Un oriental en el desierto (fin) | Joaquín DHoldan

La belleza del desierto desaparece cuando se llena de enfermedad y muerte. Logramos que un lugar único y hermoso, lleno de armonía, áspero sí, pero dulce a la vez, sea el rincón en que acorralamos a un pueblo pacífico, culto y tolerante. Cuando estoy en casa y me ducho pienso en ellos y me muero de la vergüenza. Veo sus ojos en la ciudad llena de horizonte y ruido, donde hablar parece imposible, el viento no se ve.

Un oriental en el desierto (4) | Joaquín DHoldan

Un día, luego de una jornada de trabajo me fui a lavar las manos, miraba el bidón pensando como lo haría, hasta que vino mi amigo Tiba, levantó el bidón y mientras yo me lavaba me dijo “Aquí nos necesitamos para todo, ni lavarte solo es posible”. “No deberías fumar tanto”, le dije mientras se armaba un nuevo cigarro, “Los presos fuman”, me dijo. Y antes de que le preguntara algo más agregó “no ves los barrotes porque nuestra cárcel es de arena”.

Un oriental en el desierto (3) | Joaquín DHoldan

Pasando las palmeras, en una zona lejana, con más pierdas que arena, un grupo de jóvenes jugaba al fútbol. Descalzos o con zapatos rotos, con las rodillas marcadas, los dos equipos defendían pequeños arcos. Parecía un todo contra todos. Algún habilidoso hacía pequeñas jugadas, otros reían, los códigos eran exactos a los de cualquier otro grupo de muchachos que persiguen una pelota. Cada patada retumbaba en el desierto.

Un oriental en el desierto (2) | Joaquín DHoldan

Diluvió cinco minutos y antes de que me pusiera a cubierto ya se había despejado, y el Sirocco, el viento visible, me había secado hasta las lágrimas. La realidad es el mayor de los espejismos. Algunas dunas rozan los doscientos metros. “Son casi tan altas como el Cerro”, le dije al conductor. Iba a explicarle las características geográficas de mi barrio en Montevideo cuando nos interceptó una patrulla del ejército Polisario. Nos iban a escoltar el resto del viaje.

Un oriental en el desierto (1) | Joaquín DHoldan

En “El evangelio según Jesucristo” Saramago lo describe a la perfección. El Mesías va por la orilla del mar, recoge una caracola, la pone en su oído y dice: “el desierto”. Es verdad. Ese susurro interminable. Ese silencio único. Esa sensación de soledad y desolación; al mismo tiempo esa atracción admirable, esa belleza indiscutible sin necesidad de nada.