«Vendimia en Jerez», 1914. Obra de Joaquón Sorolla
Todos tenemos costumbres heredadas de nuestra familia. Algunas tan antiguas que no podríamos rastrear, en nuestro árbol genealógico, quién fue el primero en practicarlas. Otras, simples y grabadas en nuestro ADN como huellas del pasado. El mundo del vino tiene muchas de estas historias, de tradiciones pasadas de generación en generación, de abuelos inmigrantes y de recetas de familia.
Nací en un barrio de Montevideo que se parece mucho a un pueblo del interior. Tal vez sea porque está alejado del centro y funciona de forma independiente —todo lo necesario está a unas cuadras de distancia— o porque somos pocos y nos conocemos. Recuerdo algunos hábitos que teníamos, cuando era niña, que no eran propios de la vida en la capital.
Por las tardes, por ejemplo, solíamos tomar mate en la puerta de nuestra casa, observar los autos y saludar a los vecinos que pasaban caminando. Ese momento era sagrado y nos reservábamos al menos una hora al día para este ritual. A veces aprovechaba la oportunidad para salir a recorrer la vereda con mi bicicleta. Hasta la esquina y volvés, me decía mi madre.
Cada año, en verano, mis padres compraban algunos cajones de tomates y hacíamos salsa. Teníamos todos los elementos necesarios y el proceso era sencillo. Los tomates limpios, y cortados a la mitad, iban a la trituradora de la que salía la pulpa pronta para condimentar. Luego se colocaba en bollones, estos se sellaban y, por último, se cocinaba todo en una gran olla. También hacíamos duraznos y peras en almíbar, conservas de hongos silvestres —que recogíamos nosotros al costado de las carreteras— y vino.
Mi madre y su familia provienen de Italia y trajeron consigo los conocimientos para elaborar vino como lo hacían sus ancestros. Un viticultor de Canelones, amigo de mi padre, nos proveía la uva. Las cepas que se utilizaban eran Harriague y Frutilla. Cuando los cajones con la fruta llegaban, se colocaban los racimos en una gran pileta de hormigón. Mi abuela, sentada en una silla azul de cármica, nos señalaba cada grano de uva que se caía, teníamos que recogerlos y colocarlos junto a los otros, no se podía desperdiciar nada. En la pileta la uva se pisaba —ese era mi principal trabajo— para romper los granos.
Se realizaban dos procesos diferentes y se obtenían dos bebidas, Mistela y vino de mesa. La Mistela es un licor que se elabora agregando alcohol vínico al mosto recién estrujado. En mi casa, el líquido se vertía en damajuanas verdes de diez litros y en el pico se colocaba algodón y un vaso invertido. Durante cuatro o cinco meses, esa preparación, permanecía en el techo de nuestra casa para lograr la oxidación deseada.
Para elaborar el vino, luego de pisar las uvas se dejaba fermentar el mosto durante unos días y se hacían remontajes diarios. Luego se pasaba a damajuanas y, cada luna menguante, se trasegaba cuidando que la borra no pasara al nuevo recipiente. Después de cuatro meses podía beberse.
Es la historia de mi familia, pero también la de muchos inmigrantes que llegaron a este continente con sueños y tradiciones. No provengo de una familia de bodegueros, ni de enólogos, pero se hacía vino. A pesar de vivir en la ciudad, en una casa con un fondo pequeño, utilizando materiales rústicos y sencillos, mis abuelos, y luego mis padres, continuaron con esa costumbre que trajeron de su tierra natal.
En muchas bodegas que visité la historia se repite. Tradiciones, abuelos, familia y vino. Muchos eligieron continuar el legado y permanecer unidos a sus raíces. Otros decidieron seguir otros rumbos, pero los recuerdos se mantienen intactos y se visitan, cada cierto tiempo, cuando la nostalgia se hace presente.
Gabriela Zimmer es escritora y sommelière.
Desde hace más de un año viaja por las regiones vitivinícolas del mundo en busca de hermosos paisajes, historias que contar y vinos únicos.
Escribe sobre sus experiencias en el blog lacalicata.com