El postre más rico del mundo | Carlos Liscano

Tiene que haber sido en el invierno de 1980. No era la primera vez que estaba sancionado en la Isla. Es decir, tenía experiencia, tenía cultura “isleña”, sabía cómo eran las cosas. Allí no había luz, la humedad chorreaba por las paredes, nunca se hablaba, no se veían caras, no estaba permitido ducharse, una vez por semana el preso era rapado, no se le permitía afeitarse, en un rincón había un agujero que hacía de inodoro, sobre el agujero una canilla de la que solo salía agua cuando algún soldado abría el pase que estaba fuera del calabozo, en el corredor. Eso podía ocurrir a la hora que al soldado se le ocurriera, a las diez de la noche o a las tres de la madrugada. Había que levantarse para juntar agua en la jarra, agua para beber, para higienizarse durante veinticuatro horas. Una reja separaba al sancionado de la puerta del calabozo. Por unos agujeros en el techo soplaba un viento que en verano era agradable y en invierno congelaba las orejas y la nariz. El colchón era retirado a las seis de la mañana y lo devolvían, a veces, a las nueve de la noche. La vida consistía en caminar tres pasos en la diagonal del calabozo unas quince horas por día. La comida era abundante porque la enviaban los compañeros que trabajaban en la cocina. En una cárcel uno aprende que a los castigados hay que darles lo mejor que se tenga para comer. Si no tienen nada, por lo menos que se alimenten. Solidaridad silenciosa. De la misma comida comían los soldados que estaban de guardia en la Isla. Por un sentido extraño del humor, con frecuencia a los soldados se les olvidaba servirnos la sopa. Se servían ellos y luego devolvían la marmita casi llena a la cocina. También se les olvidaba, siempre, darnos el postre, una manzana, una naranja, un trocito de dulce de membrillo.

Un mediodía, después de la comida, se abre la puerta. Un soldado tiene en la mano una bandeja con un trozo grande de dulce de membrillo y en la otra un cuchillo.

—¿Quiere postre?

Dudé. ¿De dónde salía esto? Semanas, meses sin postre ¿y ahora venía a ofrecérmelo como en un restaurante? ¿Me estaba tomando el pelo, era una alucinación? Pensé que no perdía nada con aceptar.

—Sí, quiero.

Entonces pasa lo inexplicable. El soldado pone el cuchillo sobre el dulce, hace el gesto de cortarlo y me pregunta.

—¿Cuánto? ¿Así? ¿Más?

Pienso que si le digo que sí se va a burlar de mí, se va a reír, me va a insultar, me voy a sentir un imbécil y eso me va a durar días, semanas. Pienso rápido, analizo las posibles consecuencias, ¿sí o no? La cultura “isleña” puede más. Le digo:

—No quiero.

El soldado tranca la puerta y pasa al calabozo de al lado. Abre. Me lo imagino ensayando la misma escena.

—¿Quiere postre? ¿Así? ¿Más?

—Así está bien.

Y oigo lo que no puedo creer, lo oigo hasta hoy, treinta y siete años después:

—Le doy el doble porque su compañero de al lado no quiso.

Desde entonces el dulce de membrillo pasó a ser el postre más rico del mundo.

 

Carlos Liscano (1949) Ha publicado narrativa, teatro, poesía. Ha traducido parte de la producción de August Strindberg. Sus obras han sido estrenadas en Suecia, Francia, España, México, Argentina, Brasil, Bélgica, Italia, Colombia, Estados Unidos, Canadá, Suiza, Noruega, Chile, Guatemala, Costa Rica, Uruguay. Este texto fue cedido especialmente por el autor para Delicatessen.uy.

Foto del autor: MEC