Las primeras alarmas se encendieron cuando un concursante de Masterchef Uruguay en su versión amateur publicó el flyer de un evento “gastronómico” en redes. En el encabezado del texto aseguraba ser el chef invitado para cocinar en tal restaurante. Al muchacho no se le conocía -ni conoce- más profesión que haber estudiado un curso de turismo en Bios. Si bien a la descabellada auto-denominación no le falta arrogancia, deberíamos empezar a reflexionar sobre cómo hemos llegado a esto.
Hace poco conocí a una mujer muy simpática que al presentarse se autodefinió como una mezcla entre cocinera y chef. Cuando rasqué un poquito, resulta que no solo carecía de formación en cocina, sino que toda su experiencia se concentraba en menos de un año de trabajo en un hotel. Recientemente un reconocido polo gastronómico la citó para cocinar en un evento presentándola en redes como la “chef” menganita.
El problema tiene varias aristas. De un lado da la sensación de que todos quieren ser chefs y ninguno cocinero, a pesar de que serlo es la base de una consolidación profesional que podría algún día, con años y esfuerzo, llevarte a ser chef si tienes, cultivas y desarrollas el talento, las capacidades y las aptitudes requeridas. De otro, está la banalización de la responsabilidad que genuinamente acarrea el puesto.
Todo empieza por la formación técnico profesional que generalmente tiene unos tres años de duración e idealmente conlleva la permanente práctica real en un restaurante escuela en el que comen diariamente no menos de ochenta comensales. Esta experiencia se debe complementar con prácticas formativas en empresa todos los veranos, durante los tres años que dura la formación. Si te decantas por la alta cocina, en la mayoría de los casos vas a trabajar una media de doce a catorce horas al día con servicios de entre ochenta y ciento cincuenta comensales. Ahí es donde empiezas a espabilar, te tiran a la basura esa porquería que elaboraste y tu creías maravillosa, conoces el verdadero significado de la camadería y del conflicto afilado, disfrutas de una sensación incomparable el día que el jefe te felicita por eso que te salió tan bien y empiezas, de algún modo, a entender la adrenalina del servicio y cómo es esto de la gastronomía.
Culminado con éxito ese ciclo, te recibes como cocinero y como tal empiezas a trabajar, unos años en tal restaurante y otros tantos en aquel otro. Con suerte exploras y sales a adquirir experiencia al extranjero. Felicitaciones, tienes talento y llegas a ser jefe de partida. Entre pitos y flautas ya llevas seis, siete u ocho años en el medio. Uno de cada muchos, cada tanto, resulta tener las capacidades, el tesón y el talento y con el tiempo le surge la oportunidad dorada de ser chef. Ahí comienza una nueva etapa llena de desafíos que involucran no solo la creatividad y profesionalidad en el cocinado, también la gestión humana, las gestión de proveedores, la administración, las finanzas, el marketing y un largo etcétera de dolores de cabeza que te persiguen a diario. De entre los cientos y cientos de chefs escondidos en sus cocinas con las marcas de guerra en sus manos y brazos, alguno despunta y brilla con luz propia de tanto en cuanto. Ahora sí podría llegar la prensa y podrían llegar los reconocimientos. Seguramente a estas alturas ya llevas al menos, diez años de profesión en las espaldas.
Estarán pensando que hay excepciones a la norma de exitosos cocineros autodidactas y cocineros que han brillado con mayor prontitud. Obviamente los hay y los celebro, pero son los menos. La cocina es una profesión con mayúsculas en la que se avanza a base de experiencia en el campo de batalla. Si no tienes capacidades para dar un servicio decente de al menos, cincuenta comensales, podrás cocinar pero no eres cocinero. Flaco favor a la profesión le están haciendo quienes tildan de chefs a quienes no pasan de ayudantes de cocina inexpertos. No solo confunden al público también ensanchan los egos de quienes sueñan con ser populares, sin poner en el camino el más mínimo esfuerzo.