Era un anciano simpático, con una sonrisa frecuente y amarilla de tanto fumar tabaco barato.
Vivía solo en uno de esos caserones angostos pero excesivos en metros de habitaciones altas y en pisos de tablas y humedades. Al medio había un patio de baldosas con un aljibe y plantas, plantas por todas partes: malvones, petunias, tunas, helechos; allí el aire era húmedo y parecía flotar la melancolía por todas partes. Tres cuartos, uno de los cuales le servía de laboratorio de trabajo y de archivo, porque el anciano, que se llamaba Juan, se dedicaba a la fotografía desde su lejana juventud y despachaba cédulas de identidad y tomaba huellas dactilares en la Jefatura de Policía del pueblo. Después, una cocina oscura y un baño elemental, estrecho. La casa de toda su vida.
Juan también tocaba el violín, aficionado puro, y solía acodarse al mostrador del boliche de Curbelo, perdiéndose hasta la madrugada con unos pocos amigos, en decenas de historias, reales o inventadas con un ingenio digno, tal vez, de mejores causas, mientras desde la radio, en un estante y entre botellas, surgía, siempre, tal vez como una bendición, la voz inalterable de Gardel, o de Angelito Vargas o de Rivero. Juan solía tocar cuando las historias languidecían y el grupo ya estaba harto de tangos y repleto de alcohol; no lo hacía bien, pero se le aceptaba porque hasta cuando andaba medio triste y se guardaba el entuerto, era entretenido. Tenía una versión de «La cumparsita» que, de tan extravagante, había alcanzado la jerarquía de himno de aquel poco solemne local. Es más, una vez corrió la voz de que el viejo Prémoli, dueño de la radio del pueblo, le había prometido una grabación para mandársela a Troilo, a Buenos Aires, con quien tenía relación.
Cierta vez -ya nadie recuerda exactamente cuándo y poco importa a esta altura de las circunstancias- Juan apareció con la novedad de un descubrimiento al que llamó sensacional, aun admitiendo que no lo entendía, que no lo podía explicar: la sangre humana capta y fija imágenes, un poco deformadas pero identificables, sobre determinadas superficies, como si fuese una cámara. Lo único en que se afirmaba eran fotos que él mismo había tomado de ese fenómeno y la certeza de que, para que ocurriese aquello tan raro, la sangre debía brotar teniendo a su frente lo que después dejaba fijo donde fuese: un mueble, un recipiente y, sobre todo, ropa de cualquier tipo y la propia piel humana.
Lo explicó una noche de copas en lo de Curbelo. Había estado fotografiando, como parte de sus obligaciones para la policía, la camisa del José Navarro, El Pelado, acuchillado hasta la muerte en el callejón que llevaba al quilombo. El comisario Bermejo lo apuraba por esos días para que entregara el material del caso que debía entregar al juez actuante, y su demora se debía a que, de pronto, observando detenidamente las fotos, comenzó a distinguir, algo difuso al comienzo, el rostro de una persona. Juan dudó bastante, aunque después siguió buscando con afán, con una compulsión que no entendía pero le encendía el ánimo. Hizo decenas de ampliaciones hasta que lo capturó por completo una mezcla de ansiedad e inquietud. Entonces, afrontó la que creyó sería la prueba definitiva: se pinchó con una aguja el pulgar de la mano izquierda y, cuando salió bastante sangre, lo puso frente a su cara, a medio metro de distancia, y con la mano derecha tomó aquella foto que se convertiría para él en la clave de la cuestión. Hizo el revelado con el mayor cuidado posible y… ¡ahí estaba su rostro, aunque algo difumado en algunas partes!
¡Qué descubrimiento, Jesucrito!, pensó.
Como el relato era el de un borracho y lo estaban siguiendo con la boca abierta otros borrachos, Curbelo, el patrón, el único sobrio, hizo un gesto de desconfianza, mientras a Paco el cigarrillo le había quedado colgado en un costado de su boca, Epifanio miraba a Juan a través de la neblina del alcohol, balanceándose hacia adelante y hacia atrás sin pronunciar palabra y Ruedita, a quien le había quedado estampada una sonrisa estúpida, alcanzó a balbucear: -Che, macho… Tas loquito pero no sos boludo… ¡con esta joda te podés llenar de guita!-. El Negro Collazo, luego de un eructo sonoro y esclarecedor, anticipó su escepticismo con un tono que sonó ligeramente ominoso bajo la luz amarillenta del boliche: – Pensá bien antes de jugártela, Juancito… ¿Sabés el flor de despelote que podés armar con esto en la cana? ¡Y vos trabajás ahí!
-¿Por qué…? -atinó a preguntar el fotógrafo violinista.
-Y… con la cantidad de muertes que a la cana no le interesa aclarar… ¿O vos no vivís en este pueblo?
La reunión siguió media hora más y cuando se disolvió fue inesperado, absorbiendo el dramatismo que la había ensombrecido hasta entonces. Curbelo siguió sirviendo copas, y cobrándolas por anticipado, aunque nadie mandara la vuelta. Enseguida, fue como si todos hubiesen decidido hablar al mismo tiempo, entreverando la charla de modo cantinflesco. Alguien subió el volumen de la radio y apareció la rotunda voz de Edmundo Rivero cantando «Fangal» y el hombre del descubrimiento tomó su violín, lo guardó y salió del lugar caminado lento y muy erecto, aunque tanteando sospechosamente las paredes. Fue el final de esa jornada.
A la noche siguiente, Juan convocó a los amigos a su casa. Los reunió en torno a una mesa grande, de madera agrietada, que tenía en la pieza del laboratorio. Convidó con grapa con limón y, sin mucha ceremonia adicional, desparramó al menos cuarenta fotos. Con paciencia, munido de un lápiz grande, dictó una especie de clase sobre sus conclusiones, que se convirtió en una improvisada teoría. Fue la primera vez que los demás olvidaron los vasos servidos y se concentraron, cautivados por unanimidad en algo más que no fuera el alcohol amigable, el tango o los pechos desbordados de la adolescente hija de Curbelo que, a contramano de las órdenes de su padre, con frecuencia se asomaba a observar el escenario del boliche y a sus predicadores.
El convencimiento fue general. Ya nadie tuvo dudas ni pidió más explicaciones.
Juan apeló a la sinceridad: -Yo no sé por qué pasa esto -dijo-. Puede ser por la albúmina ¿saben? La albúmina está presente en la sangre y también es parte del proceso fotográfico. Pero créanme, esto me supera. Me parece que deberíamos enviar las fotos a alguien en la Universidad, allá en Montevideo. A ver qué nos dicen.
Nadie respondió. Nadie podía quitar los ojos de las fotos sobre la mesa. Desorientados y nerviosos, iban de una a la otra. Salvo Epifanio, que tenía la vista fija en una de las ampliaciones, justo la que estaba retocada con especial cuidado por Juan y que, como al descuido, había dejado sobre la mesa a último momento. Mostraba un rostro conocido emergiendo, grisáceo y amenazante, de la mancha sobre una camisa blanca, Lo atenazó el temor y una pregunta que, al final, no se animó a hacer.
-Bueno. Esa foto a lo mejor no es todavía el momento de usarla ¿no? -se le oyó decir a Juan como si hablara sin dirigirse a nadie en particular-. Y añadió con otro énfasis, ahora mirando a Epifanio: -Me parece conveniente, por un tiempo, mantener esto únicamente entre nosotros. Antes de largar el rollo, porque espero que me apoyen si llegamos a eso, aguardemos a lograr un apoyo científico. ¿Están de acuerdo?
Hubo cabeceos de aprobación y se aflojó la tensión. Fue el momento de disfrutar la caña con limón. Después de un par de tragos, ya bien quemadas las gargantas, hubo la sensación de que las respiraciones, semejando un motor que llega a la temperatura necesaria, moderaban sin mayores contratiempos. Apareció el violín, cómo no, y de él, a pedido, fueron brotando «Desde el alma», «Palomita blanca», «El amanecer» y hasta «Czardas», de Monti, pieza especialmente desafinada por un Juan ya borracho. La noche se hizo madrugada y la madrugada se cerró en una despedida de promesas para los días por venir., henchidos todos de un inesperado fervor.
La vida, después de todo, podía ser entretenida y buena.
Un paquete y una carta marcharon a la capital, despedidos desde la terminal de ómnibus con interrogantes y esperanzas del grupo de amigos. Pero ocurrió que a la mañana siguiente, pese a que todos habían prometido silencio, medio pueblo sabía del confuso descubrimiento. La versión se desparramó en un abrir y cerrar de ojos, ante la incontenible exasperación del fotógrafo, a quien los vecinos detenían en la calle pidiéndole detalles. ¿Se habría ido de boca Curbelo, siempre tan hablador? ¿O la hija de los senos estatuarios que solía escuchar las charlas del boliche detrás de un delgado tabique a un costado del mostrador?
Juan decidió pedir unos días de licencia; quería seguir investigando mientras llegaba la respuesta de la Universidad, y no deseaba quedar encerrado en sus tareas rutinarias de la Jefatura, en un ambiente que podía haber excesiva presión. Necesitaba la tranquilidad del hogar, soledad, concentración para decidir y para alejarse de la entreverada pero constante interrogación de la gente con la que se topaba a diario. Por eso a nadie llamó la atención su ausencia de los lugares habituales donde se le veía, ni la casa cerrada y en silencio. Hasta que a Epifanio le pareció que ya estaba bien, que había pasado tiempo suficiente para aquella especie de retiro espiritual. Y que a Juan le vendría bien reanudar su vida normal, no fuera que se volviera un poco más loco o alcohólico de lo necesario.
Lo encontró muerto, tirado en el piso de la pieza del laboratorio.
Infarto, dijo el médico forense que certificó la defunción. Cuando Epifanio, tímidamente, le hizo notar la marca que un golpe había dejado en la cabeza del viejo, fue tajante: -Se pegó al caer. Es normal que pase-. Y mandó que se llevaran el cuerpo, porque no había familiares que lo reclamaran. Lo velaron a cajón cerrado, con apuro, los de siempre. Y, qué curioso, nadie pudo hallar prueba alguna de los trabajos en los que Juan había depositado, tal vez, sus últimas ansias. En el laboratorio sólo quedaron sus pruebas iniciales y reproducciones sin mayor importancia: caras recientes, reuniones sociales y hasta un par de cuadros de fútbol posados, en medio de un desorden escasamente comprensible.
Al otro día del entierro, llegó la esperada carta de la Universidad. La retiró Epifanio, porque el grupo de amigos así lo había convenido. Lo llevó a su casa para leerlo tranquilo. El texto era breve y muy preciso: -…nuestros técnicos están muy interesados en su experimento, pero, como comprenderá, necesitamos más elementos de juicio. Por tanto, sería conveniente que, a la brevedad, usted nos visitase para confrontar juntos algunos aspectos del asunto, o, de lo contrario, si esto no fuere posible, nos indique el día y hora en que podríamos visitarlo.
Seguían los saludos de rigor y, de regreso, las fotos que Juan había enviado.
Epifanio hizo algo no esperado. Dijo a los demás que la respuesta había sido desestimulante. No quedaba espacio razonable para continuar investigando. Qué lástima, exclamaron los otros, pobre Juan, ni siquiera un reconocimiento después de muerto. En fin, todo eso. Esta vez tomaron unas cañas en lo de Curbelo, aunque el ánimo era triste. El grupo se disolvió más rápido de lo habitual. Cada uno a lo suyo. Después de todo había que seguir viviendo.
Caminando con aire cansino, mirando obstinadamente el suelo, Epifanio entró a su casa. Sacó de un cajón el paquete devuelto por la Universidad, lo roció con queroseno y lo quemó en el fogón de la cocina.Mientras observaba el fuego inexorable, de sus ojos descendieron lágrimas breves. Con su mano derecha hurgó en el bolsillo del pantalón y sacó, estrujada, la única foto que había decidido rescatar, aunque no sabía bien por qué.
Aquella de la mancha de sangre en la camisa blanca del Pelado Navarro, donde se veía con claridad estremecedora una cara feroz.
La del comisario Bermejo.