Una calle en penumbra | Miguel Barrero

Mi primer recuerdo de Salamanca es el de una calle en penumbra.

No fue mi primera visión de la ciudad, pero sí la más insistente. O, al menos, es la primera que me viene a la memoria cuando evoco el lugar en que viví durante cuatro años que entonces se me iban haciendo eternos y que hoy me parecen tan cortos como lejanos. No se trata de una abstracción ni de una suerte reducción simplista que busque identificar todas las calles de Salamanca en un mismo escenario, aunque de algún modo la ciudad se va sintetizando a lo largo de su recorrido. Es una calle muy concreta por la que yo casi siempre caminaba de noche, cuando estaba a punto de amanecer o cuando ya hacía tiempo que el sol se había escondido tras las catedrales, y que en mi imaginario remite a mis primeras horas como universitario. A un periodo tan breve como intenso en el que hice lo único que todo buen novato puede, y debe, hacer: el capullo.

Es la calle de la Compañía. Nace en la plaza de las Agustinas y se extingue a orillas de la Rúa Antigua, entre la inmensa mole barroca de la Clerecía y la delicada filigrana plateresca de la Casa de las Conchas, y condensa de manera tan abigarrada como eficiente todas las esencias helmánticas: en ella hay una universidad, un convento, dos iglesias, tres o cuatro músicos callejeros y una cafetería donde los estudiantes solitarios nos refugiábamos a menudo para repasar ciertos apuntes, leer los periódicos u ojear libros con los que esperábamos aprender fuera de las aulas las cosas que no nos explicaban en ellas. A sus espaldas, hace unos cuantos años, se expandía el barrio chino. A babor, según se sube, se va abriendo la ciudad bulliciosa cuyas corrientes acaban desembocando en el maremágnum de la Plaza Mayor. Muy cerca está la casa donde vivió y murió Unamuno, y a mí siempre me ha gustado pensar que en ella situó Espronceda el escenario de aquel encuentro entre Félix de Montemar y la espectral procesión que determinó sus días.

Nunca sentí una pasión desenfrenada por Salamanca, una ciudad que ha acabado convirtiéndose en una vulgar parodia de sí misma merced a un obstinado empeño por asumir su propio tópico, pero siempre he estado enamorado de esa calle. No sé por qué. Quizá sea por ese encanto decadente que no es exactamente el de un lugar cualquiera de provincia, sino el de una gran ciudad venida a menos, o por la escasa ampulosidad que decora su grandeza. Muchas noches la recorrí entera sólo por el placer de sentir el frío del invierno azotándome en la cara mientras descendía de vuelta a casa, y otros tantos días caminé por ella sin que hubiera motivo, sencillamente porque me apetecía repasar sus edificios uno a uno, desde la vieja almoneda que se abría ante el palacio de Monterrey hasta la iglesia de San Benito, arrinconada en un recoveco inverosímil. En esa calle padecí las consecuencias de un madrugón extemporáneo, y en ella esperé muchas veces a los amigos que me acompañaban en aquellos días y la elegían como punto de encuentro desde el que adentrarnos en nuestras aventuras noctívagas.

Es raro que haya gente por la calle de la Compañia. Ni siquiera los grupos de turistas que de cuando en cuando la toman al asalto son capaces de deshacer su quietud de siglos. Es una calle solitaria, silenciosa, lánguida. Resulta fácil mecerse al ritmo que le ha marcado su historia, dejarse llevar por el viento que la atraviesa de un lado a otro de todas horas, reconocernos allí como extranjeros de nosotros mismos. Tan fácil como le resulta a ella introducirse en nuestro subconsciente y convertir la visión cosmogónica de toda una ciudad en la remembranza insistente de una calle en penumbra.

Miguel Barrero (Oviedo, 1980) ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven; KRK Ediciones, 2005), La vuelta a casa (KRK Ediciones, 2007), Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner; DVD Ediciones, 2008), La existencia de Dios (Trea, 2012) y Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado; Trea, 2015), así como el libro de viajes Las tierras del fin del mundo (Trea, 2016) y el ensayo La tinta del calamar (Trea, 2016; premio Rodolfo Walsh 2017). Dirigió la revista cultural El Súmmum, fue miembro fundador del consejo editorial de El Cuaderno y ha colaborado de manera habitual en publicaciones como Jot Down, Qué Leer, La Vanguardia o Culturamas. Algunos de sus relatos han visto la luz en antologías como Tripulantes o Náufragos en San Borondón. Su nuevo libro es El rinoceronte y el poeta.

El autor cedió especialmente este texto para Delicatessen.uy

Su página web es miguelbarrero.com