Ellas, Kafka | Joaquín DHoldán

Kafka, un tipo de un metro ochenta y pico, flaco y vital, solía andar en moto, tuvo muchas novias, le encantaba escribir al punto de, como cuenta Paul Auster en Brooklyn follies, hacerse pasar por la muñeca de una niña y enviarle a la misma cartas para convencerla que no se había extraviado sino que estaba de viaje.

milli vanilli

Nena, tu sabes que es cierto | Joaquín DHoldán

-Eran dos negros muy guapos, con terribles cuerpos. Uno con ojos azules. Yo creí que eran americanos, pero eran alemanes. Usaban melenas con rastas, todo muy moderno, muy “cool”. ¿Ya no se dice “cool”? Por lo visto un productor alemán los vio y usó su imagen con temas de otros, también negros pero feos. Los tipos ganaron “grammys”, se hicieron hiper famosos.

Gordito

El gordito sentado junto al pasto | Joaquín DHoldán

Ese recuerdo inmediato me hizo sonreír. Y mientras lo hacía, tan distraído estaba, que cuando lo maestra repartió lo roles para el festival de la primavera noté tardíamente que yo no era el príncipe, ni el rey, ni el ayudante del príncipe, ni el paje del rey, ni soldado, …ni pueblo….ni pajarito, por supuesto no hubiera aceptado ser princesa o flor. Se preguntarán que papel hacía: era el pasto. El gordo Martínez y yo íbamos a estar toda la actuación sentados en el borde del escenario sosteniendo entre nosotros una franja de tela verde, vestidos de ese color y con gorros de flecos, también verdes, que nos tapaban la cara.

Estatua a Pablo Bengoechea

La maldición de Bengoechea | Joaquín DHoldan

Monumento a Pablo Bengoechea en Los Aromos – Escultura de Heber Riguetti Llegamos esa mañana a Montevideo, con el director del semanario sevillano, para hacer un especial de fútbol y lo llevé al Estadio Centenario. Era noviembre del 2002. Jugaban Nacional y Peñarol, el clásico. Hablábamos del primer mundial, otro derbi, entre Uruguay y Argentina en ese mismo lugar. Le dije: “Espera… mira este lanzamiento de falta, puede ser gol”.

La piscina | Joaquín DHoldan

Era como en el mar, sólo tenía que resistir hasta llegar a Carol, que era una silueta borrosa a lo lejos. Debía sacar la cabeza del agua, pero mi propio avance por el agua transparente formaba un pequeño muro de olas que me hundía, y estar hundido es estar sin aire, no importa la profundidad, no hay aire a tres metros, pero tampoco a tres centímetros por debajo del agua.

Salvaje oeste | Joaquín DHoldan

La pistola me apuntaba. Intuía, en la oscuridad, el círculo negro que anunciaba la bala, la muerte. Era la primera vez que veía un arma. Nunca tan cerca, mucho menos apuntándome. Sostenía mi mochila contra el pecho, no defendiendo mi posesión, sino como un escudo que me protegía el corazón. Estoy a punto de preguntar: ¿En caso de dispararme sería en el cuerpo o en la cabeza?

Muchos orientales en Estocolmo | Joaquín DHoldan

El mundo está cambiando por eso pensé que podía escribir sobre un viaje que nunca hice. Últimamente veo mucha gente que viaja, que dice que viaja. Supongo que en estos tiempos de redes sociales virtuales es fácil mostrar, y para muchos es necesario. Presumir de viajes es una vieja costumbre. Contar destinos, describir paisajes, fotografiar monumentos, recorrer caminos, tomarse aviones, barcos, trenes, probar comidas raras…

El homicidio de Horacio Quiroga | Joaquín DHoldan

Esa nefasta noche, Horacio fue a convencer a su amigo para que olvidara aquel asunto. Al verlo tan furioso, decidió enseñarle a usar la pistola. Luego de hablar a fondo sobre el tema se sentaron frente a frente, hablaron de la vida y hasta bromearon sobre la muerte. Horacio comenzó a limpiar el arma de su amigo que fumaba mientras observaba al escritor pasar el pañuelo por cada parte del arma.

Dos orientales en Bristol (II) | Joaquín DHoldan

En fin, que en cuanto vi la estética de la ciudad entendí su elección. Mi hijo tiene tatuajes, caravanas y el pelo de colores desde hace tiempo y allí era uno más. Incluso las señoras mayores que uno se cruza rumbo a la feria suelen tener el pelo azul, violeta, rosado o naranja, dejando atrás aquello de peinar canas. Una ciudad llena de rock. Llegué y me dijo “tengo seleccionado los sitios a los que llevarte”.

Silencio en las gradas | Joaquín DHoldán

Pero algo había cambiado. La grada estaba sumergida en un inquietante silencio. El veterano guardameta miraba a la gente y trataba de entender su desconcertante actitud, su falta de pasión. Entonces la vio. La chica era muy joven, una adolescente, pero tenía algo adulto en el rostro, pensó por un instante que quizás era su belleza la que había enmudecido al pequeño grupo de aficionados.

Un oriental en el desierto (fin) | Joaquín DHoldan

La belleza del desierto desaparece cuando se llena de enfermedad y muerte. Logramos que un lugar único y hermoso, lleno de armonía, áspero sí, pero dulce a la vez, sea el rincón en que acorralamos a un pueblo pacífico, culto y tolerante. Cuando estoy en casa y me ducho pienso en ellos y me muero de la vergüenza. Veo sus ojos en la ciudad llena de horizonte y ruido, donde hablar parece imposible, el viento no se ve.

Un oriental en el desierto (4) | Joaquín DHoldan

Un día, luego de una jornada de trabajo me fui a lavar las manos, miraba el bidón pensando como lo haría, hasta que vino mi amigo Tiba, levantó el bidón y mientras yo me lavaba me dijo “Aquí nos necesitamos para todo, ni lavarte solo es posible”. “No deberías fumar tanto”, le dije mientras se armaba un nuevo cigarro, “Los presos fuman”, me dijo. Y antes de que le preguntara algo más agregó “no ves los barrotes porque nuestra cárcel es de arena”.

Un oriental en el desierto (3) | Joaquín DHoldan

Pasando las palmeras, en una zona lejana, con más pierdas que arena, un grupo de jóvenes jugaba al fútbol. Descalzos o con zapatos rotos, con las rodillas marcadas, los dos equipos defendían pequeños arcos. Parecía un todo contra todos. Algún habilidoso hacía pequeñas jugadas, otros reían, los códigos eran exactos a los de cualquier otro grupo de muchachos que persiguen una pelota. Cada patada retumbaba en el desierto.

Un oriental en el desierto (2) | Joaquín DHoldan

Diluvió cinco minutos y antes de que me pusiera a cubierto ya se había despejado, y el Sirocco, el viento visible, me había secado hasta las lágrimas. La realidad es el mayor de los espejismos. Algunas dunas rozan los doscientos metros. “Son casi tan altas como el Cerro”, le dije al conductor. Iba a explicarle las características geográficas de mi barrio en Montevideo cuando nos interceptó una patrulla del ejército Polisario. Nos iban a escoltar el resto del viaje.

Un oriental en el desierto (1) | Joaquín DHoldan

En “El evangelio según Jesucristo” Saramago lo describe a la perfección. El Mesías va por la orilla del mar, recoge una caracola, la pone en su oído y dice: “el desierto”. Es verdad. Ese susurro interminable. Ese silencio único. Esa sensación de soledad y desolación; al mismo tiempo esa atracción admirable, esa belleza indiscutible sin necesidad de nada.

Un oriental en África occidental (final) | Joaquín DHoldan

Nuestra felicidad depende del grupo. Por eso los que se van de vacaciones, están deseando mostrar las fotos, porque necesitamos el reflejo en los otros, es una deformación de nuestra naturaleza. Sentirse parte de la tribu nos completa. Lo difícil es encontrar nuestra tribu. Vuelvo a África para estar conmigo, así como vuelvo a Montevideo para encontrarme. Sueño con estar entre ustedes compartiendo. Siempre fui una persona solitaria. Leer, escribir, ir al cine o al teatro solo era algo normal, aún estando en pareja.

Un oriental en África occidental (8) | Joaquín DHoldan

Lejos de la casa hay muchos artistas, pintores sobre todo. En medio aparece una iglesia, de las pocas que vi. En una de sus paredes una placa que colocó Juan Pablo II pide perdón a África por haber permitido la esclavitud. Dos siglos de esclavitud, otros dos de colonialismo. Después dicen que África es pobre. Es un milagro que siga en pie.

Un oriental en África occidental (6) | Joaquín DHoldan

Por suerte el concierto era tan potente que al poco rato todos bailábamos (en verdad, ellos bailaban). Incluso la música moderna se baila con movimientos tradicionales. El Sabar y el Mandinga son danzas étnicas que con saltos, movimientos pélvicos y flexiones de piernas y brazos (disculpen lo impreciso de la descripción, pero la otra opción era escribir “indescriptible”), resultan imposibles para los extranjeros.

El escritor y el elefante | Joaquín DHoldan

Tratando de aclarar su mente, caminaba por los pasillos del hospital cuando escuchó un extraño llanto tras una puerta. Habló con las enfermeras que le contaron el origen del misterioso lamento. Se trataba de un enfermo que, por caridad, el hospital tenía confinado en los sótanos del edificio. Quiroga exigió conocer a ese paciente. Se trataba de Vicente Batistessa, conocido como el “hombre elefante”.

Un oriental en África occidental (1) | Joaquín DHoldan

Intenté retomar el sueño pensando: “el flujo sanguíneo va tan rápido que hace rebotar una imagen al subconsciente por eso el cerebro la interpreta como un recuerdo”. Es imposible que hubiese vivido esa misma escena, no tanto por la imagen, que por otro lado sería frecuente en próximas madrugadas, sino por lo que sentía. Mi angustia no era producto de la falta de sueño, el calor, el miedo a los mosquitos (y por lo tanto a la Malaria), o la insólita sensación de que el tiempo se había detenido.