Medias verdades | Alva Sueiras

Óleo de Daniel Sueiras

Con tino un colega comentaba en la jornada de hoy que estamos ávidos de escuchar únicamente lo que queremos oír. Es cierto. Los discursos incómodos se balancean ante nosotros como una bruma molesta hasta que las sentencias concomitantes a nuestro pensar brotan de labios ajenos y entonces sí, emerge un sol radiante al que abrazamos sin dudarlo, haciendo nuestras las palabras forasteras. En nuestro fuero interno unas suerte de autocomplacencia ensimismada seguida del clásico «ya lo decía yo».

Y así nos luce el pelo, alegre y despreocupado al viento. Perdimos, si es que algún día tuvimos, la capacidad crítica de reflexión. Las redes (una vez más) y nuestro comportamiento en ellas, ofrecen día a día, muestras tangibles de nuestra latente incapacidad. Frases entrecomilladas sacadas de contexto repetidas hasta la saciedad que elevan al olimpo a personajes de los que poco o nada sabemos y «noticias» falsas, obsoletas o parciales de autores sin credenciales desde medios difusos, dadas por ciertas y reproducidas hasta el hartazgo. Somos maestros en abanderar causas ciegamente, sin demasiado interés por informarnos y analizar las distintas capas que componen la compleja cebolla de realidades yuxtapuestas. Despreocupados y adormecidos por la canícula de la sobre exposición cibernética, ejercemos de eternos reproductores de verdades a medias que por repetición se transforman en verdades absolutas e inmodestas posiciones rotundas.

Hace algunos meses el país sufrió un pintoresco debate doméstico. Desde algunos grupos sociales surgió un reclamo escandalizado con el fin de presionar para que sacaran de «cartel» una novela turca a punto de emitirse en televisión, basada en la vida de una menor casada forzosamente con un adulto. El reclamo no tardó en reproducirse y las redes y grupos de whatsapp eran un permanente grito al cielo ante semejante aberración. El caso es que nadie había visto la novela y por ende, nadie conocía la perspectiva desde la cuál se abordaba el tema. Hay una enorme diferencia entre tratar y/o visibilizar un problema social y hacer apología del mismo. Por la misma ecuación de principios que rige este reclamo, deberíamos abolir las películas y series en las que se ejerce la violencia, se consumen estupefacientes, se producen violaciones, injusticias sociales o hay escenas bélicas. Y puestos a censurar, muerte al punk y al rock & roll.

Lo cierto es que poco o nada me seduce el culebrón turco, pero debo señalar que haber visto la dramática película «No sin mi hija», basada en hechos reales, siendo muy joven, me sirvió para darme cuenta de que había complejas y crudas realidades más allá de mi agraciada y almidonada existencia. Lo preocupante del caso no es que existan fieles convencidos sobre la aberración de la emisión, sino la capacidad de reproducción autómata del reclamo, sin filtro ni previo proceso de reflexión.

Sin duda sería ideal tener un comité de ética televisiva que velara por la calidad de los contenidos y la imparcialidad y veracidad informativa de los noticieros. Pero ese es otro debate.

En la misma línea, nos encontramos con escraches a personas por uno desconocidas alegando tal o cuál delito, sin aporte alguno de pruebas o evidencias, o aportes de cuestionable procedencia. La capacidad de reproducción de la denuncia informal en redes, es del todo imprevisible y generalmente, hay adeptos que se suman a la «causa» en un ejercicio de buena intención. El problema radica en la falta de análisis sobre la veracidad de la información a multiplicar y en esa insuficiencia, podemos incurrir en la participación de una injusticia tan o más grande que el supuesto delito denunciado. Cabe recordar la importancia de la presunción de inocencia, tan comúnmente mancillada.

No sólo estamos perdiendo la prudencia, también la perspectiva analítica y la capacidad de ponderación. Incuestionablemente, las redes ayudan a visibilizar desatendidos problemas sociales, no obstante, comúnmente cruzamos esa frágil línea que nos convierte en cooperantes de la desinformación.

Hace algunos meses, caminando por la Avenida Garibaldi, encontré una señal de tránsito vencida en su base e inclinada hacia la calle, obstaculizando el tráfico. En un arrebato momentáneo de civismo, intenté erguirla para depositarla sobre el borde de la acera. Me fue imposible, la señal ingobernable tendía a caer sobre la vía. Así que suavemente, la volví a dejar como estaba, obstaculizando nuevamente la calzada. Un auto que pasaba en ese momento y que sólo vio la última toma de la situación, pitó insistentemente y me insultó con toda suerte de improperios, obviamente pensando que yo era una demente que tuvo la infeliz idea de torpedear el tráfico insolentemente.

Una vez más, visiones únicas y parciales, nos dejan interpretaciones fragmentadas, erradas y amargas, de una verdad que adolece de una mirada ampliada, contrastada y veraz.