Historias de la calma chicha | Jaime Clara
No me gustan las velocidades extremas y mucho menos me gusta no tener chance de poder manejar el velocímetro. No quiero vivir en la nostalgia, pero tampoco correr a trescientos kilómetros por hora.
No me gustan las velocidades extremas y mucho menos me gusta no tener chance de poder manejar el velocímetro. No quiero vivir en la nostalgia, pero tampoco correr a trescientos kilómetros por hora.
Según me contaron, todo fue y se fue así en el pueblo, de a poco, lentamente. En silencio. Sin estridencias ni demoliciones. Sin catástrofes naturales, ni guerras, ni guerrillas, ni epidemias, ni invasiones. Primero fue la retirada de los más jóvenes y luego, por las leyes de la vida, se fueron yendo los viejos.
Nunca le vi la cara. Ni una foto. Mi vieja no hablaba de mi padre. No supe hasta que crecí que Fernández era el apellido de mi madre. De grande entendí. Entendí algunas cosas que no, no tuvieron respuesta en su momento, por ejemplo por qué yo nunca iba a visitar a mi padrino
Continúa la historia de Piedras de Molle. En este capítulo, algunos escenarios cambian, pero el tono tranquilo, pausado, saboreado de la escritura de Graciela Balparda son un sello de identidad de Piedras de Molle.
Era el mes de agosto de aquel año en que Melisa Ortiguera y Raúl Méndez, compañeros de oficina en una repartición pública, habían pedido permiso para rebuscar en un viejo edificio próximo a demoler, algunas “reliquias” que, supuestamente, habrían quedado abandonadas. En junio había empezado la búsqueda y los hallazgos. Lo primero que encontró Melisa fueron los versos escritos a mano, con innegable tinta y pluma, que don Enrique R.
Melisa empujó un poco, con cuidado y cierto recelo, una de las puertas de aquella clásica biblioteca escolar, de las tantas que había visto en los salones de la escuela a la que había concurrido. Pensó entonces que podría haber sido de un salón de clase en ¿Piedras de Molle? Sonrió.
Se escuchaba a los vecinos llamándose entre sí. Y la lluvia que seguía repiqueteando sobre todas las cosas. Caía un chorro de agua sucia sobre el televisor que se había mantenido sobre la mesita destartalada. Nada era lo que había sido.
Era un día bastante caluroso aunque estaban a fines del verano. Los árboles de la quinta ubicada detrás del edificio de la empresa comenzaban a ponerse de un verde avejentado, como cansados de tanto sol y calor.
La cuestión de fondo era que no teníamos camellos, así que o disfrazábamos a los caballos o se hacían como quien hace carros de Carnaval. Pero nadie sabía cómo hacer esos carros, ni el Lolo que se las arreglaba para todo
Los personajes que llegaban al pueblo para establecerse formaron una población bastante estable hasta que como se sabe, fueron diversas la razones, dejaron de a poco desierto el pueblo de Piedras de Molle.
Tampoco había mucha gente de paso. Así que al pueblo llegaban y se iban algunos escasos viajeros que seguían rumbo a otros puntos del mapa.
El almuerzo transcurrió sin apuro en una mesa preciosamente arreglada, cubierta por un mantel bordado con hilos de seda que dibujaban delicadas flores violetas, lilas y azules y vainillado primorosamente en los bordes, por las hábiles manos de Juanita, que se veía feliz y entusiasmada con la visita.
Como el pueblo era tranquilo, a no ser por algún vecino que se tomaba una copita de más y andaba prepoteando en la madrugada del domingo, en las tardecitas de sol, Fernández y Barbosa sacaban unos banquitos de madera a la vereda y se sentaban bajo alguno de los naranjos de la cuadra.
Cuentan que a poco de llegar le dio por ir a menudo a la funeraria de López y Lespera con la excusa de revisar la lista de bandidos y soldados que habían caído abatidos en redada o en combate en la zona y aledaños y cuyos cuerpos habían recibido cristiana sepultura, a pesar de todo y aunque hubieran muerto anónimos, en el cementerio de Molle.
Era un hombre robusto, de temperamento y físico enérgico que acompañaba con una voz firme, sin titubeos, siempre en tonos de discurso ardiente, así fuera a organizar los desfiles escolares como al volcar sus opiniones en la tribuna política local.