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No es cuestión de redactar, por ejemplo: la poeta nació en los años 20, perteneció a la generación del 45, fue la esposa de José Pedro Díaz, profesor y también escritor, publicó poesía, -más de 20 libros, incluyendo uno póstumo- tradujo a Emily Dickinson, fue premiada, reconocida, citada, homenajeada. No son las noticias, los datos curriculares de una poeta magnífica, lo que la poeta deja o el motivo por el que la poeta debe ser leída. Pero lo son de alguna extraña manera si pensamos en las palabras que destinó para nosotros, para cada uno de nosotros. En 2010, cuando llegaba la selección uruguaya de fútbol a Montevideo después de haber obtenido el cuarto puesto en el Mundial de Sudáfrica, en ese preciso espacio de tiempo, moría Amanda. Un hecho sobre otro y el olvido de uno de ellos. Un hecho vicario del otro. Como la lista de datos respecto de la persona. Parafraseando a Amanda, la poeta de las preguntas nada retóricas, ¿qué recuerda el que recuerda, por qué, para qué recuerda? Hace unos días escuché a un neurólogo -disculpen la primera persona y el olvido del nombre del especialista- decir que no sabemos casi nada acerca de nuestros recuerdos. No sabemos cómo se producen, qué modificaciones moleculares denotan su existencia, si tales modificaciones existiesen, qué circunstancias cambian en nuestro cerebro cuando estos recuerdos emergen -¿emergen subyacen, se reabren, se resignifican?- y agregaba, es tan poco lo que sabemos que queda espacio todavía, para creer en Dios. El misterio nos remite a la divinidad o a la frustración científica por lo que todavía, no es mensurable, catalogable, en definitiva, manejable.
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A Amanda la conocí, siguiendo la línea interrogativa y la primera persona, cuando leyó su poesía en el taller literario de Sylvia Lago y Jorge Arbeleche. 1982 más o menos. Leyó con su voz pausada, cálida, desde una estatura menuda y dulce, algunos poemas. Recordó los motivos de la escritura de esos poemas, en especial uno que se llamaba Noche viernes, dedicado a Rubén Castillo y que respondía, según creo recordar, a un sueño con bandidos, forajidos, gente fuera de la ley. Me subyugó. Yo tenía veinte y pocos años, llegué a mi casa y abrumé a mi madre, muy buena lectora de poesía, con Amanda. Más con Amanda que con la poesía de Amanda. El resultado fue un regalo para Navidad; un volumen de poesías publicadas entre 1949 y 1979 por Calicanto. Busqué el poema. Ahora lo tengo ante mis ojos.
Bajo las estrellas coronadas/ (ojos testimoniales)/ me someto.
Recordé, aunque lo recuerdo ahora que escribo estas líneas porque toda la literatura se pronuncia desde el pasado, el énfasis magno, la consolidada magnitud de la aseveración poniendo a las estrellas coronadas, regias, como testigos del trabajo de la poeta y como norte, como aceptación de grandeza casi natural. Y por allí apareció la primera lección sobre literatura en general y poesía en particular que Amanda me dio: la literatura, la poesía en este caso, es trabajo sagrado, brillante y atemporal. Y sobrevive como esas estrellas que vemos y que acaso ya no existan. Respiré profundo ante aquella señora de su casa de la calle Mangaripé, que, en un mundo atestado de vanidad parlante, se sometía al mudo fulgor de una eternidad limitada pero poderosa.
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La empecé a seguir en sus lecturas. En la Alianza Francesa, presentando su singularísima Composición de lugar, con José Pedro manejando la proyectora de diapositivas. Tiempos viejos con la precaria tecnología al servicio de la poesía. Algo inaudito por estos tiempos que corren. La escuché y la vi leer ante una banda de alumnos varones, todos varones, en el Colegio Stella Maris en donde yo trabajaba de bibliotecario. Jugadores de rugby detenidos boquiabiertos en el tiempo de las palabras, un tiempo inmemorial, anterior al tiempo, el tiempo del neurólogo antes mencionado, que todavía cree en Dios o piensa que es posible hacerlo. Y la vi triunfar desde su figura de señora que escucha y responde a la tropa, con alguna pregunta generalmente devastadora que deja a los muchachos en silencio. Y la posterior sonrisa de Amanda y su manera de ajustarse las patillas de los lentes, y su enorme anillo verde simulando pétalos, y su sonrisa pícara cuando la siguiente vez en el mismo colegio, mixto por esos tiempos, una alumna le preguntó cómo, estando casada, podía estar enamorada de Simón Bolívar, citando un poema de La Dama de Elche. Recuerdo su sabia bonhomía, su apenas sonrisa y su pregunta: ¿nunca te enamoraste de un héroe?
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Pero es la Amanda de sus últimos 20 años de trabajo poético, la que marcó mi vida, es decir, marcó mi nostalgia ahora que soy un veterano de 61 años y la veo abrir el visillo de la puerta de su casa, la de la calle María Espínola, ahora María Espínola, y alegrase cada noche viernes, como la noche del poema, cuando con mi esposa íbamos a verla, a ella y a José Pedro, para intercambiar y comer los mejores caramelos: lectura de poemas, comentarios sobre autores, búsquedas de etimologías, reflexiones sobre política -en casa de Amanda vimos el 2001 en directo desde Argentina- sobre deportes -recuerdo que los gestos de los jueces de basquetbol le parecía obscenos- sobre ciencias naturales -cuando descubrió en un canal de cable un marabú, feo, carroñero, desilusionante a estar a las letras de las troupes de su juventud- y sobre poesía, sobre el sonido de las palabras, su elección su uso, porque es de palabras que está hecha la literatura y ésta palabra no es lo mismo que aquélla otra. Guardo esos fines de semana como una peregrinación poética, humana, luminosa. Magisterio del cariño.
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Amanda escribía en cuadernos de escuela con tapas con fotografías de animales, a mano, con letra perfecta y precisa, en una mesa que se parecía al mundo. Por la ventana entraba el sol de la tarde desde un sauce lleno de pájaros que Amanda alimentaba. A su espalda Emily Dickinson, Vallejo, y la fotografía apócrifa de Leautreamont. La radio encendida todo el tiempo, los libros, los diccionarios, los recuerdos que allí sí producían modificaciones untuosas, sonoras. En ese habitáculo, en esa botella de Klein, la oí, tuve el privilegio de oírla leer su poesía a las puertas del horno, fuego apenas atenuado, olor a pan crujiente -Amanda preguntaría: es una sinestesia, el olor a pan que cruje?- voz, inflexión, riqueza. Allí leyó en voz alta de su libro Identidad de ciertas frutas de 1983, lo que bien podría ser, en letras menores, en minimalismo expansionista, con una masa crítica homeopática, su apabullante arte poética:
Por las manzanas/ -deliciosamente-/ conozco el deseo/ descubro la salud/ y esa larva de muerte/ que se lleva dentro del esplendor.
Este poema La Manzana, es el primero que dedica a esta fruta. Marca la temporalidad, la ambivalencia humana que nos hace conocer la eternidad del placer, del amor y de la vida para luego colocarnos en nuestro destino inexorable. La fruta, la peliaguda fruta de la tentación, es la suave periferia luminosa que oculta la opacidad de lo ominoso. La fruta no es Dios, no es nada más que la fruta y la fruta es lo que la poeta desea que sea. Pero, por si fuera poco, en un segundo poema sobre la manzana dice
-¿reza, clama?-: Una manzana color manzana/ una manzana sin cáscara/ color de otra manzana/ otra manzana desaparecida/ saboreada:/ de las tres ¿cuál la manzana verdadera?
De un plumazo, nunca mejor dicho, de la pluma al papel, ha desaparecido o al menos se ha puesto en abismo, la temporalidad de las cosas. La poeta en su centro lleva la muerte, pero por la palabra, la poeta ha ingresado a la mágica, medieval cueva de los nombres de las cosas, de los universales perpetuos. Pregunto con Amanda y por ella: ¿un puntito de luz, una secuencia que refuerza el desafío de la respiración diaria, una maravilla que acecha desde el árbol del jardín primigenio?
Que lo hayas encontrado, Amanda, por poeta.
Parque de los Aliados enero 2020.
- Álvaro Ojeda es poeta, escritor, crítico literario. Amigo entrañable de Delicatessen.uy