Este vals | Mariana Sosa Azapián
Las hojas de los árboles comenzaban a desprenderse y en el trajín del movimiento, se soltaban en un baile desconcertado.
Las hojas de los árboles comenzaban a desprenderse y en el trajín del movimiento, se soltaban en un baile desconcertado.
Leonor Courtoisie, editó “Irse yendo” en España. La poeta, actriz y dramaturga incursionó, esta vez en el género o disgénero de la novela en una trama intimista
En los primeros tiempos vivía en el primer piso, pero de noche en los vidrios de la ventana se le aparecía la cabeza de un hombre en llamas. Una cabeza espantosamente roja, pegada al vidrio como las pinturas de los vitraux. Se mudó al segundo piso: la misma cabeza la perseguía.
En la oscuridad, convencidas de su importancia, las muñecas de la cabeza desproporcionada se mueven, toman posturas, amenazan a los gobiernos extranjeros si éstos quisieran seguir persistiendo en el error,
Nunca hicieron tan largos viajes la carcoma y el comején. Los pregones se entonaban con falsetes de sochantre en oficio de difuntos. Nadie creía ya en el dulzor de frutos aguados y los aguinaldos dejaron pasar su tiempo sin treparse a los árboles.
De un modo sobrenatural llegó a mí la noticia de la existencia de este papel, donde una pobre horca podrida y negra relataba algunas cosas de su historia. Esta horca procuraba escribir sus trágicas Memorias. Debían ser profundos testimonios sobre la vida. Como árbol, nadie conocía tan bien el misterio de la Naturaleza; como horca, nadie conocía mejor al hombre. Nadie puede ser tan espontáneo y genuino como el hombre
Entre los parroquianos vestidos con trajes ligeros y oscuros, dos oficiales con uniforme de gala hacían bajar todos los ojos con el deslumbramiento de sus entorchados. Charlaban, alegres sin motivo, entre aquella gloria de vida, entre la radiante irradiación de la tarde….
El lector de periódicos lleva una barba bien recortada, cuadrada y larga, que le oculta el suplemento cultural cuando lee las noticias políticas. Bajo la barba reluce una corbata violeta, ancha, cuyo nudo no puedo ver, salvo cuando el lector de periódicos se acaricia la nuez.
A la claridad terrible y silenciosa era difícil discernir los rostros femeninos de los masculinos. Todos aparecían igualados y ensombrecidos por la angustia del esfuerzo que realizaban, con los maxilares apretados y los párpados entrecerrados.
Ferris estaba muy olvidadizo para comprender; pensaba en la muerte de su padre. Vio otra vez el cadáver, tendido en la seda dorada dentro del ataúd. Le habían maquillado la cara de una manera grotesca y aquellas manos familiares yacían unidas y pesadas sobre un desbordamiento de rosas.
Thomas Wolfe nació el 3 de octubre de 1900 en Asheville (Carolina del Norte) y falleció de una tuberculosis cerebral el 15 de septiembre de 1938. Era el menor de ocho hermanos. Cursó sus estudios en la Universidad de Carolina del Norte en CHapel Hill y fue miembro de la sociedad dialéctica y de la fraternidad Pi Kappa Pi. Hizo dramaturgia bajo la dirección de Baker con quien produjo en 1923 “Bienvenido
Canciones sobre pestes, filósofos, historiadores, pitonisas, curas y curanderos, tarotistas, psicólogos de primera y de cuarta, hablan del tema. Estamos tapados de números, de estadísticas y proyecciones. Los técnicos se pelean a ver quién hace el mejor cálculo, mientras la gente se enferma
«Ante la Ley» es una parábola de la novela El proceso consta de un campesino, por Franz Kafka. «Ante la ley» fue publicado mientras Kafka aún vivía, primero en 1915 en el semanario Selbstwehr, luego en 1919 como parte de la colección Ein Landarzt.
Gógol nos muestra lo patético de una forma casi insuperable con este personaje que va a ser influyente en Kafka con Gregorio Samsa y Herman Melville con Bartleby. Lo común de estos personajes es que nos hacen sentir empatía con su figura de perdedores, de inadaptados, hombres totalmente insignificantes.
Tras once años de peregrinar, un editor se sorprendió al encontrar una excelente y divertida novela. Tras la publicación en 1980, el éxito fue inmediato: ganó el Premio Pulitzer y se convirtió en el gran libro del año, en Estados Unidos y en Europa
Parecía que con aquellos juguetes no hubiera jugado nadie. Yo hasta entonces había jugado siempre con piedras, con tierra, con perros y con niños. Pero nunca con juguetes como aquellos. Como no podía vivir allí, mi padrino don Bernardo me llevó a su casa.
Ese recuerdo inmediato me hizo sonreír. Y mientras lo hacía, tan distraído estaba, que cuando lo maestra repartió lo roles para el festival de la primavera noté tardíamente que yo no era el príncipe, ni el rey, ni el ayudante del príncipe, ni el paje del rey, ni soldado, …ni pueblo….ni pajarito, por supuesto no hubiera aceptado ser princesa o flor. Se preguntarán que papel hacía: era el pasto. El gordo Martínez y yo íbamos a estar toda la actuación sentados en el borde del escenario sosteniendo entre nosotros una franja de tela verde, vestidos de ese color y con gorros de flecos, también verdes, que nos tapaban la cara.
Hugo García Robles escribió que “para un adolescente que lo conoció en sus primeros poemas, es inexcusable confesar que Sarandy fue una sabia influencia, arisca y avasallante, que a veces desde un humor ácido, burlándose de Nuñez de Arce en paródicos recitados o poniendo sobre la mesa los poemas de Antonio Machado o Pessoa, era capaz de sacudir y desencadenar en su joven interlocutor de entonces, un interés y un rigor por el arte.
Fornaro no necesita muchas palabras, porque es certero, para describirnos a cada uno de los personajes, donde conviven simultáneamente, aunque suene contradictorio, la piedad, la crueldad, la ternura, la compasión, la venganza, entre tantas luces y sombras de la condición humana.
Medias verdades retoma un estilo que se va haciendo inconfundible en Jaime Clara. Comenzó a conocerse en su primer libro de cuentos y regresa aquí con escenarios y personajes muy diversos. Estas medias verdades mueven sentimientos de un modo sutil, provocan expectativa y nos hacen imaginar un desenlace que luego se resolverá de un modo impensable.
Desde el comienzo del día creo estar al borde de algo, le digo como despedida a la mujer, y me sonríe mientras saca de su delantal el celular, lo chequea y lo vuelve a guardar. Te entiendo, me despide. La peluquera entiende. Todas las peluqueras entienden de soledad telefónica y carnes abandonadas.
Un historiador josefino, bohemio, noctámbulo, entrañable, fino gustador del tango y del buen whisky, había subido a su muro un video del año 1993 –casero, pero prolijo, hecho por un coterráneo- rescatando una veintena de minutos en el escenario de un señorial club, donde aparecen dos cariños, dos fuertes, apretados afectos que abrazaron mi niñez y mi adolescencia.
Sentada en una mesa del cafetín Le Temps des Cerises, a escasos cien metros de su hotel, ella por fin comenzó a comprender que su situación era complicada, casi desesperada. Habían pasado ya las primeras noches de llantos, ruegos y reproches, cuando su prometido Augusto Soler le había comunicado que no estaba enamorado de ella.
Cada año pasábamos enero en la casa de la playa. Y cada mañana, y a veces de mañana y de tarde, tenía que acarrear la caña y el tarro plástico de pintura (sin pintura, claro) que componían mis arreos de pesca. Anzuelos, plomadas, carnada y demás iban en una desvencijada caja de herramientas plástica, que llevaba papá. Los días en que llovía estaba exento del servicio pesquero, pero eso no impedía largas conversaciones acerca del mar revuelto, la dirección del viento y la posible presencia de bancos de corvinas.
Veo mi madre arrecostada en la mesada, con todo picadito, para impezar la nube de los olor. Cuando ella fritaba cebolla, parecía que la agua del lluvero istaba caindo en el suelo de la cocina. Una cebolla, medio morrón, un diente de ajo… A principio de mes, el guiso era con chuleta de oveja pero cuando la cosa se ponía ruim, mi padre traía una bolsa de carne picada congelada del Brasil.
Los domingos siempre almorzamos en lo de mi abuela. A veces, mientras me apura para que termine de vestirme o envuelve la asadera con la torta en una bolsa de nylon, mamá se queja.
La hermosura del apio, su cabellera verde al tope de ese río de juncos verticales, hace pensar que, más allá del género gramatical, se trata de una hembra taxativa. El apio es una mujer verde, vegetal, alta, delgada, múltiple, flexible pero hasta cierto punto.
Si se le exige en exceso, antes de obedecer, se parte.
Siguió comiendo aunque quería parar. Porque su mente se hastiaba mucho antes que su cuerpo. Solo que no era el cerebro quien mandaba en esos momentos. Era el hambre. El hambre que él odiaba tanto. Cuando terminó, se sintió renovado, vital y asqueado. Antes de darse cuenta, lloraba porque odiaba matar. Odiaba matar, aunque para comer siempre hay que matar.
En el principio fue la historieta gráfica de género medieval aproximativo, con monjes libidinosos tentados por la carne virginal y templarios poseídos por criaturas diabólicas, brujas de Sabat orgiástico y excomulgados fanáticos, tortura y confesiones, muertos vivientes y exorcistas erotizados, que obtuvo un éxito relativo para lo que son las actuales exigencias del medio y el mercado.
El soldado abrazó a la gallina, que cloqueó asustada, intentó zafarse y revolotear moviendo las alas para formar una fugaz y agónica W de entre los brazos del hombre, que se arrodilló, se incorporó a los tumbos, tomó a la gallina por el pescuezo, se lo estiró y se lo torció, y de pronto cesó todo el ruido y el aleteo.
Si no tienen nada, por lo menos que se alimenten. Solidaridad silenciosa. De la misma comida comían los soldados que estaban de guardia en la Isla. Por un sentido extraño del humor, con frecuencia a los soldados se les olvidaba servirnos la sopa. Se servían ellos y luego devolvían la marmita casi llena a la cocina. También se les olvidaba, siempre, darnos el postre, una manzana, una naranja, un trocito de dulce de membrillo.
Los panecillos lo ayudaron a quitarse el sinsabor de los labios. Otro mozo se acercó con la comida, que ya había tardado bastante. -Su sopa de pollo, nuestra especialidad. -Justamente, vine porque me la recomendaron. Muchas gracias.
Ramona piensa que Doña Norma no es buena, pero ¿qué quiere decir con eso de que no es trigo limpio? No, Ramona, se lo tengo que dejar claro la próxima vez, no es bueno acusar a la gente por detrás. Tendrá sus cosas, sí, siempre fue un poco especial, algo histérica decía mamá, y bastante chusma agrego yo pero es una buena vecina, que está cuando se la precisa, que es lo que hace la gente de bien. Bueno, tá, no nos vamos a poner de acuerdo, no quiero discutir.
Mi padre trabajaba en Aliverti, tienda con publicidad ripiosa, reiterativa: ¡¡¡en 18 y Pablo de María, Aliverti liquida, y cuando Aliverti liquida, hay que comprar enseguida!!!. Mi padre almorzaba en casa, mi madre manejaba el presupuesto y nos criaba, cuidaba, ayudaba: la omnipresencia matriarcal pre capitalista, no había casi madres en el mercado laboral, fuera de casa. Ganancias, pérdidas.
Pero tuve que seguir, y es ahora mismo que escribo, tomo el segundo café, y veo venir la noche amarga y africana que ahora viste de luto completo. Pero todas estas cosas son gaviotas para otro mar y, por supuesto, carecen de importancia.
Todas las historias de amor tienen en el comienzo, un instante, un flechazo. El semiólogo francés Roland Barthes dice que hay un rapto en el amor, un momento donde el individuo es raptado por el otro en el momento del encuentro. Los psicoanalistas lacanianos también lo conocen como agalma. El rapto, el agalma, el sentimiento amoroso, aparece como un parpadeo, en una escena que parece mínima.
Junto a la entrada, a la derecha, irían las sandías de Emilio Longoni, su compatriota. Intentó reproducir la composición en su mente: dos sandías enteras en un extremo; tres sandías por la mitad, en segundo plano; varias tajadas en primero. Sobre la mesa, el detalle de los jugos y ese brillo logrado con toques de blanco que daba a las frutas un delicioso realismo.
Para prepararlo es necesario poner a fuego lento una mezcla de leche con azúcar, al romper el hervor se incorporan, en cantidad abundante, yemas de huevo y claras batidas por separado, saborizándose con ralladura de limón. La mezcla se revuelve a fuego vivo hasta que aparece en la superficie un almíbar verde, y solo entonces el preparado se vuelca en una budinera untada con manteca y se hornea.
Me llevaron a través de la bahía a tierra firme (mi hotel y la oficina estaban ubicados en la isla de Hong Kong) y luego de caminar varias manzanas por estrechas callejuelas, llenas de gente y locales iluminados con múltiples luces de neón, llegamos a un restaurante que ellos consideraban de lo mejor que había en esa ciudad.
Me tiré sin red, sin información previa, a su lectura, solo con la recomendación del amigo. De pronto, como quien no quiere la cosa, me encontré metido en una historia relatada con una sencillez propia de la literatura norteamericana. Sin adjetivos, sin grandes reflexiones, simplemente contando la vida de un joven- William Stoner- hijo de granjeros, cuyo futuro estaba predestinado a no traspasar los límites de la portera de la granja.
Fin permaneció quieto en la parada de llegada, recostado contra ninguna pared. Sacó su paquete de cigarrillos y sacó un cigarrillo del paquete. Sacó el tabaco del cigarrillo y comprendió que no tenía herramientas como para seguir. Trató de juntar en la vereda todo el tabaco que había tirado, para volver a armar el cigarrillo, pero un viento hijo de puta no se lo permitió. Entonces fue al médico.
En la mañana una bahía de Monet, una neblina gris, la silueta de dos embarcaciones, un puerto leve, sombras, agua oscura. Quedan largo rato frente a la pintura de Monet. Por la tarde, una larga playa de blanquísima arena, un agua verde, serena y fría como las puertas de un motel. Los dos orinan en aguas del Caribe.
El nueve de diciembre de 1980, mi madre entró a mi dormitorio como todas las mañanas. Sin decir nada, dejó el diario junto a la bandeja con un té con leche y un pedazo de torta mármol, su especialidad. Siempre fui malcriado. Desayunar en la cama era uno de mis privilegios. Miré la primera plana: “Asesinaron al beatle John Lennon”. Tiré el diario contra la pared, aparté la bandeja y apagué la luz. Quise mezclar la noticia con algún sueño para transformar todo en irreal.
Un día desperté con el pelo enredado en una maraña rosada y esponjosa. Era rico mi pelo. Azucarado. Punto a favor a la hora de conquistas. Crecí en la trastienda de un puestito de algodón de azúcar. Todavía escucho la máquina. Mi madre nunca me develó el secreto, pero sus copos eran los más grandes y la competencia se había fugado lejos, por lo menos a la siguiente cuadra. Nuestro puesto tenía el privilegio de estar a un paso de la rueda gigante.