Gallegos en Uruguay: Isidoro García | Manuel Losa Rocha

Isidoro García
Tal como los individuos, pareciera que el caso de cada emigrante es único e irrepetible. No sé si será para tanto, pero lo cierto es que cada historia con la que nos encontramos por ahí, tiene su particularidad y cada una de ellas nos mueve a la reflexión… una y otra vez.

La gran mayoría de los emigrantes gallegos del siglo XX y anteriores, procedían de las aldeas, poblaciones pequeñas o villas. Los que menos emigraron fueron los de las ciudades, pero ese es un detalle menor, aunque significativo en cuanto al grado de instrucción y preparación que acompañaba a esos gallegos que salían por el mundo, en busca de un porvenir para ellos y su familia, la mayoría de las veces con la incertidumbre de no saber cual era su destino final, por lo tanto desconocer las costumbres, el estilo de vida del país que los recibiría. Mucho menos sabían en que lugar del mapa se encontraba el que sería su nuevo país de adopción. Salvo excepciones, no sabían prácticamente nada del lugar al cual se irían a vivir… para siempre.

Los que emigraban de las ciudades tenían mayores posibilidades de haber accedido a algún tipo de estudio, a veces bastante amplio. Los que partían de las aldeas o pequeñas poblaciones, vivían sumidos en el desconocimiento general, en la mayoría de los casos. Especialmente los de las aldeas, iban de vez en cuando a la escuela, cuando el maestro o maestra muchas veces itinerante concurría al local de enseñanza y siempre y cuando no tuviesen que cumplir con alguna obligación de labriegos, que la necesidad o sus mayores les imponían.

El caso de Isidoro García no escapó a ese promedio. Oriundo de la Galicia rural, vio la luz por vez primera el 31 de agosto de 1933, en el lugar denominado Vite, parroquia de Queixeiro, ayuntamiento de Monfero, partido judicial de Puentedeume, provincia de A Coruña. ¡Cuántos nombres, cuántos lugares!… para llegar finalmente a un pequeño sitio poblado, de la mínima expresión, en este caso, tan mínima era que la casa más cercana se encontraba a unos doscientos metros de distancia.

Nueve años menor que Amparo, la más joven de los otros cuatro hermanos.

Independientemente de la estrechez económica de aquellos tiempos, del aislamiento, la soledad, la escasa posibilidad de progreso, el acoso, la incertidumbre, el lugar es hermoso, de una belleza inusitada, como lo es toda Galicia. Pero, el desasosiego en el que vivían aquellos gallegos les impedía apreciar el edén que los rodeaba. No descubrimos nada diciendo que Galicia es un paraíso, pero en el tiempo de la infancia de Isidoro, era un elíseo convulsionado, que más se asemejaba a un infierno.

“As Fragas do Eume”, zona declarada Parque Nacional, están insertas en una comarca de superficie montañosa cruzada por el río Eume, en la cual se encuentra el lugar de Vite, perteneciente al Concello de Monfero, situado en el noreste de la provincia de A Coruña. El centro poblado más importante, hacia el noroeste de la comarca, es la villa de Puentedeume, a unas tres leguas; hacia el sur, a mayor distancia, la ciudad de Betanzos y al oeste, la cercana villa de Miño. Esta zona de extensas espesuras, surcada por numerosos regatos, poblada de robles, fresnos, laureles, castaños, arces, avellanos, sauces y otras especies, es considerada como uno de los parques naturales de mayor interés que posee Galicia. Significa esto que la comarca tiene un paisaje de excepcional belleza natural, acentuada por la existencia de numerosas especies animales: hurones, zorros, jabalíes, tejones, corzos y se destaca además la presencia de halcones peregrinos, buhos, lechuzas y águilas, entre otras numerosas especies de aves.
A lo largo de las parroquias de Queixeiro y de San Fiz, se destaca el paisaje del “Monte da Pendella” y el río Eume y sus riberas.

Los padres de Isidoro, Andrés y María Antonia, primos entre ellos, habían formado su hogar en una humilde vivienda, primero en el lugar de Vite de Abaixo y después en Vite, a doscientos metros de distancia. Corría el año 1924 y las perspectivas de algún tipo de progreso en Galicia eran mínimas, como en décadas anteriores, entonces Andrés decide emigrar a Montevideo, en busca de algún porvenir para la familia, que para ese entonces ya se componía de seis personas, Andrés, María Antonia y los cuatro hijos de ambos, Sofía, Manuel, Genoveva y Amparo.
Las noticias que llegaban de América eran alentadoras, lo cual animaba a muchos a emprender la aventura de la emigración. Había trabajo, desarrollo social, posibilidades de progreso. De cualquier forma Andrés ya sabía que debería separarse de su familia por varios años, por lo tanto el sacrificio sería importante. Eran pocos los que hacían fortuna, pero él no iba en busca de eso. Pensaba en el porvenir de sus hijos, en la posibilidad de que pudieran estudiar y desarrollarse en una sociedad distinta y más justa, con posibilidades para todos. En Galicia era impensable en aquellos tiempos, al menos para los aldeanos, acceder a algún tipo de estudio.

isidoroEn Uruguay Andrés se desempeñó en diversas actividades, trabajando extensas jornadas, cambiando de un empleo a otro, tanto de sereno, como de empleado de comercio o en una barraca de productos del agro, buscando siempre mejorar su situación a fin de poder juntar el dinero suficiente para reclamar a los cinco que quedaban en Vite de Abaixo. En abril de 1927 ingresó en la Asociación Española Primera de Socorros Mutuos, como socio activo número 29.586, pero el encuentro con sus paisanos era, en los momentos libres, en la cantina social de Casa de Galicia. En Montevideo estuvo ocho años. A pesar de lo mucho que trabajaba, el dinero que lograba juntar no era suficiente para pagar los pasajes de toda la familia, pues les giraba la mayor parte de su sueldo, para que pudieran seguir subsistiendo. En un momento determinado pensó que si en ocho años no había logrado ahorrar lo suficiente para traerlos junto a él, lo mejor sería regresar cuanto antes a Galicia.

En 1932, el “coletazo” de la crisis mundial de 1929 hacía sus estragos también en Uruguay. No eran tiempos de los mejores para el país sudamericano en crecimiento. Un año después, en 1933, se produciría un golpe de estado que ponía las cosas peor aún. Antes de tal acontecimiento, en 1932, Andrés García regresa a su Galicia natal, con muy pocos ahorros en su bolsillo. Y lo que se encuentra al llegar es un ambiente de gran efervescencia política y prácticamente el mismo estancamiento social. De una incertidumbre a otra. En la comarca había poco para hacer. Lo primero que emprendió fue trabajar la tierra, lo que hacía antes de emigrar. Cada semana iba a vender los productos a Puentedeume y le dedicaba un tiempo también a su afición, la caza. Le gustaba ese deporte desde pequeño y le atraían las piezas grandes. Su hijo menor, Isidoro Manuel, sentiría la misma atracción y llegaría a ser también un cazador aficionado, en el que mucho tiempo después llegaría a ser su país de adopción, Uruguay.

Con dos o tres amigos, Andrés salía de vez en cuando en busca de jabalíes y cuando lograban cazar uno, lo llevaban arrastrando hasta la casa de alguno de ellos para efectuar la faena del animal. A su paso por las casas que había en el camino, los vecinos les obsequiaban huevos o gallinas como premio por combatir la plaga.

Pero, finalmente la atención principal de Andrés fue la política. Los ocho años de vida uruguaya habían influido en su afianzamiento democrático y su convicción socialista, terminando por ocupar un cargo en el Ayuntamiento de Monfero, llegando a ser el suplente del Alcalde. De carácter equilibrado, pacífico, adoptó esa actividad con entusiasmo, sin dejar de desarrollar también la labor de labriego.

Por ese entonces, había abandonado por completo su afición, el deporte de la caza y la labor de labriego la atendía como podía, debido a que había comenzado también otra tarea más, la construcción de la nueva casa para toda la familia, en Vite.

Además de la “leira”, Andrés tenía un pequeño prado en la Sierra de Vite, a pocos cientos de metros de su casa, del cual obtenía producción de alimento para sus animales. Sin su consentimiento, don Juan, el cura de la parroquia, utilizaba ese prado para pastar sus caballos. Por más que Andrés le pidió reiteradamente al cura que retirara sus animales, éste no atendió la solicitud, por lo que Andrés terminó efectuando una denuncia… y ganó el pleito… Corrían los tiempos convulsionados previos al levantamiento militar del año 1936 y ese cura párroco cultivaba estrecha amistad con los falangistas de la comarca y con la Guardia Civil.

Una noche de junio, un mes antes del golpe de estado del 18 de julio de 1936 y posterior guerra civil, el alcalde de Monfero y su suplente Andrés García, fueron detenidos. Los gendarmes entraron violentamente a la casa de los “García de Vite” y apuntándolo con un fusil lo obligaron a levantarse de la cama. Apenas pudo ponerse un pantalón y calzar unos zapatos. Seguidamente fue metido dentro de una camioneta y llevado al cuartel de Puentedeume. Su compañero el Alcalde ya estaba allí. El procedimiento fue el mismo… “¡¿A dónde se llevan a Andrés?!”… gritaba María Antonia con desesperación, mientras tiraba de las mangas de los de uniforme verde…

Manuel tenía quince años de edad, Isidoro Manuel, el menor de los hermanos, tan solo tres. Aquella visión de su padre, llevado “en el aire” por los guardias, fue la última… nunca más lo volvieron a ver. El Alcalde y su ayudante permanecieron encarcelados hasta que fueron ejecutados dos meses después, el 15 de agosto de 1936. Esa noticia se conoció cuando encontraron sus restos. Antes, ninguna autoridad daba razón de ellos. Las familias vivieron con la incertidumbre, por más que preguntaban nadie sabía nada, nadie decía nada… La familia García García pasó a vivir una gran pesadilla. Además de la guerra civil, debían soportar la desaparición forzada del hombre de la casa.

El paradero y la suerte que corrió Andrés García siempre se mantuvo oculto. Cinco años después, en 1941, sus restos fueron hallados en un monte de Gestoso, una comarca cercana, y con la venia de la Guardia Civil, exhumados y reconocidos por María Antonia, su hijo Manuel y los demás integrantes de la familia.

Se les comunicó la fecha del fallecimiento y se les permitió darle cristiana sepultura en Queixeiro. Todos se vistieron de luto y concurrieron para el reconocimiento y posterior sepelio. Los restos de los dos ejecutados estaban juntos. Andrés fue reconocido por su dentadura, en la que tenía algunas piezas de oro.

Isidoro Manuel contaba tan solo con ocho años de edad. Poco recordaba de su padre. Asustado, observaba el alboroto que había en su casa… su madre y sus hermanas llorando, su hermano iba de aquí para allá. Él quiso quedarse en su casa, se escondió debajo de una cama, lloró, protestó y pataleó pero su madre y su hermano lo llevaron de todas formas… Una prueba de fuego… presenció algo indeseado que jamás olvidó…

El caso de Andrés García fue uno de tantos.
En 1937, en plena guerra civil, el cura don Juan había tenido otro litigio.
“Y luego… ¿qué andáis haciendo por aquí a estas horas?”… les preguntó “Rafael de Porto Covo” a los guardias, con los cuales tenía cierto vínculo de vecindad, cuando pararon en su taberna… “Es que tenemos el encargue de ir a Queixeiro a buscar a tres, para interrogarlos por un pleito”, dijo el sargento que estaba a cargo, el cual además tenía amistad con Rafael desde la infancia. “Pero… ¿cómo que a tres?… y entonces… ¿quiénes son esos tres?”… “Pues… uno es Antonio Blanco, el padre de “Maruxa de Queixeiro”… y los otros son Domingo Baceiro y José Rivas”
Mientras el tabernero se dirigía al bocoi de vino para llenar otra vez la jarra, pensaba si sería más prudente callar y dejar que se cometiera una injusticia o hablar. Los nervios lo comían… y el tabernero habló… y se animó a preguntar… Era por una denuncia del cura don Juan…
“¡Otra vez ese cura!…” “¡Estáis yendo a buscar hombres de buena familia!…”
“¡Al que deberiáis ir a buscar un día es a ese maldito cura, que lo único que hace es daño en esta comarca”
Pedro Blanco, hermano de Maruxa de Queixeiro e hijo de Antonio Blanco, también se vio en un trance difícil. Tenía dicecisiete años, trabajaba como albañil en la aldea de Grandal y su patrón había simpatizado en el pasado con el Partido Comunista, por lo que los domingos se ponía corbata roja. Pedro, ignoraba el significado real de ese símbolo en aquellos tiempos, pero como le agradaba el rojo, consiguió una corbata del mismo color y también él se vistió como su patrón.

Un día, un grupo de falangistas fue a buscarlos a donde estaban trabajando, los metieron en una camioneta y los llevaron al cuartel de Puentedeume. Cuando llegaron le dijeron al comandante: “Aquí traemos a dos que sobran”… El comandante abrió la puerta del vehículo y se encontró con el siguiente panorama: un anciano tembloroso y un joven muerto de miedo que se había hecho las necesidades encima… y le dijo a sus “colaboradores”: “¡Aquí no sobra nadie!… ¡el viejo se irá para su casa y el muchacho al frente de batalla, donde necesitamos gente!”

Mujeres vestidas de negro. Luto por los muertos… y por otros que no lo estaban. Pocos hombres, pocos brazos para el trabajo… Unos emigraron, otros andaban escondidos por los montes. Algunos habían muerto en la guerra, y algunos otros también, habían sido ejecutados. Los rostros de la gente reflejaban tristeza… y en ese ambiente transcurrió la infancia y parte de la adolescencia de Isidoro Manuel.

Tiempo después de llegar Isidoro a Montevideo, una antigua amiga de María Antonia les entregó a los dos hermanos la única fotografía que existía de su padre, tomada en Montevideo en el tiempo en que Andrés vivía en la capital uruguaya. Fue entonces cuando Isidoro Manuel tuvo la oportunidad de verlo en una fotografía, cuando ya no recordaba casi nada de él. Y eso fue todo. Ese momento tan especial fue motivo de otro sacudón emocional, tal como había sido el de Queixeiro, doce años antes.

El tiempo que seguía al acontecimiento de Queixeiro no sería mejor que el reciente pasado… En España, el año 1941 fue denominado “el año del hambre”… y los años que siguieron inmediatamente, no fueron mucho mejores. Prácticamente una década de casi hambruna en Galicia y toda España. Lo que se obtenía del trabajo labriego era vendido para cubrir otras necesidades primarias, todo costaba muy caro y no se producía nada. Europa estaba en guerra total y España quedó aislada del resto del mundo en forma natural. El aislamiento continuó después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, y el mismo se convirtió en bloqueo general, por imposición de las naciones aliadas como castigo al régimen de gobierno español por su alineación con las fuerzas del eje, Alemania, Italia y Japón. Aunque la adhesión de España fue leve, el castigo de los aliados durante los primeros años siguientes al conflicto bélico, fue severo.

Mucha gente se creyó entonces que aquel barco cargado de trigo, que atracó en el puerto de Vigo y que realmente ayudó a salir de la casi hambruna al pueblo español en alguna medida, era una donación del gobierno argentino, cuando en realidad fue una venta que efectuó dicho gobierno. Aunque esa acción haya sido motivada también por un sentimiento de afinidad y colaboración, el hecho fue más bien originado por el aprovechamiento de excedentes de producción, vendiendo a España el producto, a precios muy rentables para el gobierno argentino, con el otorgamiento de un crédito blando en pesos argentinos, a largo plazo. Argentina se comprometía además a recibir a un gran contingente de emigrantes españoles, con amplia franquicia. Los negocios se repitieron en los meses y años posteriores con otros cereales, carne y otros alimentos, pero a comienzos de los ’50 el gobierno peronista, sorpresivamente le exigió al gobierno español respaldo de los créditos en oro o en dólares. España no disponía de dólares y respaldo en oro no estaba en condiciones de hacer, por lo tanto hubo de cancelar esa deuda, de acuerdo a cláusulas del compromiso original, con producciones textiles, de aceite de oliva y construcción de barcos en los astilleros españoles.

Cuando tenía tan solo catorce años de edad, Isidoro pasó a ser “el hombre de la casa”. Su hermano mayor, Manuel, se vio obligado a “desaparecer” de la comarca debido al acoso incesante de la Guardia Civil. El puesto de la misma quedaba en Ponte da Pedra, paso obligado para ir a Grandal, lugar de la casa de la familia de la que era su novia, después su esposa. Cada vez con más insistencia, a su paso por el puesto, los gendarmes intimidaban a Manuel García, cuyo único pecado era ser el hijo del suplente de alcalde de Monfero asesinado. Lo amenazaban con “sacarlo a pasear”, tal como habían hecho con su padre once años antes.

Correspondencia mediante, buscó entonces la ayuda de una tía abuela residente en Montevideo, quien sin pérdida de tiempo efectuó los trámites de reclamación exigidos por las autoridades uruguayas y le envió el dinero necesario para la compra del pasaje, mientras Manuel se dedicaba rápidamente a poner en regla su documentación para poder emigrar. Pero, era tal la obsesión de los gendarmes del mencionado puesto de la Guardia Civil por hacerle difícil la existencia, que al enterarse que el joven Manuel García tenía toda la documentación necesaria para poder viajar al extranjero, consiguieron que sus superiores extendieran la orden de prohibición de embarque en los puertos de España.

Algún amigo allegado a la Guardia Civil, que siempre había alguno, le comunicó a Manuel la contradictoria noticia y le aconsejó “desaparecer” cuanto antes, pero que no se presentara ni por los puertos de Galicia, ni por ningún otro puerto de España. Las opciones que le quedaban eran pasar a Francia o Portugal, con el riesgo que podría significar el cruce de frontera, o bien intentar embarcarse desde Madrid por vía aérea, con un costo de pasaje mucho más elevado. Esta última opción fue la adoptada. Su madre se endeudó, con mucho sacrificio juntó el dinero que faltaba para la compra del billete y sin más pérdida de tiempo Manuel se trasladó a Madrid, donde logró abordar un avión hacia Montevideo y así se puso a salvo.

Mientras tanto su esposa María, “Maruja”, quedaba en la casa paterna de su marido, sufriendo por la separación y la incertidumbre. Un día antes de embarcar, desde Madrid Manuel escribió una carta para su esposa en la que le decía simplemente que al día siguiente abordaría el avión con destino Montevideo. Varios días después el cartero le entregaba un sobre a Maruja… pero ese sobre estaba vacío. Precisamente ese mismo día que Manuel embarcaba, cerca de la media noche, se presentaron dos gendarmes en la casa de Vite preguntando por él. Dos semanas después, Maruja recibió otro sobre procedente de Montevideo, ese sí contenía una carta con noticias de Manuel.
Cuatro años después, en 1951, estando ya casadas dos de sus hermanas, Manuel decide reclamar a su hermano, el joven Isidoro que estaba a punto de cumplir dieciocho años y pronto podía ser convocado para asistir a cumplir con el servicio militar obligatorio, y para evitar que tuviera que sufrir un acoso similar al que había tenido que soportar él.

Así fue que la familia García García, en poco tiempo quedó completamente desarmada. Con su madre María Antonia, quedó en la casa Genoveva, la única hija soltera y Maruja, la esposa de Manuel. Los dos hijos varones, fueron buscando un porvenir en su nuevo país de adopción, con el afán de reunir cuanto antes a toda la familia en tierra americana.

El precio que debió pagar esa familia fue muy alto. Primero sufrieron el asesinato del padre, luego los tenebrosos años de la guerra civil, después los no menos duros de la posguerra y por último el acoso a Manuel, el alejamiento de los dos hermanos de su casa natal, un adiós a su madre y a sus hermanas, que nadie sabía hasta cuando sería. Isidoro y su hermano Manuel se sentían libres en Montevideo pero la congoja los acompañó durante mucho tiempo. Sí… el precio fue muy alto.

No solo por razones de orden económico emigraban los gallegos en aquellos tiempos. El caso de Alfredo Somoza también nos ilustra al respecto. Somoza, cuyo padre era primo de Castelao, ocupaba un alto cargo en la Diputación coruñesa durante el gobierno legítimo republicano. A partir del golpe militar de 1936 permaneció escondido durante once años en la ciudad de A Coruña, pasando de un refugio a otro, mientras muchos de sus amigos y colegas iban siendo ejecutados sistemáticamente. Finalmente logró huir, con la ayuda reservada de mucha gente, unos de su ciudad A Coruña y otros de las capitales del Río de la Plata y también otros de Francia que colaboraron para finalmente poder refugiarse en Montevideo.

Para viajar a Montevideo, Isidoro Manuel tenía que comprar zapatos, pues no tenía otro calzado que zuecos y zapatillas. Su madre pensó entonces que debería llegar más presentable a Uruguay, donde había gente culta, educada, según le contaba su hijo Manuel en las cartas que le escribía. Así pues María Antonia juntó el dinero como pudo y mandó a su hijo a Puentedeume a comprarse unos zapatos. No habría de ir en carro tirado por bueyes como lo hacían a veces cuando llevaban a vender a la feria, huevos o pollos o algún cerdo. Habría de viajar en “el correo”, una especie de ómnibus en el cual el billete costaba más económico si se viajaba en el techo. Esa fue la forma elegida por Isidoro para llegar a Puentedeume, para comprar allí su primer par de zapatos. Con su calzado nuevo en la caja y el poco dinero que le había sobrado en su bolsillo, lo justo para pagar el pasaje de vuelta en “el correo”, emprendió el regreso hacia su casa, en el lugar de Vite, pero antes de llegar a la parada del autobús se encontró con un feirón. Los puestos de venta de pan ejercieron tal poder de atracción que no resistió la tentación de comprar un enorme mollete de pan blanco. “¿Cuánto tiempo hace que no saboreo un pedazo de pan blanco?” El problema que se le presentaba era que si compraba el pan se quedaba sin dinero para el billete de autobús. ¡Y… no lo dudó más!… “¡Al diablo con el autobús!”… Prefirió caminar los trece quilómetros que lo separaban de su casa… “¡Ese pan tenía sabor a gloria!” Años después le contaría a sus hijos: “Aquel fue el manjar más sabroso que comí en mi vida”. Desde que llegó a Montevideo, el pan en la mesa para acompañar las comidas es infaltable.

Con dieciocho años de edad, una maleta con algo de ropa, sus zapatos nuevos, muchas ilusiones… y un nudo en la garganta, se embarcó en el puerto de Vigo en el vapor Formosa, llegando a Montevideo veintiseis días después, a comienzos de la primavera austral. El barco tuvo que recalar en Dakar donde por reparación de desperfectos debió permanecer por varios días. Isidoro sufría con esa demora, debía administrar muy bien el escaso dinero de que disponía, por lo tanto se abstenía de comprar fruta en Dakar. Los días no se le daban pasado. En el puerto de Montevideo lo estaban esperando sus tíos y su hermano Manuel. Abrazos, lágrimas, promesas de pronto reencuentro con las mujeres de la familia que habían quedado en la aldea. Con su hermano y sus tíos se fue a vivir en una casa modesta de la calle Nelson, en el barrio El Prado.

A los pocos días de llegar se encontraba trabajando en su primer empleo, una fábrica de pelotas de cuero donde permaneció dos meses. Como pudo, fue aprendiendo a realizar todo tipo de tarea, desde barrer el piso hasta efectuar costuras a máquina. Debido a su característica timidez le costaba soportar las clásicas “bromas a los novatos”, características de los lugares de trabajo. Al ser forastero, “galleguito”, esas bromas a veces eran más pesadas que lo normal. Debió soportar y pagar “derecho de piso” como cualquier joven emigrante de aquella época. Luego consiguió una ocupación mejor en una metalúrgica de la Avenida San Martín. Además de sentirse ya más locatario, debido a la relativa aclimatación, el manejo de “los hierros” le atraía mucho más. Poco tiempo después, con algo de práctica en el ramo de la metalurgia, consiguió un puesto como aprendiz en el taller de chapa y pintura “Osvaldo Albertori”.
En ese taller estuvo hasta que se independizó, años después. Ganaba mejor jornal pero la exigencia también era mayor que en los otros trabajos anteriores. Él quería aprender, progresar, pero como era novato y además tímido, no se animaba a pedir oportunidades ni nada, hacía lo que le mandaba el capataz, lo mejor posible, pero por momentos la labor le resultaba muy monótona. De pronto se le ocurrió una idea, la cual consistió en comentarle su inquietud a su paisano, el sereno del taller. A las seis de la tarde se retiraban todos los operarios, el señor Osvaldo, su patrón, también. No quedaba nadie más que el sereno. Isidoro y el sereno ya habían conversado algo en algunas oportunidades, y cuando le planteó su inquietud, éste le dijo: “La única forma será que hagas práctica tú mismo, aquí nadie te va a enseñar nada hasta que pase bastante tiempo y te tengan más confianza”… “Sí, pero en horas de trabajo debo hacer solo lo que me mandan, y me paso barriendo, limpiando y enderezando hierros y chapas, que es la labor más tediosa del taller”.

Finalmente, el sereno decidió colaborar con su paisano y le dio algunas indicaciones. Generalmente, don Osvaldo se retiraba antes que los demás. Todos los operarios se aseaban rápidamente y se retiraban del taller lo antes posible. Isidoro se dirigía a los lavabos lentamente, a veces estaba cinco o diez minutos lavándose las manos, por lo cual debía soportar alguna broma adicional de algún compañero… “Galleguito, te vas a gastar las manos de tanto lavarlas…” La cuestión era ser el último en retirarse. Entonces, cuando ya no quedaba nadie, en vez de salir a la calle, él volvía al taller, se ponía nuevamente la ropa de trabajo y… “loco de contento”… “manos a la obra”.

Isidoro GarcíaEn la guillotina cortaba algunas chapas de desecho, se ponía lentes protectores, agarraba la máquina de soldadura autógena y, con sumo cuidado, procedía a soldar las chapas. Las primeras soldaduras “daba pena verlas”, pero poco a poco fue mejorando su técnica. Luego el pulido, hasta que quedaban impecables. Después cortaba nuevamente las chapas hasta que quedaban inservibles, para que no se descubriera su trabajo. El sereno lo observaba con atención… a veces lo oía maldecir cuando algo no le salía bien… y cuando ocurría lo contrario, Isidoro ponía cara de satisfacción. Su paisano lo entendía. Además del sereno, nunca nadie se enteró de esas prácticas.
Así estuvo durante tres meses, hasta que un día don Osvaldo se acercó a él y le dijo de pronto:
–Galleguito… ¿quieres aprender a soldar? –y sin esperar respuesta, continuó- Bien, deja eso que estás haciendo y ven, que vamos a empezar desde ahora con una práctica.
Don Osvaldo procedió a cortar unas chapas, de paso que aconsejaba a su aprendiz referente al máximo cuidado con la manipulación. Luego “le enseñó” a ponerse las gafas, agarrar la soldadora, prenderla y todos los demás detalles inherentes a la operación de soldar. Isidoro lo observaba en silencio sin pronunciar palabra. Don Osvaldo procedió a soldar las chapas y cuando terminó la operación invitó a Isidoro a que hiciera lo mismo que él había hecho.
Albertori esperaba que al menos su aprendiz aprendiera los principios del manejo de la soldadora y los cuidados correspondientes. De pronto, arqueó las cejas al ver que el galleguito manipulaba los elementos como si supiera… “¡Bah!… no pueder ser… será una casualidad…” Isidoro procedió con el siguiente paso con total seguridad, soldó tres chapas con gran cuidado… ¡y el trabajo había quedado perfecto! Luego se sacó los lentes. Don Osvaldo, cada vez más asombrado, lo dejó seguir a ver que más hacía. Allí ya debía terminar la labor de aprendizaje de ese primer día. Pero más sorprendido aún quedó cuando observó que el galleguito, en forma decidida, continuaba con el siguiente paso… el pulido… y… otra vez… ¡como si supiera!… Por fin, terminó toda la operación. Su patrón se acercó, miró alternadamente al galleguito y el trabajo que había realizado… se quedó en silencio… pero no pudo evitar exclamar para sí mismo: “¡Pero esto está perfecto!… ¡¿y este es el galleguito del que algunos se burlan?!”
Acto seguido llamó al capataz y le dijo:
–Acompáñeme al bar que vamos a tomar un café y conversar usted y yo.
Isidoro continuó con su tarea habitual… Algunos compañeros que habían observado la acción, lo miraban de reojo… pero no le decían nada. Tal vez dudaban entre si se trataba de una casualidad o si realmente el galleguito sabía. Media hora después, al regreso del bar, el capataz se acercó a él y le dijo:
–Che, galleguito… ¿qué pasó con don Osvaldo?… Lo dejaste asombrado.
Al principio Isidoro dudó… “¿Habré hecho algo mal?” Luego, prosiguió el capataz:
–Nunca vi tan contento a nuestro patrón. Ahora resulta que vas a ascender de categoría, porque dice don Albertori que te pase a “segundo oficial”… ¿Cómo es eso, che?… ¿No me irás a sacar el puesto… no?
“Por fin -pensó Isidoro- basta de barrer y enderezar hierros.

Unos meses más adelante Isidoro se desempeñaba como el mejor oficial del taller, aunque su categoría fuera la de segundo oficial. Tal vez para evitar celos de sus compañeros, su patrón no le podía dar una categoría mayor a un galleguito casi recién llegado al país.

De pronto, pasado un tiempo, llegó al taller un automóvil “DKW Junior” con varios desperfectos graves y el techo destrozado completamente a raíz de un vuelco… “Ahora o nunca”… Isidoro jamás se explicó como se pudo desprender de su timidez habitual, el caso es que se acercó al despacho de don Osvaldo y pidió permiso para entrar y hablar con él
–Don Osvaldo, necesito que me dé una oportunidad.
–Vaya… galleguito… ¿qué ocurre?… Puedes pedirme lo que quieras.
–Lo que quiero es que me deje arreglar ese “DKW”.
–Pero… ese es un trabajo para varios… chapa, pulido, pintura… Vamos a hablar con el capataz a ver cuantos ayudantes te puede asignar y hacemos una prueba… ¡tú dirigirás el trabajo!… ¿qué te parece?
–No, don Osvaldo… ¡Es que quiero hacerlo yo solo!
Otro asombro más para don Osvaldo. Un mes después el “DKW Junior” lucía reluciente, parecía un coche nuevo. Nuevamente se fueron al bar, don Osvaldo, el capataz… pero esta vez con la compañía del galleguito.
–Isidoro, no te puedo poner como capataz porque ya tengo uno muy bueno, aquí presente, pero desde hoy ocuparás el puesto de primer oficial… y con el mejor sueldo… Y además, podrás hacer todas las horas extras que quieras.
Es allí en ese taller donde Isidoro desarrolla esa manualidad nata que poseía, destacándose en su labor, progresando y aprendiendo el oficio con facilidad. Tiempo después sus compañeros le preguntaban todo a él… y cómo era que aprendía ese difícil trabajo manual con tanta facilidad. “Si hay algo que no entiendas, pregúntaselo al “gallego Manolo”, se decían los operarios del taller, uno al otro. Ahora lo distinguían con el apelativo de “el gallego Manolo”, en tono afectivo también como el anterior de “galleguito”. Isidoro recordaba entonces su ocupación del tiempo, cultivando su manualidad con la fabricación de pequeñas represas, cuando llevaba a pastar las vacas al monte… “¡No sé lo que daría por haber podido estudiar!…”

Más de dos décadas después, decidió independizarse y poner su propio taller de chapa y pintura, al lado de su casa, en un galpón improvisado. Le costó mucho ese desprendimiento. Isidoro, el “galleguito”, de aprendiz de chapista, con el tiempo pasó a ser la persona de confianza de su patrón y de consulta de todos sus compañeros, tanto en lo laboral como en lo personal. Tan encariñado estaba él con sus compañeros y su patrón, como a la inversa. La esposa de Albertori solía ir a su taller a hacerle una visita de vez en cuando y en ocasiones le comentaba: “Osvaldo anda de ‘capa caída’ desde que dejaste el taller. Se pasa diciendo a los demás que nunca tuvo ni tendrá un empleado como tú.”

Osvaldo Albertori también fue al taller de Isidoro, pero en una oportunidad a dejarle su automóvil para reparar.
–Pero, don Osvaldo… ¿cómo me va a dejar su coche aquí, si usted tiene el mejor taller de chapa que hay en Montevideo?
–Mirá gallego, yo tendré el mejor taller, sí es verdad, pero aquí está el mejor oficial que hay, así que mi coche lo vas a reparar tú.
Isidoro Manuel, sin otro estudio que la instrucción primaria que adquirió en la escuela, en su aldea natal, media legua al este de Campolongo y a casi tres de Puentedeume, con tesón y dedicación fue aprendiendo y perfeccionando su oficio. Después, poco a poco fue enseñando todo lo que sabía de la ciencia y el arte de su especialidad a sus dos hijos, que actualmente continúan en la misma senda.
Albertori falleció a temprana edad. Era entusiasta aficionado y protagonista en las carreras de motocicletas y automóviles de turismo. En su casa, conservaba en un marco el volante deportivo de su “DKW Junior” con el cual competía. Con motivo de la inauguración del nuevo “Taller de Chapa y Pintura Isidoro M. García”, la viuda de Albertori fue al taller y le entregó ese volante deportivo al “gallego Manolo”… “En memoria del aprecio que te tenía Osvaldo, eres tú quien debe tener este recuerdo tan significativo para él…” Y ella le agregó la siguiente inscripción:

“Para Isidoro M. García”
“Volante de competición del señor Osvaldo Albertori. Obsequio de su señora esposa Olga Ruggiero. Diciembre de 1999”.

Para concretar la compra y modernización del nuevo local en el Bulevar José Batlle y Ordóñez, más conocido como Camino Propios, hubo que hacer grandes sacrificios, toda la familia debió colaborar “apretándose el cinturón”. Algunos clientes ya no iban al viejo galpón, el barrio Cerrito de la Victoria había perdido atractivo. No tenían otra alternativa.

Dos años después de llegar a Montevideo, en 1953, merced al tesón, el empeño, las largas jornadas laborales y el ahorro de los dos hermanos, se produce una situación de fortuna. Los hermanos García, en base a mucho sacrificio y esencialmente mucha disciplina, logran reunir el dinero necesario para traer a Montevideo a casi toda la familia. Solo se queda en la casa de Vite, su hermana Sofía con su esposo Rogelio Salido y su hijo Juan. A los demás, logran convencerlos y el sueño se hace realidad. María Antonia se reúne con sus hijos en Montevideo y para mayor felicidad de la familia, completan el grupo emigrante la hermana de Manuel e Isidoro, Amparo, con su esposo Basilio, su cuñada Maruja esposa de Manuel y Genoveva la otra hermana soltera, con su pequeña hija María Antonia. Manuel alquiló una casita en la calle Ortiz de Zárate, en el barrio Cerrito de la Victoria. Tiempo después, compró un terreno en la calle Santiago Sierra, en el mismo barrio, donde comenzó la construcción de su casa.

Los fines de semana, los dos hermanos trabajaban a la par de los albañiles. Con los contrapisos terminados y los revoques a medio terminar, en el otoño siguiente se mudaron por fin a la casa propia. Un domingo, estando todos en plena tarea, llega a la casa una paisana, amiga de la familia, que le llevaba a Genoveva una ropa para coser. En compañía de esa amiga venía su sobrina Gloria, una hermosa jovencita de ojos grandes, gallega también. A Isidoro se le subieron los colores cuando sus miradas se cruzaron por un instante… Y jamás pudo “desprenderse” de aquella mirada.

Varios meses después de ese acontecimiento, Isidoro concurre a uno de los bailes de la época estival de la Quinta de Casa de Galicia. La romería comenzaba a las diez de la mañana, cuando se abrían las puertas de la quinta para que el público entrara y se ubicara alrededor de las mesas de piedra que había bajo la sombra de la arboleda. Los gaiteros desfilaban tocando desde muy temprano. Al medio día aparecían las empanadas, las tortillas, la damajuana de vino. Las familias se juntaban. Los hombres mayores jugaban a la brisca o al dominó, las madres se dedicaban a contarse historias a la vez que vigilaban a sus hijas, a ver con quien bailaban. A eso de las tres de la tarde las orquestas tocaban a todo ritmo y las pistas se llenaban de bailarines. La costumbre de las orquestas era tocar media hora y otro tanto de descanso. Cuando paraba la orquesta típica o de “jazz”, actuaban los gaiteros, entonces salían algunos a bailar la muiñeira, el pasodoble y la jota.

Era costumbre que el caballero invitara a bailar a una muchacha. Si la madre de ésta no hacía objeción, que podía ser mediante un gesto o una palabra, la pareja salía a la pista y por lo general bailaba toda la media hora, a no ser que la dama dijera “gracias” y se retirara al lugar donde estaba su familia o sus amigas.

Ese domingo en la Quinta de Galicia, Isidoro invitó a bailar a una señorita. La orquesta recién comenzaba. De pronto… inesperadamente… ¡aquellos ojos grandes!… Ella bailaba con otro chico. Entonces la mirada de Gloria e Isidoro se cruzaron otra vez. De nuevo los colores… la timidez de siempre… La cortesía de caballero no le permitía abandonar a la dama que lo acompañaba en el baile, pero, repentinamente le dijo: “disculpa, tengo que dejar el baile… me duele… mmm… tengo unos cólicos terribles…” e Isidoro desapareció de la pista. La quinta estaba llena de gente, no veía a Gloria por ninguna parte.

Miró a todas las parejas que bailaban, una por una… no estaba bailando… “¿dónde estará?”
De pronto, se voltea, y entre un numeroso grupo familiar se cruza con aquellos ojos que parecían tener un imán. Como un autómata se dirige hacia Gloria… Bailaron todas las medias horas siguientes de ese domingo veraniego, fueron los últimos en retirarse de la pista… ¡El “flechazo” fue para siempre!

Terminada de construir la casa de Manuel, María Antonia pasó a vivir con el matrimonio Manuel y Maruja y Amparo y Basilio. Permanentemente vestida de negro, en recordación de su esposo, y siempre con un pañuelo también negro en su cabeza. Nadie logró convencerla para cambiar esa vestimenta triste y con ella vivió hasta febrero de 1988. Sus hijos la adoraban y la trataban de “señora”, pero cuando hablaban entre ellos, hablaban de “mamá”. La casa se fue agrandando, construyéndose otra edificación en los fondos y ahí vivió toda la gran familia, con Isidoro incluido mientras fue soltero. Esa fue la casa de todos y la abuela María Antonia era la figura venerada, que brindó cariño sin límites a todos, hijos y nietos, hasta los noventa años de edad.

En cuanto le fue posibe, Isidoro Manuel también adquirió un terreno en el mismo barrio y construyó su propia casa, trabajando a la par de los albañiles los fines de semana. Por aquel entonces la casa propia era un objetivo primordial. Los barrios de Montevideo fueron creciendo así, al influjo de estos emigrantes que los construyeron con sus propias manos. El 5 de enero de 1961, luego de varios meses de noviazgo, se casó con el amor de su vida… el único… Gloria Arias López, gallega emigrante como él, varios años menor, nacida en Samos, cerca del Monasterio de Samos, en el camino de peregrinos, muy cerca de Sarria. Eduviges, la mamá de Gloria pasó a vivir con el matrimonio feliz y fue la abuela materna, amorosa, de los dos hijos que llegaron tiempo después, Andrés y Fernando. Llevaban más de cuarenta años de casados y mantenían la misma costumbre de cuando eran novios, andar juntos lo más posible, compartir todo. Los sábados por la tarde salían a pasear por las calles de su barrio cercano a El Prado, tomados de la mano. Un señor mayor que los veía pasar por delante de su puerta, uno de esos días les preguntó: “¿Por qué, a esa edad madura, ustedes siguen aún tomados de la mano?”… Gloria e Isidoro sonrieron… “Es porque aún somos novios…”

Las necesidades primarias de la vivienda propia primero y el taller propio de chapa y pintura después, no le permitieron cumplir con su deseo de volver a su tierra hasta treinta años después de haber emigrado, aunque su viaje fue solo de visita pues sus raíces en su país de adopción eran ya muy profundas. Pero su tesón, paciencia y laboriosidad, fueron compensadas con creces. Durante un mes y medio vivió “el sueño del emigrante”. Con su esposa Gloria, sus hijos Andrés y Fernando y su mamá política Eduviges, viajaron todos juntos a su querida Galicia en el mes del Apóstol de 1981. El mayor tiempo de la estadía lo pasaron en su casa natal, la cual habitaba su hermana Sofía con su esposo Rogelio, Juan el hijo de ambos y su esposa Alicia. Puentedeume, toda la hermosa comarca de Monfero, A Coruña y Samos fueron los lugares de mayor preferencia, pero Isidoro Manuel, al igual que todos los demás, quedó maravillado con su Galicia, la cual nada más que imaginaba, y ahora empezaba a conocer. Cada lugar que iba descubriendo lo maravillaba más que el anterior.

El primer día de estadía se instalaron en Puentedeume, en la casa de Maricarmen, hija de Sofía, la hermana mayor de Isidoro. Sofía con su esposo y su hijo vivían en Vite, la casa paterna, pero ese día se juntaron todos en Puentedeume. Después de treinta años de separación, los dos hermanos, Isidoro y Sofía, tenían mucho de que hablar. Así fue que, entre otras cosas, ella le comentó a su hermano que hacía poco tiempo hicieran una reforma en la casa de Vite y al modificar la chimenea de la “lareira” para instalar una nueva planta alta, en un recoveco de la chimenea, encontraron la escopeta de “caño de alambre” y la pistola, que el padre de ambos había escondido antes que la Guardia Civil lo fuera a buscar.

Al día siguiente, todos en un automóvil, conduciendo Isidoro Manuel, se dirigieron hacia la casa donde había nacido y se había criado, y la cual abandonara hacía treinta años. Ya le había advertido a los demás que lo acompañaban que él no sabía si podría llegar “entero” hasta su casa. Hizo lo posible… sí… pero… A medida que avanzaban en el trayecto, su mirada se fue perdiendo en la distancia… y en el tiempo… y concentrándose en el recuerdo… hasta que, poco a poco fue dejando de hablar… no existía nada más… solo él, con sus pensamientos. Tal vez le venía al recuerdo su monótona vida de labriego, cuando llevaba la vaca marela a pastar a los prados cercanos a las fragas… o quizás recordaba aquel mollete de pan blanco que le costó una caminata de más de los leguas… Quién sabe que sentimientos provocarían esos recuerdos.

Poco más de dos leguas y llegaron a Ponte da Pedra… y allí paró… las lágrimas que comenzaban a aflorar, no le dejaban ver el camino, la emoción no lo dejó continuar. Un momento después se repuso y continuó la marcha… muy despacio y siempre en silencio absoluto… la mirada perdida en el horizonte… como si no existiese nadie más a su alrededor. Unos pocos metros más y… al llegar a la esquina donde estaba el viejo cuartel de la Guardia Civil… se quebró… completamente… Paró… lentamente abrió la puerta del automóvil y salió de él… Llorando como un niño… caminó como un autómata… inclinado hacia adelante, con paso ligero, ansioso por llegar a su destino… y sin pronunciar palabra, recorrió esos dos quilómetros que lo separaban de su casa… igual que la última vez cuando volvía de comprar sus zapatos, comiendo las últimas migas de su mollete de pan de harina blanca. Los demás lo seguían en el automóvil, a su ritmo… respetando su silencio.
Rodaron unas lágrimas por las mejillas de los cinco… y esa imagen de Isidoro Manuel les quedó a todos, grabada para siempre.