Jean Hey, llamado el Maestro de Moulins,
Susana de Borbón, llamado Niño en la plegaria, Borbonesado, hacia 1492-1493
Óleo sobre tabla, 27 x 16, 5.
Una reseña de La casa de las bellas durmientes, de Yasunari Kawabata.
¿Dónde se halla la fascinación estética y sensorial —esa que ocurre prescindiendo del olfato— de leer un libro, para volver a él de manera recurrente a través de los años? Evocarlo, citarlo, volver a tenerlo entre las manos y revisar las marcas dejadas por nosotros, lectores, dibujantes de márgenes, artesanos de garabatos de ideas, con el paso del tiempo. Únicas y diferentes cada vez. Probablemente la pregunta aplique a cualquier manifestación artística, a ese estado de gozo que deja en nosotros, seres humanos abiertos a conmovernos ante la creación, una huella indeleble que nos hace intuir que ya no hay vuelta atrás, que la obra nos ha tocado y cambiado de algún modo para siempre.
«No tenía que hacer nada de mal gusto», es la primera frase de La casa de las bellas durmientes, del escritor japonés y Nobel de Literatura 1968, Yasunari Kawabata. Quizá esté allí la primera pista de que el libro está plantado y planteado como una suerte de tratado sobre la belleza, que es sostenido y comprobado a través de la breve novela, por la pulcritud y perfección formal de la obra. Pero, como todo inicio, es solo una intuición que, desde los temas que van suscitándose con intensidad dolorosa —en un libro en el que abundan las preguntas— también es, a la vez, un enigma que increpa al propio lector sobre sus juicios, valores y criterios, éticos y estéticos.
La historia, que transcurre en una extraña e inquietante casa a la que acuden ancianos a pasar la noche con jóvenes narcotizadas —que no tienen posibilidad alguna de despertar durante el tiempo en el que los hombres están con ellas— está separada en cinco capítulos. En cada uno de ellos el narrador cuenta, en tiempos paralelos e intercalados que lo devuelven a menudo a su juventud, incluso a su infancia, cada una de sus cinco noches en esa especie de burdel en el que, paradójicamente, el sexo está vedado: «(la joven) estaba aquí para ser contemplada».
Un elemento importante de la narración es lo sensitivo. Desde todas las aristas hay una exacerbación de los sentidos: la de contemplar los cuerpos desnudos de las jóvenes, intentar percibir su fragancia, experimentar con cautela el tacto y rememorar desde allí un pasado; contemplar los ciclos de la naturaleza por la ventana, que comienzan en un otoño que languidece y terminan en un invierno atroz, e intercalar de ese modo el adentro y el fuera, textual y figurado: «El viento traía el sonido del invierno que se aproximaba, tal vez debido a la casa misma, tal vez debido a algo que había en el viejo Eguchi». La presencia de las flores y los árboles adquiere protagonismo y sacan al lector de una atmósfera de angustia, júbilo u opresión, según el caso, que es la que acaece dentro de una habitación de cortinas rojas, «desnuda y sin artilugios», siempre la misma, a la que el protagonista accede cada una de las veces luego de la rigurosa ceremonia del té.
Una forma sofisticada del erotismo, el silencio, la morbidez de la juventud, la tentación de la violencia, la decrepitud, la desnudez, el territorio misterioso y fronterizo del sueño, la pureza, la desolación de la vejez, la tentación de la eutanasia, un ensayo para la muerte, la inmovilidad como el éxtasis perpetuo de la belleza —a menudo contado desde la condición de mujeres sin conciencia («Era el cuerpo de una mujer sin mente», una variación junto a André Maurois de «Lo bello es aquello que es inteligible sin reflexión»)—, el ideal de la libertad, el recurso de equiparar a los elementos de la naturaleza con los deseos humanos… son algunas de las formas de relacionarse con esta obra inquietante de Kawabata, en la que abundan los claroscuros. «Le atraía mucho la idea de dormir un sueño semejante a la muerte junto a una muchacha drogada hasta parecer muerta», tanto como las preguntas del preludio del fin de los días que, finalmente, quizá sean las mismas que las de cada uno de los días de esa misma vida. Y en medio, la exaltación ornamental desde una pluma escasa y delicada de un escritor de genio punzante.
«No cabía duda de que la chica estaba aquí por dinero. Tampoco cabía la menor duda de que para los ancianos que pagaban ese dinero, dormir junto a semejante muchacha era una felicidad fuera de este mundo (…) ¿No era eso por lo que no dudaban en pagar más que por mujeres despiertas?». Superados los naturales recaudos sobre machismo y pedofilia, que sin embargo mantienen siempre a la novela en tensión e interpelan al lector hasta la incomodidad, la obra de hondo calado poético y, como la mejor manifestación de esta, como discurrir inexorable de la conciencia, podría ser leída como un tratado sobre la condición humana, sus luces y sombras, desde la vejez y la juventud como opuestos complementarios, sobre la belleza de la vida, la de la muerte: «Mientras dormía, pronunciaba palabras de amor con los dedos de sus pies. Pero el anciano creyó oír en ellas una música infantil y confusa, aunque voluptuosa al mismo tiempo; y durante un rato se quedó escuchando».
En la historia, además, son traídas al detalle las otras mujeres de la vida de Eguchi, el protagonista: madre, esposa, hijas, amantes y prostitutas, repasando en ellas sensaciones por lo general placenteras, siempre necesarias para llegar a la plenitud de sus días, un preámbulo de final. La narración aborda también a lo largo de su extensión, la idea de la simetría desde la configuración de las imágenes, de la mirada del narrador, al hacer énfasis en izquierdo y derecho: «En esta posición sobre el lado izquierdo, el ángulo de los hombros y el de las caderas no parecían en armonía, debido a la inclinación del torso», ¿planos, quizá, para identificar las fortalezas de ambos sexos? Acaso la obsesión de la simetría como esbozo de la perfección exquisita. Y también el contrapunto constante desde dos colores a lo largo de todas las páginas del libro: el blanco y el rojo carmesí. Blanco de las camelias, de la nieve, del cuerpo de una mujer, en una mariposa “pura y blanca”, la gorra de lana de un niño, de una niña, los rostros ruborizados de algunas de las mujeres dormidas, «un borrón blanco para sus ojos cansados»; rojo de las cortinas, la sangre, de unos cabellos, de las hojas del otoño, de unas manos, los lóbulos de una oreja, la boca y la lengua. «Contemplando sus labios cerrados y después sus pestañas y cejas, él no dudó de que era virgen». Y allí interviene la relación entre las flores que van poblando las páginas y la asociación irresistible de las vírgenes con la floración, la de la desfloración prohibida que ya no es la que desvela a los ancianos.
La beldad es, en este libro, alegría y tristeza a la vez: «Dormir con una belleza que no se despertaría era una tentación, una aventura, un goce en el que, a su vez, podían confiar» o «Rebosaba una sensualidad que hacía posible que su cuerpo conversara en silencio». Los únicos diálogos que se producen, en tanto, además de las preguntas retóricas, la reflexión en voz alta y la conversación del narrador con su voz interior, se dan con la “proxeneta fría y endurecida” de la casa, que es quien además le sirve, gentil, el té caliente al anciano y le advierte de usar la una manta eléctrica para darse calor a él mismo y a las bellas durmientes. «¿No habría venido a esta casa buscando el súmmun en la fealdad de la vejez?», se lee como una de tantas reflexiones de senectud y lucidez, acerca del núcleo mismo de este libro, en el que el poder de un instante de profundidad pareciera desaparecer todo, hasta la naturaleza, para llegar así al origen, al vacío mismo de la existencia.
Al terminar estas líneas, acaso como invitación a buscar cada uno en el cuenco profundo de sus emociones y propios interrogantes a través de las páginas de La casa de las bellas durmientes, alguien preserva en una noche, de otoño también, el Canon in D Mayor P.37 de Bach, y casi se cree posible salir, una vez más, otra, al amparo de Oscar Wilde para concluir que «la belleza es muy superior al genio. No necesita explicación» o quizá, mejor aún, al de Simone de Beauvoir, con su mítica sentencia de que «la belleza es aún más difícil de explicar que la felicidad».