Encendí la estufa a leña. En esta tarde otoñal necesito que el fuego sea testigo del transcurrir de estas líneas.
Conocí a Diego en un salón de clases del Liceo Juan Grompone de Salto mientras transitaba su adolescencia y yo escudriñaba ese lugar lleno de referencias literarias adonde había ido a vivir. No logro recordar con precisión en qué oportunidades nos vimos años después pero sí tengo presente que estuvieron vinculadas con el arte, de una manera no academicista. De esos encuentros me queda la sensación de coincidir con alguien que siempre está con “las manos en la masa”, haciendo cosas. Quizás, la primera vez haya sido durante la inauguración del mural Arqueotectura de César (Ojito) Rodríguez Musmano en la sede Salto de la Universidad de la República. Diego fue colaborador de “Ojito” en ese trabajo de indagación arqueológica, ubicado a la entrada del edificio. Arqueotectura siempre me impresionó como la mejor bienvenida para quienes ingresan a esa casa de estudios. Lo veía diariamente al ingresar a la Universidad y nunca me resultó indiferente. Al pasar, no podía evitar hacer un leve cabeceo, silencioso saludo a un perpetuo portero constituido por restos y rastros de una ciudad siempre esquiva para quien no es nativo.

Como Rodríguez Musmano, como Podestá -con quien también trabajó en el Homenaje a la producción ovina que se encuentra en Salto-, Diego ofrece sus obras en el espacio público por democrático; ejemplo paradigmático es Árbol erigido en la Plaza Flores de Salto, en su barrio. Dialoga con la ciudad, su río y su historia. Se siente profundamente arraigado a su lugar de origen donde está el taller con una pequeña sala de exhibición muy bien iluminada. En ese lugar, por estos días, no se amplifican las voces de los escolares -visitantes habituales en otros años lectivos- ni se los ve maravillarse en ese gran espacio que huele a metal y soldadura. He visto a Diego dialogar con los niños comprensivamente, como si fueran pares, como si él fuera niño, como si los niños fueran escultores.
El arraigo no impide que podamos encontrarnos con los cuerpos sutiles de Diego en otros lugares: Montevideo, Punta del Este, en el maravilloso Parque de Esculturas Garzón de Fundación Atchugarry, entre árboles y agua. Y más lejos aún… en Colombia, Argentina, Brasil, China, lugares a los que, por ahora, no iremos.
Las esculturas son sus cuerpos sutiles. Tanto de las grandes esculturas y conjuntos escultóricos como de las pequeñas obras emerge una poderosa energía que se manifiesta en movimiento insinuado o explícito. Y son sus cuerpos sutiles; basta verlo trabajar o reposar sobre ellas para reconocer su identidad. Con acierto, el crítico Alfredo Torres las llamó vigorosas levedades metálicas.

Fui testigo privilegiado del nacimiento de su obra Hidrofílica. Obra conceptual surgida del diálogo con las Ciencias Biológicas a propósito del desarrollo de un evento realizado en la Sede Salto de la Udelar (el II Congreso Internacional de Enseñanza de las Ciencias Básicas).
Hidrofílica fue, en cuanto a sus dimensiones (6,5 m.), su obra más ambiciosa realizada hasta ese momento. Se trató de un trabajo de orfebrería a gran escala. En ella se combinan, con precisión matemática, varillas de acero suavemente curvadas, cuyo grosor oscila entre los 8 y los 33 mm. Es un cuerpo sutil, posee un carácter rotundamente orgánico que contrasta con la ingravidez constructiva. Es también cuerpo deseante (en tanto extensión de un yo creador) que espera un lugar de acogida. Fue creada para un espacio público singular, para ser contemplada de lejos y habitada de cerca, para que brille de una manera con el sol y de otra con la luz artificial, resta imaginar cómo se verían sus contornos con luz de luna. Nació para ser vecina del mural Arqueotectura; y ambas, no solo para ser vistas sino para ser experimentadas en sus texturas diversas a manera de contrapunto, transitadas como metáforas visuales que interpelan al pasaje urbano y especialmente al académico del que son continuidad y ruptura. Aún hoy, el espacio para el que fue pensada sigue vacío. La escultura espera, nosotros también.
Sólo quedan algunas brasas y ya nada de la tarde otoñal. Evoco a Rodríguez Musmano, a Podestá y a Santurio en sus obras. En ellas están presentes sus manos, sus herramientas, las chispas de la soldadura, el fuego de la fragua. Y me siento feliz de ser parte de este entramado social en el que artistas y público pueden encontrarse sin sobresaltos a la vuelta de la esquina o en un salón de clases, sin saber aún quiénes son o quiénes podrían ser.
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La obra de Diego Santurio fue recopilada en una publicación de 2017. En enero de 2018 realizó la exposición individual de móviles Orbital en el Centro Cultural Kavlin.
A fines de 2019 inauguró el grupo escultórico «Eran miles» a orillas del Río Uruguay con el apoyo de la Comisión Técnico Mixta de Salto Grande.
Laura Domínguez (Montevideo, 1961) es profesora de literatura. Esta es su primera colaboración, especial para Delicatessen.uy