La noche transcurría en soledad; el frío agrandaba ese vaciamiento. Ella decidió frenar y estacionar su auto en la rambla. Lo apagó. Tuvo la suerte de observar que la luna estaba llena y eso hizo que la soledad se viera disminuida.
Salió del vehículo y se sentó, mirando hacia el río y el cielo, limpio. Prendió un cigarrillo y en la primera bocanada logró resolver continuar avanzando hacia a costa este.
Tenía tres valijas: dos en el maletero y una en el asiento trasero. Se le ocurrió pensar en cuántas fases lunares le quedaban por contemplar y eso la hizo sonreír, dejando el rastro de una mueca satisfecha.
Miraba la brasa del cigarro hipnotizada; le gustaba observar su proceso de consumisión, lento y en cada pitada, el arranque del encendido, para luego expulsar el humo por la nariz.
Incluso le gustaba ver cómo se encendía sola, de a poco, consumiéndose sin esfuerzo, sólo con el empuje del aire, sin necesidad de pitar.
Pensó en su vida anterior, antes de las valijas, antes de la casa recién estrenada, antes de abandonara la ropa de colores, que tanto gustaba usar en cualquier estación del año. Antes era joven, y la usaba. Antes disfrutaba de un libro, tendida en cualquier parte donde pudiera dejara su cabeza cómoda. Antes fumaba con la libertad para coronar cualquier acto de placer. Pero luego, como si kilos de concreto hubieran tapiado sus ojos, todo quedó negro. O vacío.
El cigarrillo, ahora encendido, era una secreta revancha, una autocomplicidad de diez centímetros de rebelión a solas. Y las valijas. Y el auto. Y el asfalto liso y sin obstáculos.
Se miró las manos todas deshechas y las rodillas, aún peor. Se dijo que eso jamás podía terminar. Y terminó. Era dejarlo todo y terminar. Se quitó la alianza y la arrojó al río, en el mismo lugar donde había esparcido las cenizas de su padre.
Cuando terminó el cigarro se puso de pie, tomó impulso y aire. Se comió hasta la luna y las estrellas. Sacó las llaves del auto y se dirigió a él. Abrió la puerta. Se sentó con firmeza, lo encendió.
El motor rugió como una fiera que estaba agazapada, para luego tomar carrera. La rambla, despejada, la hizo acelerar más de la cuenta y el vehículo, ella, el pasado, quedaron rodando en el camino, desapareciendo del tiempo, del espacio, de esa vida.