esté donde esté.